Afortunadamente, la
poesía se ha quedado al margen de los recortes que se han venido
aprobando en nuestro país y de los que se prevén a partir de los
rumores y los debates de actualidad pública. Alguna ventaja tenía
que tener aficionarse a una actividad tan económicamente
improductiva. Esperemos que no se encuentre ningún hilo suelto para
relacionar los poemas con el déficit del Estado, porque, a partir de
ese preciso instante, podríamos encontrarnos con que el consejo de
Ministros, con la firme intención de conseguir la nivelación de las
desigualdades sociales, decidiera limitar el número de versos por
poema o la imposición de una tasa por la organización de recitales,
salvo para parados de larga duración. Al margen de bromas, escribo
esta tarde para mostrar mis dudas, mi absoluta desorientación hacia
cuál debe ser la actitud que deben tomar ante la crisis aquellos que
se toman la poesía como un asunto lo suficientemente serio como para
perder el tiempo en él. Y no me refiero aquí al contenido de los
poemas, al tipo de acciones que se esperan o las respuestas que se
muestren ante los acontecimientos que vivimos. Evidentemente, éstas
son consideraciones que tienen que ver con lo ideológico y no soy
tan ingenuo como para pensar que todo el que se mueve alrededor de
este mundillo está sesgado por el mismo corte político. Pero sí
creo que se hace necesario abrir un proceso de reflexión sobre la
responsabilidad, especialmente, la de aquellos que han tenido,
dependiendo de cada caso, la fortuna, el acierto o la desvergüenza
de disponer con cierta facilidad de dinero público para dar a
conocer sus obras y labrarse una carrera profesional como editores y
promotores de proyectos (talleres, encuentros, revistas) en el ámbito
de lo local. Que la poesía es y será siempre un género subsidiado
es un hecho innegable, ya sea desde el sector público o desde el
privado. Es decir, el poeta no necesita ningún tipo de inversión de
capitales fuertes para escribir, pero no es menos cierto que la
difusión de obras, la promoción de hábitos lectores y de consumo
de libros, los reconocimientos, los homenajes, solo pueden realizarse
con dinero y, en ningún caso, se trata de actividades económicamente
rentables. Mi pregunta va más allá. Siempre que se defienden este
tipo de iniciativas, se alude a beneficios secundarios, sin embargo
¿estamos realmente seguros de que todas las actividades en las que
se ha estado invirtiendo dinero público hasta ahora tienen
incidencia real en esos objetivos secundarios que se pretenden
conseguir? Me surgen estas dudas, especialmente, cuando pienso en la
cantidad de esfuerzos que se dedican a la promoción de actividades
de animación a la lectura en las que, precisamente, lo único que no
se hace es leer. ¿Podemos imaginar una escuela de fútbol en la que
no se disputara un solo partido? Quiero dejar claro que no estoy
defendiendo los recortes en cultura o en educación. En cambio, creo
que deberíamos empezar a plantearnos una revisión de los modelos de
promoción cultural que hemos estado implantado desde la óptica de
la responsabilidad, una responsabilidad entendida en un doble
sentido. En primer lugar, y atendiendo al momento en el que vivimos,
se nos han acabado las excusas para seguir planteando proyectos cuya
escasa eficacia es más que conocida. Hasta hace unos años, cuando
aún no estábamos inmersos en esta crisis, era fácil defender
cualquier proyecto cultural al contrastarlo con el despilfarro del
que hacían gala muchos personajes públicos. En este sentido, se
hace urgente un filtro de actividades e iniciativas por el que solo
pasen aquellas que verdaderamente se muestren más eficaces y útiles
para la promoción de los objetivos culturales, al mismo tiempo que
se hace ineludible la reducción de gastos innecesarios, aunque este
sea un terreno polémico. Si la clase política no quiere dar
ejemplo, desde el ámbito de la cultura, mi punto de vista es que no
se tiene elección. Estrechamente relacionado con esto, y en segundo
lugar, es la propia supervivencia del sector la que está en juego y
si, por esta causa, no estamos dispuestos a dar una imagen de
seriedad y competencia, estaremos abocados no solo a que se
justifique la desaparición de los fondos que hasta ahora se venían
destinando a este ámbito, además, en pocos años, no sería raro
encontrar catálogos editoriales en los que solo tengan cabida los
libros de texto y las novelas históricas.
