No soy, precisamente, un
gran conocedor de Bolaño. Leí Estrella distante con placer
hace ya muchos años (más de 7, de eso estoy seguro). Sin embargo,
probablemente por influencia de las horas de conversación sobre
libros con mi amigo Daniel Salguero, don Roberto es uno de esos
escritores que me producen cierto remordimiento de conciencia. Cuando
casualmente me encuentro con su nombre, me invade la idea superficial
de tener con él una deuda permanente, una idea que se fundamenta en que aún no he leído Los detectives salvajes y en que algo me
dice que, para bien o para mal, estoy llegando demasiado tarde a esa
novela (casi un símbolo, casi un mito). Con este amasijo de
pensamientos, empecé a leer Una novelita lumpen en busca de
un poco de narrativa, algo breve que me permitiese distraerme de
tantísimo Vallejo como llevaba encima, una de esas lecturas rápidas
que, independientemente, de otro tipo de valoraciones dejan cierto
sabor a éxito cuando están recién consumadas.
¿Qué pasaría si en
este momento me sintiera tentado a poner el punto final? El
interrogante con que comienzo el párrafo no es una broma. ¿Qué pensaría el lector de esta entrada si solamente dispusiera del
primero de sus párrafos? Evidentemente, se trata de una pregunta
retórica, una pregunta innecesaria que lanzo para que el lector
comprenda la perplejidad que me invadió al llegar al final de Una
novelita lumpen. La historia de orfandad y maduración prematura
a golpes de realidad y crudeza que protagonizan Bianca y su hermano
demuestra con claridad que Bolaño es un genio en el trazado
narrativo de universos marginales y decadentes. El anonimato
característico de un barrio perteneciente a una gran cuidad tiene
como escenarios los que, sobradamente, conocemos: un videoclub, un
gimnasio, una peluquería. Y el desarrollo de acontecimientos es el
propio de una heredada tradición de picaresca y exaltación del
personaje íntimo cuyas circunstancias le empujan hacia el delito y
la degradación. Se describe con maestría un descubrimiento del sexo
desde sus ángulos menos benevolentes y reconfortantes, un
descubrimiento trágicamente prematuro del sexo como mercancía, como
herramienta, como llave de acceso. Esta es la senda en la que se
adentra Bianca, no sin cierto consentimiento propio, de la mano de
dos borrosos gallos adictos
al culturismo y del ser mitológico al que la conducen, Maciste, un
semidios en franca decadencia, otro ciego que añadir al catálogo de
personajes literarios que tienen la suficiente entidad como para
encontrar un hueco en la memoria colectiva del mundillo literario. La
relación entre Bianca y Maciste tiene un extraño magnetismo
manchado de cierto asco para el lector. Probablemente ya exista, pero
si no es así, alguna voz autorizada debería plantearse cierto
análisis comparativo entre el episodio del ciego en “Lazarillo de
Tormes” y el negocio carnal fuera de toda ética que se establece
en esta novela entre el ídolo vencido y despreciable y la ninfa
cruel y desvalida. Sobre esta sopa primordial,
cae repentinamente un telón brusco y la novela termina sin desenlace
y sin camino al desenlace. Como si yo decidiera...
No soy un experto en
crítica literaria, ni creo tener una capacidad suficiente de
análisis sobre estructuras narrativas como para poder emitir un
juicio sobre esta novela o, más bien, sobre su desconcertante final.
Sí voy a permitirme, en cambio, sugerir posibles explicaciones que
me han inspirado un rápido y superficial repaso por la red. Según
parece, se trata de una novela escrita por encargo de la Editorial
Mondadori para ser incluida en una colección de libros relacionados
con ciudades o ambientados en ellas. La historia transcurre en Roma y
se han escrito artículos en los que se afirma que Roma es un
personaje, que no podría suceder esta trama en ningún otro lugar e,
incluso, que la visión desdibujada y fragmentaria que de la ciudad
se ofrece es una especie de metáfora que refleja el oscuro tiempo al
que nos ha conducido la globalización capitalista. En mi opinión,
todos estos enfoques son muy respetables, pero demasiado optimistas
en la atribución de intenciones semánticas. Aunque probablemente me
equivoque, yo no veo en la Roma de Una novelita lumpen nada
que vaya más allá de un topónimo usado como requisito. Y, por lo
que se refiere a su final, me gustaría no estar pensando en las
prisas con las que, demasiadas veces, se abordan los encargos. En
cualquier caso (y tomándome la libertad de adaptar una frasecita de
Borges), las opiniones sobre la novela contemporánea de un maestro
de primaria no deberían ser tomadas muy en cuenta.