Probablemente,
Freud sería la única voz autorizada para esbozar una explicación
satisfactoria sobre varios hechos innegables. A saber: la vida del
oficinista es un tema literario que no parece agotarse nunca, su
oficio es un marco perfecto para estimular la voluntad de
trascendecia, la oficina (ya sea fingida o impuesta) es un universo
desde el que se puede articular la creación. Son hechos innegables o
eso pienso después de haber disfrutado con la lectura de La
distancia de una isla.
Y acuden a mi recuerdo ahora el oscuro funcionario que protagoniza
Memorias del
subsuelo
y ese Bernardo Soares al que debemos el Libro
del desasosiego.
Me atrevería a decir que no es necesario que el sujeto poético
trabaje en lo que entendemos como una oficina típica. Cuanto más se
parezca un trabajo a la rutina, al silencio, al aislamiento, a la
priorización de los papeles en detrimento del trato humano (y no sé
por qué pienso ahora en aquel Pereira soliviantado por el calor del
verano lisboeta), mayor poder de generación de un discurso lírico o
narrativo parece atesorar. Alguien debería formular un teorema de
estilo pitagórico que diera forma definitiva a lo que parece una ley
inamovible en la literatura de los últimos siglos. Muchos de ustedes
se preguntarán con razón cuál es el nexo de unión entre estas
elucubraciones y la poesía de Manuel González Mairena. Y no voy a
ser yo quién les descubra ese misterio porque lo hará el propio
autor. Estoy seguro. Después de todo, yo debería limitarme a
ofrecerles unas cuantas pistas sobre los poemas que tienen a su
disposición en este volumen gracias a Ediciones en Huida, aunque voy
a permitirme cierta labor interpretativa. No puedo evitarlo.
La oficina es, ante todo, la repetición de un esquema. Cada día se
convierte en la superposición de secuencias idénticas que no pueden
diferenciarse unas de otras. El significado profundo del tiempo se
impregna de un matiz acumulativo. No es extraño, por tanto, que
cualquier elemento contextual sufra en estos versos la proyección de
esta vivencia. Así sucede con el transporte urbano que se califica
como "un
crematorio de los días laborables".
El metro se reduce, simplemente, a un mero "transporte
de mercancías".
El trabajo, además, no se traduce en frutos. Tanto es así que la
nómina se define como "una
porción sútil de veneno."
En el recinto de esa cárcel camuflada que parece ser la oficina,
todo tiende a una despersonalización sin límites "donde
las gentes / reciben el nombre de sus cargas."
Por otro lado, está el mar, ese símbolo totalizador en el que todo
cabe y que La
distancia de una isla toma
como un paraíso. El mar se erige, por gracia de los dos poetas que
son responsables de este libro, en una suerte de antónimo de la
oficina. "Una
vez los sueños fueron un barco"
se nos confiesa desde uno de los textos de la primera parte del libro
y también se confiesa el padecimiento de unas "ansias
oceánicas".Y
aunque se admite que alguna vez hubo un horizonte alcanzable que "fue
pura alegría de posibles",
en el "Testamento del oscuro oficinista" (el extenso poema
que cierra el libro) la voz protagonista no se arruga al admitir
realidades amargas: "Hace
ya tiempo que cambié la resistencia por la melancolía."
Se nota que ambos poetas son conscientes de que, a veces, no queremos
que nuestros sueños se cumplan, que nuestros más fervientes deseos
se materialicen. A veces, sólo queremos ser el oscuro oficinista que
"miró el
mar desde el muelle por miedo a lo posible."
Obviamente, no se agotan en esta pequeña muestra los temas que se
sugieren en La
distancia de una isla,
pero creo que queda justificada la necesidad de leer este libro que
Manuel lanza hoy al mar de la esfera pública con la misma esperanza
que el naúfrago deposita en su botella.