viernes, 28 de noviembre de 2008

Complejo de Capilla Sixtina

Según podemos saber por lo que nos cuentan, tenemos que estar todos rebosantes de felicidad, en un estado de embriaguez celebrante ante la nueva situación del arte español en el mundo de la cultura internacional. Y es que la renovación de la cúpula de la sala XX del Palacio de las Naciones Unidas ha sido efectuada por el artista español Miquel Barceló, por lo que nuestro orgullo de nación debe estar inflado y bien reluciente. No parece que haya ningún inconveniente en esto, salvo que uno empiece a quitar la arena que tapa el resto de la noticia, que uno empiece a excavar bajo la retórica oficial y las sorprendentes imágenes de los medios de comunicación y descubra, en un gesto tan simple como leer un periódico que la reforma ha costado en total 20,35 millones de euros (3.385 millones de pesetas). Y, por si esto fuera poco, una parte de este dinero, en concreto, 500.000 euros ha sido sustraída de los Fondos de Ayuda al Desarrollo. No seré yo quién haga una crítica a la inutilidad del arte, al recorte económico a las actividades culturales en tiempos de crisis. Al contrario, adoro el arte, respeto profundamente la creación artística y creo que las civilizaciones no pueden desarrollarse por completo sin una adecuada evolución y consolidación cultural. Pero me parece que se puede hacer el mejor de los cuadros, la mejor de las esculturas, el mejor de los libros, la mejor de las películas, sin tener que derrochar 20 millones de euros. Y por supuesto, si se está convencido plenamente de lo que va a hacerse, no debe robarse el dinero de los Fondos de Ayuda al Desarrollo porque esto acaba por denigrar la actividad artística. Con esto no estoy diciendo que no pueda subvencionarse el arte, lo que estoy diciendo es que no debemos pagar los lujos del artista y menos con un dinero destinado a quienes más necesitan que se les ayude. Mi pasión es la literatura y, evidentemente, me gustaría disponer de una especie de excedencia pagada por el ministerio de Cultura durante la que poder dedicarme a la poesía. Pero esta idea es tan completamente absurda que mi cerebro la descarta automáticamente y pensar que esta excedencia me la pagaran con dinero destinado a los países sumidos en la pobreza me produce una sensación de asco absoluto. El representante permanente de España ante la sede europea de la ONU, Javier Garrigues, en un intento de poner fin a la polémica, justificó el uso de estos Fondos de Ayuda al Desarrollo por la contribución de la obra de Barceló a la promoción de los derechos humanos y el multilateralismo. Este argumento tiene tan poca base que no merece siquiera ser rebatido. Estaría bien que le preguntaran si esta obra promueve los derechos humanos a los fanáticos que han atentado brutalmente en la India, que se lo preguntaran a las muchas personas que mañana morirán por falta de recursos y nutrición. Estaría bien que le preguntaran si, al menos, conocen esta “milagrosa obra de arte pretendidamente democratizadora”. En conclusión, me parece que el mural pintado en la Sala de los Derechos Humanos y Alianza de Civilizaciones sufre de un claro complejo de Capilla Sixtina y nunca podrá librarse del recelo con que la miraran quienes sabemos de su injusta y desproporcionada financiación. La obra se verá afeada porque siempre la miraremos con los ojos, con las gafas de la dignidad.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Idealismo

