Probablemente como
consecuencia de algún reencuentro reciente, últimamente me asaltan
recuerdos anecdóticos vinculados a aquel hábito (que tanto
repetimos durante años) de beber en la calle sin demasiada mesura.
Hablando claro: de aquellas noches de botellón.
Es normal que nos gustara aquello, que no nos aburriéramos ni
viéramos inconveniente alguno en nimiedades como el frío. Después
de todo, nos estábamos apropiando del mundo o, más bien, de nuestra
ciudad. Era una forma (tonta, sí) de reafirmarnos en un sentido
social y personal. En el fondo, lo que más nos importaba eran los
otros, el inacabable escaparate de gente que nos rodeaba. En el fondo
(y creo que puedo hablar en nombre de muchos de mis amigos), lo que
más valorábamos eran las horas de conversación, una conversación
(claro está) estimulada por la característica desinhibición que el
alcohol facilitaba.
Con toda seguridad, pequé
de cierta pedantería en aquellos años en más de una ocasión, ya
que recuerdo haber hablado mucho sobre política, libros, música y
cine. Aunque eran la trochería y el chiste fácil lo que
predominaba, es cierto que tenía (teníamos, no era el único)
costumbres irrenunciables, como la de elevar a los altares de la
música a bandas menores. Hay muchos buenos botones como muestra. Por
supuesto, si incurrí en ciertas actitudes, lo hice de forma
inconsciente. La adolescente necesidad de mostrar mi carácter
cerebral me duró más tiempo del recomendado, pero creo que siempre
me han controlado de forma suficiente cierta humildad y un gran
sentido del ridículo.
Recuerdo que una noche
cualquiera hablaba sobre cine con un conocido, uno de esos muchos
conocidos a los que se veía de forma irregular durante el año y con
los que se acababa hablando sobre cualquier cosa sin importancia. En
un momento de la conversación, el tipo me pregunta por el título de
una película. Confiando en que yo la hubiera visto, me espeta una
expresión en inglés como pista que acabara evocando el dato que su
memoria le negaba. Supongo que el recurso al inglés pretendía,
además, dejarme claro que él la había visto en versión original.
Yo no había visto aquella película y, como no podía ser de otra
manera, eso fue lo que le dije. Su reacción a mi respuesta me sigue
sorprendiendo unos catorce años después. Dijo, textualmente: “¡Qué
asco de ciudad!” No escribo esto con la intención de hacer una
defensa cerrada de Huelva. Tampoco lo hago porque recuerde el
episodio como una “pedrada” a mi autoestima. De hecho, sí que
recuerdo no haber entendido por qué su frase no fue “¡Qué asco
de tío!” o algún tipo de referencia a mi analfabetismo cultural.
Pasó el tiempo y nunca
vi aquella película. Al escribir estas líneas, he podido comprobar
aquello de la poca fiabilidad de la memoria. Creía recordar aquella
expresión en inglés y creía, por tanto, que sería capaz de
encontrar su título con la ayuda Google para poder ilustrar esta
entrada. Tampoco recuerdo muy bien si fue antes o después cuando
supe de algunas otras historias esperpénticas protagonizadas por el
mismo héroe. Sobre esas otras, como se puede entender, no escribiré
nada. Sí diré, sin embargo, que sigo cruzándomelo de forma
ocasional y, aunque sé que no es razonable, siento cierta lástima,
cierta compasión. No sé si por la gratuidad de sus juicios o por su
inevitable necesidad de resiganción.