lunes, 30 de abril de 2012

Poesía y crisis económica


Afortunadamente, la poesía se ha quedado al margen de los recortes que se han venido aprobando en nuestro país y de los que se prevén a partir de los rumores y los debates de actualidad pública. Alguna ventaja tenía que tener aficionarse a una actividad tan económicamente improductiva. Esperemos que no se encuentre ningún hilo suelto para relacionar los poemas con el déficit del Estado, porque, a partir de ese preciso instante, podríamos encontrarnos con que el consejo de Ministros, con la firme intención de conseguir la nivelación de las desigualdades sociales, decidiera limitar el número de versos por poema o la imposición de una tasa por la organización de recitales, salvo para parados de larga duración. Al margen de bromas, escribo esta tarde para mostrar mis dudas, mi absoluta desorientación hacia cuál debe ser la actitud que deben tomar ante la crisis aquellos que se toman la poesía como un asunto lo suficientemente serio como para perder el tiempo en él. Y no me refiero aquí al contenido de los poemas, al tipo de acciones que se esperan o las respuestas que se muestren ante los acontecimientos que vivimos. Evidentemente, éstas son consideraciones que tienen que ver con lo ideológico y no soy tan ingenuo como para pensar que todo el que se mueve alrededor de este mundillo está sesgado por el mismo corte político. Pero sí creo que se hace necesario abrir un proceso de reflexión sobre la responsabilidad, especialmente, la de aquellos que han tenido, dependiendo de cada caso, la fortuna, el acierto o la desvergüenza de disponer con cierta facilidad de dinero público para dar a conocer sus obras y labrarse una carrera profesional como editores y promotores de proyectos (talleres, encuentros, revistas) en el ámbito de lo local. Que la poesía es y será siempre un género subsidiado es un hecho innegable, ya sea desde el sector público o desde el privado. Es decir, el poeta no necesita ningún tipo de inversión de capitales fuertes para escribir, pero no es menos cierto que la difusión de obras, la promoción de hábitos lectores y de consumo de libros, los reconocimientos, los homenajes, solo pueden realizarse con dinero y, en ningún caso, se trata de actividades económicamente rentables. Mi pregunta va más allá. Siempre que se defienden este tipo de iniciativas, se alude a beneficios secundarios, sin embargo ¿estamos realmente seguros de que todas las actividades en las que se ha estado invirtiendo dinero público hasta ahora tienen incidencia real en esos objetivos secundarios que se pretenden conseguir? Me surgen estas dudas, especialmente, cuando pienso en la cantidad de esfuerzos que se dedican a la promoción de actividades de animación a la lectura en las que, precisamente, lo único que no se hace es leer. ¿Podemos imaginar una escuela de fútbol en la que no se disputara un solo partido? Quiero dejar claro que no estoy defendiendo los recortes en cultura o en educación. En cambio, creo que deberíamos empezar a plantearnos una revisión de los modelos de promoción cultural que hemos estado implantado desde la óptica de la responsabilidad, una responsabilidad entendida en un doble sentido. En primer lugar, y atendiendo al momento en el que vivimos, se nos han acabado las excusas para seguir planteando proyectos cuya escasa eficacia es más que conocida. Hasta hace unos años, cuando aún no estábamos inmersos en esta crisis, era fácil defender cualquier proyecto cultural al contrastarlo con el despilfarro del que hacían gala muchos personajes públicos. En este sentido, se hace urgente un filtro de actividades e iniciativas por el que solo pasen aquellas que verdaderamente se muestren más eficaces y útiles para la promoción de los objetivos culturales, al mismo tiempo que se hace ineludible la reducción de gastos innecesarios, aunque este sea un terreno polémico. Si la clase política no quiere dar ejemplo, desde el ámbito de la cultura, mi punto de vista es que no se tiene elección. Estrechamente relacionado con esto, y en segundo lugar, es la propia supervivencia del sector la que está en juego y si, por esta causa, no estamos dispuestos a dar una imagen de seriedad y competencia, estaremos abocados no solo a que se justifique la desaparición de los fondos que hasta ahora se venían destinando a este ámbito, además, en pocos años, no sería raro encontrar catálogos editoriales en los que solo tengan cabida los libros de texto y las novelas históricas.

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