Muchos de los que estamos ahora entre los veintipocos y los treinta y algo hemos pasado a lo largo de nuestras vidas algún periodo de gran idealismo, con pensamientos recurrentes sobre la injusta distribución del mundo, un periodo en el que, a pesar de la reducción progresiva de la militancia en partidos políticos de corte progresista y ONG de todo tipo, nuestra manera de escuchar música y los gustos musicales se vieron profundamente afectados, en algunas ocasiones de forma temporal y en otras de forma permanente. Y así a unos les daba por Carlos Puebla, a otros por el rock nacional de corte más radical de grupos como Soziedad Alkohólika, otros se centraban en grupos como Sepultura al tiempo que recuperaban el heavy metal de los 80 de formaciones como Iron Maiden. La música que se asociaba a los que pretendíamos tener una conciencia social era muy amplia y diversa e incluso a algunos nos daba por todo al mismo tiempo y de ahí viene el variopinto enfoque cultural que tenemos. Solamente existía un límite: la mal usada etiqueta de la comercialidad. Pero en el cajón de sastre que eran nuestras colecciones de cintas de casette grabadas (a ser posible de noventa minutos y con un disco por cada cara), había también lugar para la expresión de sentimientos, para el lenguaje poético, y este era el lugar donde los Extremoduro ocupaban un papel predominante. Durante años y para un número importante de jóvenes de mi generación y otras aledañas, las canciones de Extremoduro eran como una confabulación con uno mismo o con los amigos más cercanos, sabíamos las letras de memoria o casi y eran el mejor sucedáneo cuando no teníamos disponible un libro. Muchos pensábamos que aquello era literatura además de música rock. Y fueron saliendo discos y más discos y aquella emoción, que había sido tan grande, se iba diluyendo, debilitando. Algunos pensábamos que Agila, siendo un gran disco, flojeaba y el experimento con Fito y Manolo Chinato no salió demasiado bien. Esta pérdida de interés se fue haciendo más grande y llegó hasta el punto de no interesarnos por escuchar discos como Canciones prohibidas.
Y, de repente, estamos en 2008 y Extremoduro ha editado un disco nuevo que se llama La ley innata y vuelve la curiosidad por escucharlo quizá por la cita de Cicerón en la portada, quizá por esa estructura tan característica de las piezas de música clásica en torno a la que se estructuran las canciones. Siendo honestos, este nuevo álbum de Robe y compañía es un gran trabajo y se vislumbra un esfuerzo sincero en pro de la calidad y de cierta innovación. En una de sus canciones Robe dice: “Sueño que empieza otra canción / vivo en el eco de su voz”. Sirvan estos dos versos para establecer una conexión entre los aficionados a Extremoduro que fuimos y los que ahora somos.

jueves, 6 de noviembre de 2008

Releo a Juan Ramón Jiménez después de un largo periodo de tiempo, en el que más que leerlo lo hojeaba. Si soy sincero conmigo mismo, y a estas alturas de la vida conviene serlo, mis lecturas de Juan Ramón se reducen a dos, ambas del mismo libro. La primera fue una lectura exploratoria, muy marcada por los catorce o quince años que tenía y por la obligación de aquella profesora de literatura. Fue una lectura superficial e incompleta, pero suficiente para que aquellos poemas dejaran una huella en mí que ha durado mucho. Y la prueba es la segunda lectura que estoy finalizando estos días, una lectura mucho más completa, después de tantos libros, de mi propia experiencia poética, con las gafas de estos 31 años y, consecuentemente, más satisfactoria. Han sido muchas las ocasiones entre estas dos lecturas en las que he creído estar leyendo, pero lo cierto es que faltaba un componente decisivo: la continuidad. Hasta en un medio tan aparentemente alejado de los hilos conductores y la secuencialidad narrativa como la poesía, la lectura no alcanza su verdadero sentido si no es continua, prolongada, si uno no se deja llevar por el cadencioso paso de las páginas. Y esto precisamente es lo que me estaba sucediendo: sólo leía poemas sueltos y tenía una fuerte tendencia a centrarme en la poesía anterior al Diario de un poeta recién casado. Es ahora cuando estoy superando aquellos prejuicios de poeta demasiado complejo, aquellas imprecisiones que me hacían ver en casi todos los poemas una temática amorosa, aquel miedo a no comprender que fundaba mi constante evitación del regreso a un libro ineludible para mí. Supongo que los ciclos culturales acaban por contaminar los ciclos personales, la intrahistoria. A punto de finalizar el trienio dedicado a las figuras de Zenobia y Juan Ramón Jiménez, se me agota la extensa antología de Cátedra que cayó en mis manos en 1992 y entiendo la magnitud de la deuda que tenemos los andaluces que sentimos de cerca la literatura con el poeta de Moguer.

