jueves, 14 de enero de 2016

Compinches de San Pedro y Ermita

Probablemente como consecuencia de algún reencuentro reciente, últimamente me asaltan recuerdos anecdóticos vinculados a aquel hábito (que tanto repetimos durante años) de beber en la calle sin demasiada mesura. Hablando claro: de aquellas noches de botellón. Es normal que nos gustara aquello, que no nos aburriéramos ni viéramos inconveniente alguno en nimiedades como el frío. Después de todo, nos estábamos apropiando del mundo o, más bien, de nuestra ciudad. Era una forma (tonta, sí) de reafirmarnos en un sentido social y personal. En el fondo, lo que más nos importaba eran los otros, el inacabable escaparate de gente que nos rodeaba. En el fondo (y creo que puedo hablar en nombre de muchos de mis amigos), lo que más valorábamos eran las horas de conversación, una conversación (claro está) estimulada por la característica desinhibición que el alcohol facilitaba.

Con toda seguridad, pequé de cierta pedantería en aquellos años en más de una ocasión, ya que recuerdo haber hablado mucho sobre política, libros, música y cine. Aunque eran la trochería y el chiste fácil lo que predominaba, es cierto que tenía (teníamos, no era el único) costumbres irrenunciables, como la de elevar a los altares de la música a bandas menores. Hay muchos buenos botones como muestra. Por supuesto, si incurrí en ciertas actitudes, lo hice de forma inconsciente. La adolescente necesidad de mostrar mi carácter cerebral me duró más tiempo del recomendado, pero creo que siempre me han controlado de forma suficiente cierta humildad y un gran sentido del ridículo.

Recuerdo que una noche cualquiera hablaba sobre cine con un conocido, uno de esos muchos conocidos a los que se veía de forma irregular durante el año y con los que se acababa hablando sobre cualquier cosa sin importancia. En un momento de la conversación, el tipo me pregunta por el título de una película. Confiando en que yo la hubiera visto, me espeta una expresión en inglés como pista que acabara evocando el dato que su memoria le negaba. Supongo que el recurso al inglés pretendía, además, dejarme claro que él la había visto en versión original. Yo no había visto aquella película y, como no podía ser de otra manera, eso fue lo que le dije. Su reacción a mi respuesta me sigue sorprendiendo unos catorce años después. Dijo, textualmente: “¡Qué asco de ciudad!” No escribo esto con la intención de hacer una defensa cerrada de Huelva. Tampoco lo hago porque recuerde el episodio como una “pedrada” a mi autoestima. De hecho, sí que recuerdo no haber entendido por qué su frase no fue “¡Qué asco de tío!” o algún tipo de referencia a mi analfabetismo cultural.

Pasó el tiempo y nunca vi aquella película. Al escribir estas líneas, he podido comprobar aquello de la poca fiabilidad de la memoria. Creía recordar aquella expresión en inglés y creía, por tanto, que sería capaz de encontrar su título con la ayuda Google para poder ilustrar esta entrada. Tampoco recuerdo muy bien si fue antes o después cuando supe de algunas otras historias esperpénticas protagonizadas por el mismo héroe. Sobre esas otras, como se puede entender, no escribiré nada. Sí diré, sin embargo, que sigo cruzándomelo de forma ocasional y, aunque sé que no es razonable, siento cierta lástima, cierta compasión. No sé si por la gratuidad de sus juicios o por su inevitable necesidad de resiganción.