Se me abre una ventana de
conversación del chat de Facebook. Es Jesús que, después de
saludarme, me pide que me “pase” por su blog, que le eche un
vistazo a la última entrada que ha publicado por si hubiera algo que
corregir. Me adentro en su carácter fuerte y atrevido y encuentro
una libertad excesiva en la construcción de las frases, echo de
menos una revisión ortográfica que elimine las malas pasadas que
juegan la prisa y la desidia que nos deja lo ya escrito. A ratos la
concordancia, a ratos la puntuación... Recibo un correo electrónico
de Rocío con un poemario recién terminado. Me pide que vuelva a
leer los poemas con la óptica del orden y la división en partes. Me
pide correcciones que no se me ocurrieran en las lecturas previas. Me
deslizo entre la frescura y el talento de sus versos, leo con la
velocidad desacostumbrada de las relecturas y encuentro que algo
falla en la sección del discurso en versos, no atino en mi lectura
privada a desvelar el ritmo que ella pone en su lectura pública.
Entonces, mi cabeza se puebla de moldes rítmicos y ya solo veo
acentos, hemistiquios, silencios eludidos, pausas forzadas... Sergio
termina un poema en cualquier sitio. Me pide que lo escuche, que le
dé mi punto de vista, me pregunta si me gusta. Siento la presencia
de una música lejana en esas palabras, hay un ritmo claro que quiere
remarcarse con demasiada claridad en una rima sin seguir un patrón
concreto. El vocabulario es extraño, hay palabras que, en sí
mismas, pueden levantar prejuicios, que inducen a pensar justo lo que
Sergio no es... Rodrigo vuelve a la tertulia después de un año.
Siempre me pareció que tenía talento para la narrativa. Trae un
comienzo, lo que podría ser una introducción y la presentación del
siguiente capítulo. Capto con facilidad el ambiente, el tono es lo
suficientemente subjetivo, las palabras se van desovillando con
paciencia, pero se alarga demasiado, encuentro detalles que no son
necesarios para comprender la historia que se intenta contar y hay
repeticiones, más bien, reformulaciones, porque no se me escapa que
la repetición es un recurso literario muy bueno y que yo nunca he
sabido usar. La reformulación, en cambio, en narrativa, es
peligrosa. En el mejor de los casos, el potencial lector se aburre.
En el peor, se puede correr el riesgo de que el lector piense que se
le toma por tonto. Como puede adivinarse, si despliego todo este
artificio mental es porque, horas antes, me había llamado para
decirme que llevaba un texto a la tertulia, que le gustaría que me
lo llevara, que le interesaba mi opinión... Es sábado, media tarde,
suena el teléfono, señor Rivas. Javi me pregunta si hago algo, si
tomamos un café y una hora después aparece por casa. Hacemos un
repaso rápido que justifique las dos semanas que hace que no nos
vemos y me dice que, si no me importa, eche un vistazo a su blog, que
ha colgado cuatro poemas nuevos. Siempre es una satisfacción leer a
quien acaba de empezar a versificar. Me dejo llevar por su libertad
de no haber explotado aún ningún ámbito poético. Se muestra
habilidoso en las alusiones, hay una emoción sujeta justo al borde
del abismo, hay equilibrio. Supongo que es normal la tendencia
excesiva a la universalización de quien empieza. En cierto modo, no
es más que otra manifestación de la prisa por querer decir una
verdad única e innegable en un solo impulso. El vocabulario es muy
genérico, elevado, pertenece a la esfera del concepto. Intento
decirle que percibo el tono de los poemas “muy arriba”; no me
entiende, estoy un poco espeso. Por otro lado, encuentro rimas no
buscadas, encuentro aspectos demasiado implícitos que restan
posibilidades al poema, creo que hay varios poemas en cada uno de los
textos que leo y, esta vez, me entiende perfectamente.
Me encanta corregir los
textos de mis amigos. Me halaga la confianza que tienen en mi
criterio, una confianza que a mí me parece excesiva y que no
entiendo cómo ha podido generarse. A veces, es cierto, siento
desgana y pienso que, entre mis alumnos y los textos que recibo, me
paso la vida trabajando. La mayor parte del tiempo es una inmensa
satisfacción. No obstante, con frecuencia, me recorren la cabeza
ciertas ideas que no me gustan y de las que no puedo desligarme con
facilidad. Constantemente, me siento como un censor, como un
moralista, como una especie de guardián de un dogma. Y lo que más
me preocupa de todo esto es la sensación de no poder ayudarles de
otra forma que no sea explicándoles cuál sería mi forma de abordar
las situaciones y problemas que a ellos se les plantean al escribir.
A veces, me quedo con la sospecha de haber influido demasiado en la
construcción de determinados textos. Yo, que no soy más que un
modesto aficionado, de una ciudad pequeña.