Como todos los años, en esta edición del Premio Nobel hemos tenido sorpresa: el galardonado ha sido Jean-Marie Gustave Le Clézio y, por lo que parece, no se lo esperaba nadie. Como todos los años, la sorpresa tiene dos componentes: además del ganador, que el premio no se lo hayan otorgado a Mario Vargas Llosa. El escritor peruano es, desde hace varios años, un candidato a ganarlo o eso es lo que nos hacen creer los medios de comunicación, ya que el primer comentario cada año cuando anuncian el nuevo ganador es “Vargas Llosa tendrá que seguir esperando” y solo después de estas palabras se habla del nuevo ganador, su obra, su reacción ante el premio, su edad. Con los años el Premio Nobel de Literatura se viene especializando en el reconocimiento de escritores que, además de reunir la calidad de la obra y la entrega a la literatura, tienen un claro compromiso social con causas internacionales (este año se ha valorado especialmente el ecologismo de Le Clézio) o con la resistencia moral ante problemas propios de sus naciones o países (piénsese en Elfriede Jelinek). No podemos olvidar que estos galardones son producto de la última voluntad de Afred Nobel, inventor de la dinamita con un terrible remordimiento de conciencia por haberse enriquecido con un producto que se ha utilizado frecuentemente con fines violentos (o eso es lo que nos cuenta la leyenda). Si lo único que se premiara con el Nobel fuera la dedicación a la literatura y la calidad de la obra, ¿cómo se explica que el genio Jorge Luis Borges maestro en ensayo, poesía y narrativa no lo consiguiera nunca? Evidentemente, el compromiso social y político es un factor de peso en la concesión del premio y esto explica gran número de ausencias en el palmarés. Se me podría objetar que no lo han ganado otros grandes escritores que estaban fuertemente comprometidos social y políticamente. El ejemplo más claro en este caso es el de Julio Cortázar. Pero el gran maestro del cuento en la narrativa latinoamericana es un escritor que aún hoy no goza de un gran reconocimiento académico. Hasta tal punto es así que, en muchas facultades de filología, las asignaturas sobre narrativa o cuento latinoameriacano en el siglo XX suelen centrarse en tres o cuatro de sus personalidades, resultando Julio Cortázar el gran olvidado. Además, hemos de tener en consideración que la ideología de Julio Cortázar pudo resultar demasiado comprometida, o por decirlo de alguna manera, demasiado radical. Volviendo a Vargas Llosa, nadie se atreve a dudar del compromiso social del novelista. Pero sus amistades en la Fundación FAES y su aparente indefinición pública con respecto a la situación actual de los países latinoamericanos le pueden estar jugando una mala pasada. Resumiendo, el día en la Academia Sueca decida conceder el Premio Nóbel de Literatura a Vargas Llosa el sorprendido seré yo.

Pues no. No voy a hablar de la crisis económica, de la salud de los sistemas financieros o de la confianza, esa poción secreta que todo puede solucionar. Voy a hablaros de una novela, de una novela que se llama Romanticismo y que no es una fresquísima novedad. Editada en Alfaguara en 2001, la conocí por un articulo en la prensa del también novelista Luís Mateo Díez que, asumiendo la tendencia a exagerar del lenguaje y la perspectiva del periodismo actual, consiguió llamar mi atención lo suficiente como para llegar a comprarla y regalarla a un familiar. Para el familiar, mi elección no fue acertada y perdí de vista el libro por un tiempo, unos seis años, hasta que, en este verano de 2008, lo encontré en una estantería entre una serie de libros apartados del interés general. Y, precisamente, el mismo día en que había terminado de leer El tercer hombre. Sin pensarlo, empecé a leerlo y entonces se cerró el círculo y la compra de aquella novela adquirió plenamente su sentido. En un principio, Romanticismo nos ofrece una prosa que puede hacerse pesada, excesiva, pero con el tiempo y las páginas uno se da cuenta del secreto: una novela ambientada en octubre de 1975 en el barrio de Salamanca de Madrid, ese pequeño recinto cuya cultura ha sido una exaltación del lujo y una veneración por lo desmedido y lo desproporcionado, no puede expresarse con otro lenguaje. Es más, cuando uno conoce tan bien como Manuel Longares el entramado de confiterías, comandos tardofranquistas que defienden el régimen a base de palizas, señoras indolentes que viven de las rentas, contables de ideología socialista, escaparates, en definitiva, cuando uno conoce tan bien la evolución de la burguesía madrileña desde aquel terror a la pérdida de privilegios con la muerte del Caudillo hasta la llegada de la democracia, aquella prosa que, en las primeras páginas del libro, podría juzgarse como un lastre se convierte en un acierto, en un mérito del novelista, que consigue hacer entrar al lector interesado en el universo de la novela. Romanticismo es una buena novela y me atrevo a decir que es literatura, a diferencia de los objetos de marketing con seiscientas y pico de páginas avalados por premios literarios que son como los médicos de los anuncios de teletienda. Si algo puedo reprocharle a Manuel Longares, es más del ámbito de lo personal que de lo literario. En este sentido, me parece que, en el recorrido que la novela hace por el ocaso de la dictadura, la transición y la etapa democrática hasta el año 1996, su visión de la izquierda política resulta, a mi entender, muy estrecha. Por lo demás, me parece que se trata de una novela magnífica y que merece una mayor difusión de la que tiene.

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