viernes, 30 de enero de 2009

Hoy, día 30 de enero, como todos los años, se ha celebrado el día escolar de la paz y la no violencia y yo, por trabajar en el gremio de la enseñanza, no debo ni quiero ser ajeno a los actos y los recuerdos que acompañan a la fecha. Como todo el mundo sabe, la conmemoración está dedicada al recuerdo de Mahatma Gandhi que murió asesinado por un pistolero integrista un 30 de enero de 1948. La paz es incómoda. O, al menos, lo es para amplios sectores del poder político y el poder económico. La paz es un trabajo continuo, un oficio labrado día a día, una forma de posicionarse ante el mundo, la paz empieza por la posibilidad de una revolución personal, de una autorreflexión acerca de nuestros modos de pensar y hablar, una autocrítica sobre nuestro modo de actuar y sobre lo que nunca hacemos porque supone mucho esfuerzo, a pesar de la necesidad acuciante de acometerlo. Sí, la paz es tan incómoda que han sido muchas las víctimas de las ideas pacifistas. Pensemos en Martin Luther King, pensemos en Ernest Lluch. La paz empieza por las propias personas, por eso, la celebración del día de la paz en los centros educativos debería tomarse muy en serio. Si nos creemos con firmeza que estamos formando a los futuros ciudadanos, a los futuros votantes, a los futuros trabajadores y contribuyentes, la educación para la paz debería tener un lugar destacado en el currículum escolar, más allá incluso de las celebraciones en días puntuales. No podemos olvidar que los Estados están formados por personas y que son por tanto las personas quienes toman decisiones y acaban conformando lo que llamamos el destino del mundo. Por esta misma razón, además de preparar a los niños, tenemos que empezar a tomar las riendas de nuestro planeta, tenemos que empezar a exigir a los dirigentes públicos un claro posicionamiento en contra de la violencia y una firme resolución para acabar con los factores que deterioran la paz y las relaciones entre pueblos y comunidades. En la actualidad, hay varios frentes bélicos claramente abiertos en el mundo, además de otros muchos conflictos soterrados, como aquellos que se mantienen activos a pesar de precarios acuerdos de alto el fuego, los que tienen un nivel de actividad discontinua, así como zonas donde la convivencia es problemática y basta cualquier mínima chispa para desatar episodios lamentables y que deberían evitarse. Por supuesto, la paz necesita un escenario mundial sin conflictos armados, pero la paz no es sólo ausencia de guerra, como la salud no es solamente ausencia de enfermedad. No podrá haber paz en el mundo sin democracia, sin derechos humanos, sin reconocimiento del derecho a existir de todos los pueblos y culturas, no habrá paz en el mundo mientras haya privilegios, mientras el hambre se extienda de forma incontrolada, mientras no solucionemos el problema del agua. Estamos ante un camino largo pero que podemos recorrer, un camino en el que tenemos que librarnos de la desidia y el derrotismo y, por ello, esta mañana he celebrado con toda convicción el día de la Paz, con el deseo y la esperanza de encontrar eco en los muchos educadores que, desde nuestras pizarras, pedimos un día tras otro la paz y la palabra.

Con frecuencia, a los que nos da por la literatura y, en concreto, a los que nos da por incurrir en el terreno de la narrativa, nos encontramos con el famoso miedo del papel en blanco, la incapacidad para producir ideas ingeniosas, tramas intrigantes o que mantengan en tensión, personajes bien formados que no sean clones disfrazados del propio yo, en definitiva, la incapacidad de producir un discurso de lo subjetivo, un discurso creíble y que, durante el tiempo necesario para la lectura del relato, sea atrape por completo el foco de conciencia del lector. Porque, después de todo, en el pensamiento en general, pero con mayor incidencia en el pensamiento narrativo, las imágenes y el lenguaje son un todo indisoluble y me atrevo a decir que no es posible pensar sin palabras. El lenguaje es el responsable principal del pensamiento y por ello tienen una influencia tan grande las variables culturales en los procesos y los productos del pensamiento, toda vez que el lenguaje es el medio fundamental de transmisión de los patrones culturales vigentes en un tiempo y lugar de la historia. En este sentido, cuando, por arte de la inspiración o la lectura, se nos ocurre una genial idea. Ésta aparece ya encuadrada y e impregnada de algunas expresiones lingüísticas que reflejan el ambiente que se quiere transmitir. De igual forma, podemos pensar ahora en cuántas novelas