viernes, 30 de enero de 2009

Con frecuencia, a los que nos da por la literatura y, en concreto, a los que nos da por incurrir en el terreno de la narrativa, nos encontramos con el famoso miedo del papel en blanco, la incapacidad para producir ideas ingeniosas, tramas intrigantes o que mantengan en tensión, personajes bien formados que no sean clones disfrazados del propio yo, en definitiva, la incapacidad de producir un discurso de lo subjetivo, un discurso creíble y que, durante el tiempo necesario para la lectura del relato, sea atrape por completo el foco de conciencia del lector. Porque, después de todo, en el pensamiento en general, pero con mayor incidencia en el pensamiento narrativo, las imágenes y el lenguaje son un todo indisoluble y me atrevo a decir que no es posible pensar sin palabras. El lenguaje es el responsable principal del pensamiento y por ello tienen una influencia tan grande las variables culturales en los procesos y los productos del pensamiento, toda vez que el lenguaje es el medio fundamental de transmisión de los patrones culturales vigentes en un tiempo y lugar de la historia. En este sentido, cuando, por arte de la inspiración o la lectura, se nos ocurre una genial idea. Ésta aparece ya encuadrada y e impregnada de algunas expresiones lingüísticas que reflejan el ambiente que se quiere transmitir. De igual forma, podemos pensar ahora en cuántas novelas hemos leído cuya trama principal es, prácticamente, la misma: el amor, el exilio, el paso del tiempo, la infancia. Sin embargo, lo que hace de una novela una gran obra es la forma en que está escrita, el flujo discursivo de un escritor que, por suerte, quedó plasmado en papel y ha llegado a nuestros días. En los aficionados a escribir literatura, la enfermedad de la lectura se ha hecho fuerte y esto nos ha provocado una nueva dolencia, la escritura. Intentamos escribir y escribimos con la cabeza llena de Rulfo, Cortázar, Borges, Umbral, la última novela que nos traemos entre manos, y a menudo eso nos hace ser malos emuladores de aquellos a quienes tanto admiramos. Sabemos que es necesario tener maestros, pero necesitamos desligarnos de ellos. Queremos escribir nuestra obra, nuestra gran obra, sin darnos cuenta de un hecho clave: los mejores escritores son los que han sabido reflejar su época en las historias que escribían, sin hacer panfletos, sin confundirnos con el periodismo, sin caer en un excesivo autobiografismo. Por ello, hoy me gustaría pedir que miráramos a nuestro mundo, a estos días que nos toca vivir, al agotamiento de los modos de vida que nos ha impuesto la libertad total de mercado, al exceso de información que está haciendo del conocimiento una superficial información, a las conquistas en derechos civiles que dan cierta esperanza a este mundo, al juego al que sometemos a las personas de los países empobrecidos, a la decadencia violenta del machismo, a toda esa generación de personas en torno a los cincuenta años que se ha pasado la vida trabajando, sirviendo a sus padres y a sus hijos y ahora ve peligrar su jubilación por gracia de una crisis financiera con la que nada tienen que ver. En todas estas brechas de existencia está una de las grandes novelas de nuestro tiempo, siempre que seamos capaces de sustraernos de lo panfletario y lo vanal.

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