miércoles, 14 de enero de 2015

Una columnita tardía

No soy, precisamente, un gran conocedor de Bolaño. Leí Estrella distante con placer hace ya muchos años (más de 7, de eso estoy seguro). Sin embargo, probablemente por influencia de las horas de conversación sobre libros con mi amigo Daniel Salguero, don Roberto es uno de esos escritores que me producen cierto remordimiento de conciencia. Cuando casualmente me encuentro con su nombre, me invade la idea superficial de tener con él una deuda permanente, una idea que se fundamenta en que aún no he leído Los detectives salvajes y en que algo me dice que, para bien o para mal, estoy llegando demasiado tarde a esa novela (casi un símbolo, casi un mito). Con este amasijo de pensamientos, empecé a leer Una novelita lumpen en busca de un poco de narrativa, algo breve que me permitiese distraerme de tantísimo Vallejo como llevaba encima, una de esas lecturas rápidas que, independientemente, de otro tipo de valoraciones dejan cierto sabor a éxito cuando están recién consumadas.

¿Qué pasaría si en este momento me sintiera tentado a poner el punto final? El interrogante con que comienzo el párrafo no es una broma. ¿Qué pensaría el lector de esta entrada si solamente dispusiera del primero de sus párrafos? Evidentemente, se trata de una pregunta retórica, una pregunta innecesaria que lanzo para que el lector comprenda la perplejidad que me invadió al llegar al final de Una novelita lumpen. La historia de orfandad y maduración prematura a golpes de realidad y crudeza que protagonizan Bianca y su hermano demuestra con claridad que Bolaño es un genio en el trazado narrativo de universos marginales y decadentes. El anonimato característico de un barrio perteneciente a una gran cuidad tiene como escenarios los que, sobradamente, conocemos: un videoclub, un gimnasio, una peluquería. Y el desarrollo de acontecimientos es el propio de una heredada tradición de picaresca y exaltación del personaje íntimo cuyas circunstancias le empujan hacia el delito y la degradación. Se describe con maestría un descubrimiento del sexo desde sus ángulos menos benevolentes y reconfortantes, un descubrimiento trágicamente prematuro del sexo como mercancía, como herramienta, como llave de acceso. Esta es la senda en la que se adentra Bianca, no sin cierto consentimiento propio, de la mano de dos borrosos gallos adictos al culturismo y del ser mitológico al que la conducen, Maciste, un semidios en franca decadencia, otro ciego que añadir al catálogo de personajes literarios que tienen la suficiente entidad como para encontrar un hueco en la memoria colectiva del mundillo literario. La relación entre Bianca y Maciste tiene un extraño magnetismo manchado de cierto asco para el lector. Probablemente ya exista, pero si no es así, alguna voz autorizada debería plantearse cierto análisis comparativo entre el episodio del ciego en “Lazarillo de Tormes” y el negocio carnal fuera de toda ética que se establece en esta novela entre el ídolo vencido y despreciable y la ninfa cruel y desvalida. Sobre esta sopa primordial, cae repentinamente un telón brusco y la novela termina sin desenlace y sin camino al desenlace. Como si yo decidiera...

No soy un experto en crítica literaria, ni creo tener una capacidad suficiente de análisis sobre estructuras narrativas como para poder emitir un juicio sobre esta novela o, más bien, sobre su desconcertante final. Sí voy a permitirme, en cambio, sugerir posibles explicaciones que me han inspirado un rápido y superficial repaso por la red. Según parece, se trata de una novela escrita por encargo de la Editorial Mondadori para ser incluida en una colección de libros relacionados con ciudades o ambientados en ellas. La historia transcurre en Roma y se han escrito artículos en los que se afirma que Roma es un personaje, que no podría suceder esta trama en ningún otro lugar e, incluso, que la visión desdibujada y fragmentaria que de la ciudad se ofrece es una especie de metáfora que refleja el oscuro tiempo al que nos ha conducido la globalización capitalista. En mi opinión, todos estos enfoques son muy respetables, pero demasiado optimistas en la atribución de intenciones semánticas. Aunque probablemente me equivoque, yo no veo en la Roma de Una novelita lumpen nada que vaya más allá de un topónimo usado como requisito. Y, por lo que se refiere a su final, me gustaría no estar pensando en las prisas con las que, demasiadas veces, se abordan los encargos. En cualquier caso (y tomándome la libertad de adaptar una frasecita de Borges), las opiniones sobre la novela contemporánea de un maestro de primaria no deberían ser tomadas muy en cuenta.