martes, 22 de noviembre de 2011
Desde la urgencia: mi primer contacto con la Sección Oficial del festival
Desde la urgencia: el Festival de Cine Iberoamericano 2011
La semana en que se celebra el
Festival de Cine Iberoamericano en Huelva es, probablemente, la mejor
del año en esta ciudad. Siempre que vuelvo al Festival lo hago con
urgencia, con prisa, como si toda la programación fuera a
desvanecerse de repente si no puedo acudir a la película que he
planeado. Camino con nervios y, al mismo tiempo, con esa seguridad de quien encontrará
caras conocidas aunque todavía no sabe cuáles. Por eso, es una
satisfacción saludar brevemente en la puerta, mantener
conversaciones mínimas antes entrar en las salas, elegir con
libertad la butaca en la que ver la película. Sí, ya sé que la
escasez de público, que la mayoría invitaciones (yo pago mi
entrada, que quede muy clarito); pero teniendo en cuenta que es
lunes, noviembre, diez y media de la noche, si mis cálculos de unas
veinte personas son acertados, la verdad es que no me parece una
cifra tan baja. Cuestión de percepciones. Otro factor es la
película. No venimos precisamente a consumir un atracón de efectos
digitales en tresdé. La cinta es chilena y se llama Ulises. Y dibuja con con crudeza
realista pero sin caer en el catastrofismo el retrato de un
inmigrante peruano en Chile, de los largos silencios en los que se
instala el desarraigo, de la incapacidad sentimental y erótica de
quién tiene los ojos cegados por la niebla de otro tiempo pasado que
no olvida, de otro escenario presente al que no asiste. En
definitiva, mi primera incursión a esta edición de 2011 ha sido
positiva. Habrá que seguir indagando estas ventanas.
miércoles, 16 de noviembre de 2011
Se ha hecho esperar demasiado
1997, Dario Fo. 1998,
José Saramago. 1999, Günter Grass. 2000, Gao Xingjiang. 2001, V. S.
Naipaul. 2002, Imre Kertés. 2003, J. M. Coetzee. 2004, Elfriede
Jelinek. 2005, Harold Pinter . 2006, Orhan Pamuk. 2007, Doris
Lessing. 2008, Jean – Marie Gustave Le Clézio. 2009, Hertha
Müller. 2010, Mario Vargas Llosa. Una larga nómina de escritores en
los que, salvo algún dramaturgo de pura cepa y dejando a un lado las
excepcionales incursiones en otros géneros de autores como Saramago
o Hertha Müller, lo que se estaba premiando básicamente era el arte
de narrar y, en concreto, en la mayoría de las ocasiones, el oficio
de novelista. Y, en 2011, después de quince años, al fin, los
chicos de la Academia Sueca han decidido llevarme la contraria y han
concedido el Premio Nobel a Tomas Tranströmer, un escritor que ha
dedicado su vida a la poesía. Y digo esto porque, como sabéis los
que me conocéis, siempre he aprovechado cualquier conversación
sobre este galardón para soltar una de mis máximas: “El
Nobel de Literatura parece haberse convertido en un RSS sobre
narrativa”. Si la poesía, en sí misma, no goza de muchos lectores
y, además, un premio tan importante como el Nobel que no necesita
calcular un impacto comercial de sus decisiones, parece ignorarla
durante tantos y tantos años, ¿qué futuro podemos esperar para
este ámbito de la creación? Pero ése es otro debate y ahora toca
manifestar la inmensa alegría que me embarga por el simple hecho del
reconocimiento a la larga labor de un poeta. Alegría que se ve
incrementada por algunos detalles que me hacen sentir una empatía
imaginaria hacia el personaje, detalles relacionados con su vida
personal. Estudió Psicología y la estuvo ejerciendo durante años
en el ámbito penitenciario y eso de compartir la formación, aunque
parezca una tontería, a uno le refuerza. Por otro lado, está esa
extraña historia que ha trascendido desde que la noticia se hizo
pública y, según la cual, Tranströmer sufrió un ictus en 1990 que