lunes, 30 de abril de 2012
viernes, 20 de abril de 2012
La tregua
“La tregua”, segunda
parte de las memorias de Primo Levi recogidas en la Trilogía de
Auschwitz, empieza en el punto exacto en el que acaba la
magistral primera parte, en el día en que se libera el campo de
concentración. Como muchos otros de los escasos supervivientes al
infierno del holocausto, su salvación se produce por un curioso
azar, por su deficitario estado de salud. Al llegar el final de la de
la guerra, y ante las claras expectativas de derrota, se recibe en
los Lager la orden de abandonar los campos con los enfermos e
iniciar la tristemente famosa Marcha de la Muerte con el resto de los
prisioneros, como una manera eficaz de asegurarse la muerte del mayor
número de ellos. La liberación sorprende al autor en la rutina
diaria de sus últimos días de infierno y abandono, dejando entre la
nieve el cadáver de uno de los compañeros de cuarto en la
enfermería del campo. La fosa común estaba ya demasiado llena. Para
quien no lo sepa, Auschwitz es solo el nombre genérico que reciben
un conjunto de cuarenta campos de concentración cercanos al más
famoso y más grande de todos ellos, el que verdaderamente tenía
este nombre. El traslado de Primo Levi desde la Buna (su campo) hasta
el campo principal para comenzar con su largo proceso de recuperación
física supone el principio de su toma de conciencia sobre la
situación real que había vivido. Sin embargo, no estamos ante un
libro cuyo hilo conductor sea un discurso reflexivo sobre los límites
del mal en el pensamiento y la obra del ser humano. “La tregua”
imparte sus lecciones desde el relato de una experiencia vital con el
necesario punto de vista subjetivo que ha de tener toda buena
narración. “La tregua”, además, nos muestra esa parte del drama
que nunca nos cuentan las películas sobre el holocausto. Con
frecuencia, el cine se queda en la imagen famélica de los
supervivientes, en los oficiales alemanes detenidos por los rusos.
Pero, en una Europa dividida, destrozada por las secuelas de la
guerra, ¿cómo es el largo regreso a casa de aquellos que están
desposeídos de todo, a veces incluso de su propia identidad? Se
trata, por tanto, de un libro más novelado que cuenta la dramática
aventura del regreso a la patria del pasado, a la casa familiar, a la
ciudad que se había abandonado en un tren atestado por seiscientas
cincuenta personas de las solo tres regresarían. Esto no le resta
valor como una de las obras más importantes para la construcción de
una conciencia histórica y política. Se trata de una historia de
vagabundeo, de comercio clandestino, de enfermedades, de gestos que
revelan la condición animal del hombre, de ciudades destruidas, de
trueque, de reencuentros inesperados en paisajes que hoy son ya
irreconocibles. Es la historia de un desánimo constante que, sin
embargo, no conduce a una falta de interés por la vida; el desánimo
de un cuerpo que no termina de volver a su antigua vitalidad, de un
hambre que no parece saciarse nunca, de un destino que no termina de
aclararse, de una espera que parece eternizarse, de un viaje de
regreso en tren que se alarga excesivamente y, ya en territorio
italiano, el desánimo de la culpabilidad por sobrevivir ante la
cruda y silenciada realidad de aquellos que nunca iban a tener la
suerte de poder sorprender a sus familias con su regreso. A través
de Polonia, Rusia, Rumanía, Hungría, Checoslovaquia, Austria,
Alemania, otra vez Austria y, por fin, Italia, el relato va desde la
tranquila felicidad de una comida o la satisfacción de entenderse
con aquellos con los que no se comparte el idioma hasta la aterradora
descripción de la muerte de individuos que no podrán ser recordados
más que por el párrafo que Levi les dedica en su obra. Y, desde
cada una de sus páginas, nos da el mandato a los lectores de todos
los tiempos venideros de no olvidar ni mirar hacia otro lado en cada
una de las brechas donde nace la tragedia humana, un mandato
plenamente justificado por el sufrimiento de aquellos a los que le
tocó vivir una experiencia que les marcaría para siempre, más allá
del tatuaje con el número de identificación. Algo que solo puede
entenderse al leer ciertos pasajes como este con el que ya acabo y
que da cuenta de la irreparable herida que dejan el odio entre los
pueblos y los crímenes contra la humanidad en sus víctimas: “Pero
solo después de muchos meses fue desapareciendo mi costumbre de
andar con la mirada fija en el suelo, como buscando algo que comer o
meterme en el bolsillo apresuradamente para cambiarlo por pan; y no
ha dejado de visitarme a intervalos unas veces espaciados y otras
continuos un sueño lleno de espanto.”
