miércoles, 10 de agosto de 2011

El lujo de la cotidianidad

Supongo que esta prolongada y desquiciante crisis económica y política que vivimos tiene, al menos, la virtud de acentuar el valor de las pequeñas cosas. Durante este verano, he descubierto que caminar despreocupadamente con mi padre por la playa sumidos en nuestras conversaciones habituales es un auténtico privilegio. No quiero transmitir una imagen errónea de estos paseos. Evidentemente, mi padre y yo hablamos mucho durante las casi dos horas que empleamos en esta actividad física. Sin embargo, no se trata de esas charlas incesantes y que se enlazan en una cadena infinita. Para nada. Quizá la mayor satisfacción de estos momentos es que las múltiples y desconectadas conversaciones están separadas por salpicados silencios. Unos silencios que (quiero pensar) nacen de la comodidad y el buen entendimiento que hemos conseguido, al fin, después de muchos años. El guion de los temas que abordamos suele ser siempre el mismo. Es imprescindible el repaso a las últimas novedades en el mundo del fútbol, más concretamente, de nuestro equipo y, aunque los dos sabemos que nos dejamos llevar por las pasiones de una mala telenovela, ya se sabe que el fútbol es, básicamente, un sentimiento y, a sentimentales, a ver quién es el listo que nos gana a Enrique Zumalabe padre y a Enriquito Zumalabe hijo. Normalmente, la siguiente fase es una zona mixta en la que yo suelo pedir a mi padre que me detalle alguna historia de uno de sus muchos amigos, por lo general triste, que mi madre me ha mencionado y sin duda él conoce mejor. De la misma forma, mi padre me pregunta por aquéllos de mis amigos que mejor conoce, encontró trabajo por fin, cómo le pusieron al niño, sigue viviendo en Madrid y, en definitiva, la vida que avanza sin freno aunque la luz que baña el paisaje en ese instante parezca eterna. Pero lo que más me gusta es lo que viene después, cuando tomando cualquier excusa, a partir de una noticia de actualidad o de una observación curiosa pero intrascendente, le pregunto o él me habla sin necesidad de preguntarle sobre aquella Huelva tan distinta en la que pasó su juventud. Me encantan las historietas que me cuenta sobre aquel tiempo y creo que es la verdadera Historia de la ciudad la que se cuece en las voces y los ambientes ya perdidos que mi padre evoca. Y me habla de la gran cantidad de cines y de sus correspondientes cines de verano que había en Huelva y es capaz de recordar en cuáles de ellos vio esos clásicos en blanco y negro que ahora algunos veneramos desde la soledad de nuestras casas. Me habla de las miserias morales de la dictadura y me detalla cómo un conocido miembro de las fuerzas de seguridad del estado de nuestra ciudad tenía un infalible método para conseguir que los detenidos hablaran en los interrogatorios. Volcaba en el suelo un saco de garbanzos y obligaba al detenido a andar de rodillas hasta que “cantaba”. Y me habla de la antigua Pescadería, del Quitasueño y de una vida que ya solo existe en la memoria colectiva de una generación que envejece y que quizá debiéramos preocuparnos por preservar, en todos sus pequeños detalles. Porque, en esta situación que vivimos, nos quedan pocos consuelos o pocos argumentos que sepan funcionar como consuelo. Porque, probablemente, uno de esos escasos consuelos con los que contamos está en los pequeños placeres que nos ofrece un día cualquiera, así como en nuestra capacidad de contarnos historias tristes o felices para descubrir que la esencia de la vida permanece inalterable al paso de las generaciones. Porque frente a la angustia que produce la riada de pesimismo global que nos rodea, nos queda (me queda, al menos) la posibilidad de refugiarnos en el lujo de la cotidianidad.