le paralizó la mitad derecha del cuerpo y le produjo afasia, algo
que no sería destacable si no hubiera escrito en 1974 los siguientes
versos:
“Entonces llega el derrame cerebral: parálisis en el lado
derecho / con afasia, solo comprende frases cortas, dice palabras /
inadecuadas”. No voy a mentiros. Hasta que se anunció el
premio, este poeta sueco era un perfecto desconocido para mí y lo
que sé de él en la actualidad es lo mismo que puede saber
cualquiera, es decir, lo que se publicó durante aquellos días en
los periódicos. Afortunadamente, hay medios de comunicación que
parecen tomarse medianamente en serio la labor de información y
promoción cultural y fueron varios los periódicos que como El
País, a través de su página web, tuvieron el detalle de
obsequiar a los interesados con un archivo pdf en el que se puede
leer una pequeña selección de poemas del autor sueco pertenecientes
a la antología Deshielo a mediodía,
que ha visto la luz este mismo año en la Editorial Nórdica. En los
poemas que he podido leer (y que podéis consultar si seguís el
enlace), se descubren claramente las características que se han
mencionado como tópicos sobre la poesía de Tranströmer. La fuerza
impositiva de la naturaleza, la presencia innegable de la música,
son los motores de unos poemas que parecen optar, desde mi punto de
vista, por una yuxtaposición de imágenes profundamente líricas más
que por la narración de una secuencia que tenga cierta verosimilitud
con la experiencia humana. Tendré que seguir investigando. Hasta el
momento, si tengo que citar algunos de sus versos, me quedo con
estos:
La
mitad muda de la música está aquí, como el olor
a
resina anda en torno a ramas heridas por el rayo.
En
cada hombre, un verano subterráneo.
Etiquetas:
Poesía,
Premio Nobel,
Tomas Tranströmer
domingo, 13 de noviembre de 2011
jueves, 10 de noviembre de 2011
Literatura y actividad física.
De qué hablo cuando
hablo de correr de Haruki Murakami fue editado en abril de 2010
en la Colección Andanzas de Tusquets Editores. En noviembre del
mismo año, ya se había publicado una octava edición. Se trata de
uno de esos libros que pertenecen a lo que, algún crítico con ganas
de inventar una nueva etiqueta, podría denominar “género
facebook”, es decir, uno de esos libros en los que el lector asiste
con placer irreprimible a ciertos aspectos de la vida privada del
escritor. El hombre que se encierra detrás del ilustre nombre, en
una muestra de generosidad y agradecimiento, permite a sus lectores
contrastar parte de la imagen que hemos construido de su personalidad
con fragmentos de realidad seleccionados y, con toda probabilidad,
estudiadamente edulcorados o salpicados de gotas de hiel. Se nos
permite así sorprendernos de la distancia entre nuestras
concepciones previas y las parcelas de realidad que se nos ofrecen,
así como se nos potencia nuestra capacidad de seguir atribuyendo de
manera infundada características idealizadoras sobre el personaje al
que denominamos, en este caso, Haruki Murakami. Y, así, como quien
bucea en el muro o los álbumes de fotos de uno de esos amigos
virtuales que no conoce muy bien, nos dejamos llevar por la
curiosidad de saber que el reputado novelista japonés regentaba un
club de jazz, que lo dejó para escribir después del inusitado éxito
de su primer libro, que ya no fuma y su consumo de alcohol se ha ido
reduciendo al mismo ritmo que aumentaba su consumo de vegetales, que
entrena todos los días durante una hora como mínimo, que participa
en competiciones de maratón o triatlón todos los años, que ha
vivido durante largos periodos de tiempo a caballo entre Tokio y
Cambridge, que adora correr por los caminos de la ribera del río
Charles, que es un entusiasta aficionado a la cerveza.
