miércoles, 21 de abril de 2010

Calderón, un moderno

Nació en 1600 y murió en 1681. Fue militar y sacerdote. Y, sobre todo, Pedro Calderón de la Barca y Barreda González de Henao Ruiz de Blasco y Riaño fue un visionario, un adelantado a su tiempo, un hombre con una independencia real de pensamiento y que, afortunadamente, pudo ejercer una fecunda carrera literaria de la que hoy podemos beneficiarnos de forma intelectual y lúdica. Su obra La vida es sueño es uno de esos libros de los que todos creen saber algo y que cada vez menos leen. Uno de esos libros que la moderna oleada de bestsellers ha hecho caer en la desgracia de la desatención. Últimamente, me cuesta usar la palabra clásico para alabar las obras prestigiosas del pasado por la facilidad con que éste adjetivo se ha venido degradando y aplicando a realidades recientes que se sospecha pervivirán en el recuerdo colectivo, independientemente de su calidad. Con La vida es sueño esta reticencia es doble, ya que se trata de una obra que se posiciona en contra de la inexorabilidad del destino con ideas radicalmente vigentes. En pleno siglo XVII, Calderón presenta sus argumentos en la trama de los personajes como un Dios que se manifiesta a través de milagros. Siglos antes de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, del método científico, de la separación de poderes, de la presunción de inocencia, Calderón nos cuenta la historia de una detención arbitraria, de una vida institucionalizada, de un juicio montado con especulaciones y creencias y de una condena impuesta a un hombre, simplemente, por ser quien es. El enfrentamiento filosófico que plantea el libro es claro: ¿está nuestro destino escrito y predeterminado o es el hombre responsable de su destino? Probablemente, si Calderón pudiera comprobar las mentalidades de nuestro mundo, se quedaría profundamente sorprendido. Él, que no disfrutó de un sistema educativo público y gratuito, que no tuvo acceso a las tecnologías de la información y la comunicación, que no pudo hacer un máster para jóvenes emprendedores en la Universidad de Harvard, supo ver hace unos 375 años que es el hombre el que escribe día a día su destino con sus aciertos y errores, con sus acciones y omisiones, y que existen circunstancias que pueden inclinar nuestras decisiones pero nunca determinarlas por completo. Sin embargo, hoy están aún muy extendidas las ideas deterministas, ese pesimismo visceral que conduce a la inacción, a la pasividad y al conformismo. Por ello, me gustaría acabar recomendando la lectura de La vida es sueño, recomendando su inclusión entre los libros de lectura obligatoria en la formación de adolescentes. Quizá esta sea una pieza de la terapia contra la desidia y la anestesia moral de nuestro tiempo.

miércoles, 7 de abril de 2010

Spleen de Madrid

A Charles Baudelaire le debemos muchas cosas. Desde una explicación de la teoría de las correspondencias sin acudir a complicados presupuestos filosóficos hasta una desmitificación del cannabis mucho antes de la extensión a gran escala de su consumo en el mundo occidental. A Baudelaire, entre otros, le debemos la conciencia de que existió un París sucio, feo, vulgar, un París que nada tiene que ver con la imagen de los enamorados y la vida cultural. Por si fuera poco, le debemos una obra literaria de calidad, en la que destaca por su fama Las flores del mal, ese extenso poemario demasiado impregnado de impostura como para ser leído en la edad adulta y demasiado exigente de intelectualidad y compromiso como para ser leído en la adolescencia. Las flores del mal es un libro inmenso, magnífico, con sus altibajos comprensibles teniendo en cuenta el elevado número de composiciones que lo conforman. Se trata de un libro cuya calidad ha justificado plenamente su vigencia y que, sin necesidad, se ha forjado una aureola de misterio en torno a él que lo hace aún más atractivo antes de acometerlo. Tras su lectura reposada, una pregunta no resuelta flota en el aire: ¿era Baudelaire un verdadero revolucionario o, simplemente, un provocador? Nunca podremos saberlo con seguridad. Desde mi punto de vista, Baudelaire solo trataba de escandalizar a la bienpensante sociedad burguesa. Su compromiso intelectual le llevaba a actuar como un enfant terrible y a combatir la decadencia de los modos de vida burgueses con más decadencia, con una exagerada alabanza de los aspectos más tétricos y desagradables de la realidad. Por esta razón, creo que el juicio a Las flores del mal supuso, más allá de la sanción y la censura, un triunfo del poeta. El fiscal Pinard, pensando en la labor tan importante que hacía para la limpieza moral del país, lo que consiguió fue dar al libro un protagonismo cuyas consecuencias ya no pueden calcularse. A partir de entonces, Las flores del mal sería para siempre el libro que condenó la justicia y algo verdadero o importante debía de haber en él cuando se tomaban tantas molestias. Mientras escribo estas líneas, pienso en la injusta situación a la que se está viendo sometido el Juez Baltasar Garzón por tener la osadía de iniciar las investigaciones sobre los crímenes cometidos durante la dictadura franquista y creo que el destino de estas maniobras es el mismo que el de la sentencia contra Baudelaire: poner más de manifiesto el insostenible silencio oficial sobre las víctimas y desaparecidos del franquismo, así como la escasa imparcialidad política que caracteriza todavía hoy a la justicia española.

Una idea

La música es una pedagogía sin dolor.