hemos leído cuya trama principal es, prácticamente, la misma: el amor, el exilio, el paso del tiempo, la infancia. Sin embargo, lo que hace de una novela una gran obra es la forma en que está escrita, el flujo discursivo de un escritor que, por suerte, quedó plasmado en papel y ha llegado a nuestros días. En los aficionados a escribir literatura, la enfermedad de la lectura se ha hecho fuerte y esto nos ha provocado una nueva dolencia, la escritura. Intentamos escribir y escribimos con la cabeza llena de Rulfo, Cortázar, Borges, Umbral, la última novela que nos traemos entre manos, y a menudo eso nos hace ser malos emuladores de aquellos a quienes tanto admiramos. Sabemos que es necesario tener maestros, pero necesitamos desligarnos de ellos. Queremos escribir nuestra obra, nuestra gran obra, sin darnos cuenta de un hecho clave: los mejores escritores son los que han sabido reflejar su época en las historias que escribían, sin hacer panfletos, sin confundirnos con el periodismo, sin caer en un excesivo autobiografismo. Por ello, hoy me gustaría pedir que miráramos a nuestro mundo, a estos días que nos toca vivir, al agotamiento de los modos de vida que nos ha impuesto la libertad total de mercado, al exceso de información que está haciendo del conocimiento una superficial información, a las conquistas en derechos civiles que dan cierta esperanza a este mundo, al juego al que sometemos a las personas de los países empobrecidos, a la decadencia violenta del machismo, a toda esa generación de personas en torno a los cincuenta años que se ha pasado la vida trabajando, sirviendo a sus padres y a sus hijos y ahora ve peligrar su jubilación por gracia de una crisis financiera con la que nada tienen que ver. En todas estas brechas de existencia está una de las grandes novelas de nuestro tiempo, siempre que seamos capaces de sustraernos de lo panfletario y lo vanal.
A pesar de las gloriosas navidades que todos seguro habremos pasado, unas navidades en las que no pueden faltar los excesos en la dieta (tanto que la palabra dieta me parece completamente absurda). A pesar de la persistente tristeza, que siempre aparece en determinados momentos de las fechas señaladas por mucho que nos hagamos firmes propósitos de felicidad o tratemos de mantener la mente ocupada con ayuda de la vida social y de la neuroquímica. A pesar de la vuelta al trabajo y de los síntomas que nos provoca la profesión, que no perdonan, que nos inducen una sensación de estar atados en corto y nos recuerdan constantemente dónde está nuestro principal instrumento de trabajo. A pesar de tener que soportar de manera inmisericorde la proclamación empalagosa y constante de nuevos héroes, mitos y genios de la canción, las letras y el celuloide, tendencia que se ve aumentada con la llegada de la Navidad, el incremento del consumo y los recurrentes intentos por revisar y resumir el año que se escapa. A pesar de todo, tenemos el derecho y la obligación de reponernos, de mirar al mundo de frente y preguntarle a cada mañana por qué hoy no puede ser un buen día. Hace unos cuantos días el discurso de toma de posesión de Obama me hizo recordar que el destino tiene parte de trabajo, que la fatalidad tiene mucho de actitud voluntaria, que el azar es casi siempre producto de negligencia o pereza, que la vida cambia gracias a nuestras acciones y omisiones, que no debemos mostrarnos derrotados por la crisis o por dramas como el de Gaza, sino encararlos y asumir que son luchas a largo plazo. En el terreno cultural, para salir de la crisis en lo cotidiano y lo afectivo, yo propongo los clásicos del siglo XX. No niego el valor de las novedades, pero no debemos olvidar que novedad no tiene nada que ver con bondad o con calidad, aunque rimen descaradamente. Alguien escribió alguna vez que el problema de los suplementos culturales de la prensa es que encuentran un gran libro todas las semanas. Esta frase resume con claridad lo que quiero decir. En definitiva, la calidad es un camino que se recorre con esfuerzo y motivación y su reconocimiento requiere cierta perspectiva temporal que nos permita apreciar la imagen más completa, ya que con frecuencia lo nuevo, el corto plazo, nos distorsionan la percepción (si no me creen pregunten a Vetusta Morla). Yo recomiendo para estos días fríos y difíciles a creadores que nos hagan pensar y nos ayuden a identificar de dónde venimos y cómo vamos: Miguel Hernádez, los Poemas Humanos de César Vallejo, Cernuda, Alberti, Gil de Biedma, Silvio Rodríguez, Ara Dinkjian (para las sobremesas), Nina Simone, Costa Gavras y ya me callo, lo prometo.