Etiquetas:
Historia,
Libros,
Literatura,
Política,
Primo Levi
miércoles, 4 de abril de 2012
Lectores, el libro ha muerto.
Las conversaciones sobre
la muerte del libro tradicional a manos de los ebooks y los ereaders
me recuerdan a aquellas que mantenía en la infancia acerca de los
cambios que nos traería el futuro en la vida cotidiana. Muy típico
era imaginar que en el año 2000 veríamos volar los coches, pero
parece que llevamos doce años de retraso y, probablemente,
acumularemos muchos más. El futuro ya no es lo que era, decía mi
amigo Dani en tono de broma, no sé si consciente de que su frase
resume a la perfección la innegable distancia que existe entre lo
que imaginamos por anticipación del porvenir y las realidades que
nos acabamos encontrando ¿Estamos seguros de que el formato papel
está en riesgo? A la espera de que se publiquen los datos de 2011,
las conclusiones del Estudio de Comercio Interior del Libro en España
no son claras. El titular puede adivinarlo cualquiera: las ventas de
libros caen un 7% pero crecen en formato digital. Con todo, la
facturación alcanzó los 2890 millones de euros. En cambio, la
recaudación obtenida de la venta de libros en formato digital llegó
a los 70,50 millones de euros, lo que supone un crecimiento del 37%
con respecto al año anterior. Entrando un poco más en detalle, este
crecimiento no parece el esperado cuando llevamos ya varios años
escuchando que el ereader va a ser el regalo estrella de las
Navidades, la oferta de títulos se incrementó en el mismo año en
un 141% y, lo más importante en los tiempos en que vivimos, los
beneficios obtenidos a partir de la venta de títulos digitales
representan tan solo un 2,4% del total. No parece que la muerte del
formato papel sea, por tanto, un hecho tan claro en estos momentos.
Si, en plena crisis económica y en general social, un formato tan
aparentemente económico, cuyas ventajas en lo que se refiere al
espacio son tan evidentes y que cuenta a su favor con el factor moda
no ha sido capaz de hundir de forma más eficaz el mercado editorial
tradicional, es porque las noticias sobre la muerte del libro tal y
como lo conocemos estaban siendo muy exageradas. Como en todo
fenómeno de transformación cultural, gran parte de la evolución de
las tendencias deben su éxito no solo a la bondad de los cambios,
sino también al grado de acierto o error con el que se toman las
decisiones empresariales. El celo excesivo por monopolizar sectores
del mercado lleva con frecuencia a la autolimitación de los
beneficios, aunque a corto plazo pueda parecer lo contrario. Son
muchos los aspectos que podrían analizarse para dar explicaciones
sobre el extraño patrón de asentamiento que están teniendo los
ebooks en el panorama cultural. Empecemos por los soportes. Hay
muchísima gente que declara sufrir un cansancio prematuro al leer en
pantallas, especialmente, en pantallas de ordenador. Además, los
ereaders y tabletas están todavía a precios poco asequibles y el
cuidado que se debe poner en protegerlos de todo riesgo los excluye
de entornos de lectura tan placenteros como, por ejemplo, una playa.
Por otro lado, el tan alabado ahorro económico que se atribuye al
formato digital está más que sobrevalorado. En la página web de
una de las mayores cadenas de librerías nacionales, se ofrece Diario
de Invierno de Paul Auster en formato electrónico por 14,99 €.
Sin embargo, se pueden encontrar ediciones en papel por 18,90 €.
Desde luego, esta no es la mejor manera de convencer a un público
que sigue siendo reticente al cambio y que, con frecuencia, entiende
que los libros tienen una funcionalidad decorativa y sentimental
antes y después de su lectura. Después de leer un ebook, al lector
no le queda nada. Sin embargo, el libro, después de su lectura,
sigue siendo un objeto entrañable, empapado de emociones. Creo que
el debate tiene más sentido si se centra en géneros y tipos. La
literatura tardará mucho en sufrir la muerte del libro, si es que
llega a sufrirla alguna vez. Sin embargo, los libros técnicos sí
parecen estar avanzando hacia el polo de la digitalización a una
mayor velocidad. Según el Estudio ya citado, el 68,9% de los libros
vendidos en 2010 pertenecen al ámbito de la economía y el derecho.
Y detrás de este hecho está la realidad indeludible de los perfiles
de consumo. Evidentemente, no se siente tanto apego a un volumen de
Derecho Administrativo cuando se acaba de usarlo que, por poner un
ejemplo fácil, por un ejemplar de La voz a ti debida después
de una primera lectura. De momento, esta realidad no se puede
rebatir.
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