El libro, según el
propio autor, fue concebido, y así debe entenderse, como unas
memorias escritas en torno al hecho de correr, motivadas por la
capacidad de contemplación filosófica que surge de cualquier acto
realizado a diario por trivial que parezca. Murakami se posiciona
claramente desde el prefacio del libro al que bautiza con el título
“El sufrimiento como opción” y esta postura encaja a la
perfección con su condición de corredor de fondo y con las verdades
evidentes que va desgranando a medida que avanza la lectura. La
disciplina del deportista, pero sobre todo, la del corredor de larga
distancia se traduce la lucha contra uno mismo, contra un cuerpo que
solo entiende los mensajes cuando van acompañados de cierta dosis de
sufrimiento y, de forma inevitable, supone la aceptación de la
eficacia con la que el tiempo es capaz de realizar su trabajo para ir
convirtiendo la juventud y la plenitud de fuerzas en un progresivo
declive físico. Y la mejor manera de asumir esta derrota se nos
desvela al final del sexto capítulo: “a quienes tienen la
suerte de librarse de morir jóvenes, se les privilegia con el
preciado derecho de ir envejeciendo. Les aguarda el honor de su
progresiva decadencia física. Hay que aceptar este hecho y
acostumbrarse a él.”
A mi entender, para el
aficionado a la literatura, la parte más interesante del libro está
en la relación que se establece entre la escritura y la actividad
física. Desde el punto de vista del novelista japonés, escribir
tiene como consecuencia inevitable la liberación de un veneno que es
necesario canalizar de alguna forma. Por ello, se muestra comprensivo
con esos autores que necesitan recurrir a una vida caótica y
entregada al abuso del alcohol. Sin embargo, su método para eliminar
el veneno está en la disciplina de correr cada día y buscar el
límite físico de su cuerpo. Por ello, no es extraño que el cuarto
capítulo del libro se llame “La mayoría de los métodos que
conozco para escribir novelas los he aprendido corriendo cada
mañana”. En él, se analizan las cualidades imprescindibles para
el buen novelista: talento, capacidad de concentración y constancia.
El talento es caprichoso, no depende de la voluntad del que escribe y
no puede entrenarse. La capacidad de concentración y la constancia,
en cambio, sí pueden mejorarse a lo largo del tiempo y, por ello, el
oficio de novelista se concibe como una labor física. Sin duda, con
talento se puede conseguir una capacidad de concentración y una
constancia adecuadas casi sin esfuerzos. El problema es que, salvo en
esos escasos genios cuyo caudal es inagotable, el talento también se
ve afectado por la edad y, al igual que en plano deportivo, las
actividades que se desarrollaban sin problemas con quince años, no
son tan fáciles de ejecutar cuando se llega a los treinta. Es ahí
cuando entra en juego la madurez personal. A pesar de ello, no se
puede decir que ésta sea el único camino que puede seguir la
carrera de un novelista. En ocasiones, son el entrenamiento en
capacidad de concentración y la constancia los que acaban por
facilitar el brote de talento que permanecía escondido hasta
entonces.
No quiero extenderme
mucho más y, por ello, termino recomendado la lectura de este libro,
en el que Murakami nos ofrece unas reglas que ha aprendido a partir
de su propia experiencia y nos advierte de que, posiblemente, no
resulten de mucha utilidad para quien las lee. Sin embargo, él mismo
nos recuerda ya llegando al final que: “a menudo, las cosas
verdaderamente valiosas son aquellas que se consiguen mediante tareas
y actividades de escasa utilidad”.
Etiquetas:
Haruki Murakami,
Libros,
Literatura,
Narrativa
jueves, 3 de noviembre de 2011
Acerca de ¡Indignaos!
Cuando cursaba los
estudios de la Licenciatura de Psicología en la Universidad de
Sevilla entre los años 1998 y 2003, en la casi totalidad de las
asignaturas que formaban el plan de estudios había un primer tema de
carácter introductorio en el que se nos ofrecía una visión general
de aquellos insignes pensadores que habían tenido una aportación
decisiva en la historia de la disciplina: Wundt, Watson, Pavlov,
Skinner, Freud, Bandura, Vygotski, Piaget... Recuerdo que, llegado el
periodo de exámenes, y con la prisa habitual de los estudiantes, mi
amigo Alejandro Barragán Felipe se desesperaba mientras leía
aquellas primeras páginas del temario y exclamaba: “¡Dime algo
que no sepa!” Espero que esto no se entienda como un comentario
malintencionado, pero esta fue mi sensación constante cuando empecé
a leer el famosísimo libro de Stéphane Hessel ¡Indignaos!
