jueves, 5 de abril de 2018

Apuntes para una presentación de "La distancia de una isla"


Probablemente, Freud sería la única voz autorizada para esbozar una explicación satisfactoria sobre varios hechos innegables. A saber: la vida del oficinista es un tema literario que no parece agotarse nunca, su oficio es un marco perfecto para estimular la voluntad de trascendecia, la oficina (ya sea fingida o impuesta) es un universo desde el que se puede articular la creación. Son hechos innegables o eso pienso después de haber disfrutado con la lectura de La distancia de una isla. Y acuden a mi recuerdo ahora el oscuro funcionario que protagoniza Memorias del subsuelo y ese Bernardo Soares al que debemos el Libro del desasosiego. Me atrevería a decir que no es necesario que el sujeto poético trabaje en lo que entendemos como una oficina típica. Cuanto más se parezca un trabajo a la rutina, al silencio, al aislamiento, a la priorización de los papeles en detrimento del trato humano (y no sé por qué pienso ahora en aquel Pereira soliviantado por el calor del verano lisboeta), mayor poder de generación de un discurso lírico o narrativo parece atesorar. Alguien debería formular un teorema de estilo pitagórico que diera forma definitiva a lo que parece una ley inamovible en la literatura de los últimos siglos. Muchos de ustedes se preguntarán con razón cuál es el nexo de unión entre estas elucubraciones y la poesía de Manuel González Mairena. Y no voy a ser yo quién les descubra ese misterio porque lo hará el propio autor. Estoy seguro. Después de todo, yo debería limitarme a ofrecerles unas cuantas pistas sobre los poemas que tienen a su disposición en este volumen gracias a Ediciones en Huida, aunque voy a permitirme cierta labor interpretativa. No puedo evitarlo.

La oficina es, ante todo, la repetición de un esquema. Cada día se convierte en la superposición de secuencias idénticas que no pueden diferenciarse unas de otras. El significado profundo del tiempo se impregna de un matiz acumulativo. No es extraño, por tanto, que cualquier elemento contextual sufra en estos versos la proyección de esta vivencia. Así sucede con el transporte urbano que se califica como "un crematorio de los días laborables". El metro se reduce, simplemente, a un mero "transporte de mercancías". El trabajo, además, no se traduce en frutos. Tanto es así que la nómina se define como "una porción sútil de veneno." En el recinto de esa cárcel camuflada que parece ser la oficina, todo tiende a una despersonalización sin límites "donde las gentes / reciben el nombre de sus cargas." Por otro lado, está el mar, ese símbolo totalizador en el que todo cabe y que La distancia de una isla toma como un paraíso. El mar se erige, por gracia de los dos poetas que son responsables de este libro, en una suerte de antónimo de la oficina. "Una vez los sueños fueron un barco" se nos confiesa desde uno de los textos de la primera parte del libro y también se confiesa el padecimiento de unas "ansias oceánicas".Y aunque se admite que alguna vez hubo un horizonte alcanzable que "fue pura alegría de posibles", en el "Testamento del oscuro oficinista" (el extenso poema que cierra el libro) la voz protagonista no se arruga al admitir realidades amargas: "Hace ya tiempo que cambié la resistencia por la melancolía." Se nota que ambos poetas son conscientes de que, a veces, no queremos que nuestros sueños se cumplan, que nuestros más fervientes deseos se materialicen. A veces, sólo queremos ser el oscuro oficinista que "miró el mar desde el muelle por miedo a lo posible." Obviamente, no se agotan en esta pequeña muestra los temas que se sugieren en La distancia de una isla, pero creo que queda justificada la necesidad de leer este libro que Manuel lanza hoy al mar de la esfera pública con la misma esperanza que el naúfrago deposita en su botella.