(Destino, Colección Imago mundi, volumen 195). Comienza el libro
sin esconder su propósito, afirmando que las conquistas sociales
adquiridas como consecuencia del modelo del Estado del Bienestar que
se intentó generalizar después de la Segunda Guerra Mundial están
en riesgo de desaparición. Y ya, desde el primer capítulo, se alude
a un hecho tan triste como difícilmente evitable: “Una verdadera
democracia necesita una prensa independiente. (…) Sin embargo, esto
es precisamente lo que a día de hoy está en peligro.” Y yo me
pregunto ¿cómo puede ser independiente una prensa que solo puede
sobrevivir a costa de la publicidad o de las subvenciones públicas
que dependen de las decisiones de unos burócratas con carné de
afiliados? A continuación, vuelve Hessel a ofrecernos otras dos
verdades que deberían ser sobradamente conocidas por cualquiera.
Primera: en ningún periodo de la Historia había sido tan importante
la distancia entre ricos y pobres. Segunda: el ser humano tiene a la
responsabilidad como una obligación y no puede delegar en
entelequias como Dios o el Estado. Desde aquí, parte el discurso de
la indignación frente a la indiferencia, etiquetada como la peor de
las actitudes, por lo que supone de asunción de la derrota y, por
tanto, abandono del compromiso. Brevísima, pero muy gratificante, es
la parada que se hace para señalar el caso de Palestina. Como bien
apunta el autor: “Que los propios judíos puedan perpetrar crímenes
de guerra es insoportable. Desafortunadamente, la historia da pocos
ejemplos de pueblos que saquen lecciones de su propia historia.”
Aunque muchos no quieran entenderlo, no se está defendiendo al
terrorismo cuando se afirma que es comprensible
el desencadenamiento de una respuesta violenta en el seno de un
pueblo que está ocupado con medios militares que le superan con
creces. De hecho, la postura que defiende es muy clara: la violencia
es la negación de la esperanza. Hay que tomar conciencia de la
ineficacia de las acciones violentas, armarnos de paciencia y
confianza en la negociación, mostrar indignación antes la violación
de los derechos. Al final del libro, se subraya el retroceso que ha
sufrido el mundo durante la primera década del siglo XXI. Los
atentados del 11 de septiembre, la errónea respuesta militar de
Estados Unidos, la crisis económica a la que nos hemos visto
abocados, la insoportable situación medioambiental. Y, sin embargo,
seguimos sumidos en el mismo pensamiento productivista, en las mismas
políticas que nos han llevado al punto en el que estamos. Por ello,
Hessel cierra su ensayo con un llamada a los más jóvenes, a
aquellos que regirán los destinos del mundo en un futuro cercano, a
liderar una insurrección pacífica, advirtiéndoles de los peligros
de los medios de comunicación de masas y su desprecio por la
cultura, su fomento del consumismo, su tendencia a la amnesia y a la
competitividad desenfrenada. Acabé el libro con mi habitual
impaciencia para volcarme sobre el siguiente y, durante esos pequeños
instantes en los que disfrutaba fugazmente de la idea de no estar
leyendo nada en concreto (como si no tuviera ya decidido y a mano el
siguiente), pensé en el acierto de esta llamada a la indignación y
en el prejuicio que me cegaba en los primeros momentos. Y, entonces,
me di cuenta de las veces que me habré planteado las razones del
escaso compromiso social de la juventud en la actualidad, de las
veces que habré discutido con amigos la existencia de un vacío
editorial con respecto a libros que sean capaces de adaptarse al modo
de razonamiento de los más jóvenes y a su lenguaje que huye de
complicaciones. Y, entonces, solo entonces me di cuenta de la
necesidad de escribir y publicar más libros como ¡Indignaos!
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