Tengo un amigo que,
cierto día, ganó el premio Eladio Cabañero y fue publicado en
Algaida. No sé hasta qué punto puedo ser imparcial en esto,
probablemente, ni siquiera lo intente, pero creo que Volver de
Miguel Mejía es un conjunto de poemas muy recomendable. No voy a
hacer afirmaciones usando palabras grandilocuentes como mejor o
imprescindible, aunque sí puedo decir sin ningún tipo de temor que
es uno de esos libros que genera satisfacciones al lector y que deja
la tranquilidad de conciencia de saber que sigue siendo posible hacer
buenos poemas a pesar de que ya todo parezca estar escrito. Estamos
hablando del año 2004 (algo ha llovido, aunque no tanto como
quisiéramos) y un jurado honrado y valiente premia un conjunto de
diez poemas, en general, de gran extensión, con un peso importante
en las propuestas formales y con un planteamiento serio en la
semántica. Saltando por encima de toda esa tendencia fácil del
mínimo esfuerzo, que se dedica a adular y sobrevalorar poemas sobre
biquinis y alegorías que identificaban la lucha de clases con la
ubicación céntrica de supermercados franquicia, se apuesta por
alguien a quien le gusta la poesía y la respeta y no se dedica,
simplemente, a aprovecharse de ella para adquirir un status de
artista de vanguardia que no puede alcanzar en cualquier otra
disciplina porque no dispone del talento suficiente, ni del esfuerzo
y la paciencia que se necesitan para labrarse cierto oficio. La
poesía, como ya se sabe, es cosa que a nadie importa por ser un
dominio de blandos e incautos y los premios entregados con criterio
son un empeño vano e inútil.
Dejando a un lado esta
burda ironía, quiero esta tarde recordar el quinto poema del libro
que, como el resto, no tiene un título que lo identifique. Es el
poema más corto de la colección y plantea una reflexión que, a los
que conocemos a Miguel, no nos resulta nueva: el paralelismo entre
realidad y ficción, vida y literatura, la biografía personal de
cada uno de nosotros y el libro como figura redentora. No sé si este
es el orden cronológico de escritura, sin embargo, antes de la
lectura de Volver, yo había leído un relato de Miguel sobre
un escritor viejo, en horas bajas, que fantasea con la posibilidad de
morir sepultado entre libros, después de pasar la escasa vida que le
queda por delante dedicándose en exclusiva a la la lectura. También
recuerdo algún poema en prosa donde el paisaje urbano se llenaba de
ecos de lecturas fundamentales, grandes clásicos de la literatura,
algunos de ellos libros de juventud inolvidables. En el quinto poema
de Volver, en cambio, se plantea una versión que reformula
aquel aforismo que había planteado Cioran como título de alguno de
sus libros, en lugar de la tentación de existir se lanza la idea de
la tentación de suspender la existencia.
Miguel se pregunta, probablemente influido por aquella declaración
de Gil de Biedma en la que afirmaba querer ser poema y no poeta, si
no sería mejor vivir nuestra historia personal como si fuéramos un
libro. Para ello, se lleva al lector a la ambientación típica de
una situación de lectura: la estantería, el sillón, la luz de una
lámpara, los ratos indefinidos paseando los ojos por avenidas de
páginas. El poema no especula y expone el punto decisivo, el nudo o
el momento en que éste se desata, en la segunda estrofa, cuando la
situación de lectura conecta con la propia vida del lector en esos
momentos tan reconocibles en que parece que la novela no avanza pese
a nuestro esfuerzo anticipatorio. Porque es en esa sensación de
tiempo detenido cuando “la historia que no avanza”
activa el interruptor del
componente emotivo de la memoria y se convierte, casi, en un deseo la
necesidad de pensar en la propia experiencia como una ficción y,
llegando más allá, una piel de serpiente que puede dejarse atrás
para ser, al fin, otro, una versión renovada. Y aquella piel antigua
sería como el libro que adoramos, ese que solo vive cuando lo
tomamos entre las manos y nos entregamos a la conciencia de
resucitarlo, contando, además, con esa tranquilidad que proporciona
saber que podemos olvidarlo de nuevo en la estantería, abandonarlo
“al dulce anonimato y el polvo que nos cubre / como una
fina capa de inconsciencia”.
Supongo que no es difícil imaginar el final, que es la propia
condición de charco emocional que tiene el ser humano la que nos
hace comprender que estamos ante una fantasía, una de esas que nos
embriagan pero que nunca seríamos capaces de cumplir. Después de
dibujarnos la posibilidad de que fuera suficiente la vida o la
memoria como un libro, Miguel nos aclara con contundencia en los dos
últimos versos que la realidad es otra: “podría ser
suficiente pero siempre / prefiere uno el dolor”.
Con
el permiso del autor, os facilito el poema para que saquéis vuestras
propias conclusiones:
V
podría
ser suficiente, a ciertas horas
sentarse
en un rincón, dejarse iluminar
por
una luz que al tiempo delimite
y
aparte nuestro cuerpo del resto de la casa
podría
ser suficiente un libro como excusa
las
páginas que nunca se suceden
la
historia que no avanza y permite a la memoria
irla
pacientemente completando
y
entonces qué placer tan repentino
delante
de los ojos nos arrebataría
las
vidas que no fueron nunca un sueño
con
qué facilidad se irían desgranando
aquellos
cuerpos viejos, algunos despertares
en
camas empapadas, el rugoso
rodar
de un tren, la huida, los pasos que nos llevan
atrás,
hacia nosotros, la imposible
y
muda voz, que gira temerosa
a
punto de apagarse, los mapas, las señales
vacías,
los papeles naufragados
el
nombre que pronuncio y el nombre nunca escrito
con
qué satisfacción iríamos renunciando
a
todo, hasta dejarlo hecho una historia
y
no sería extraño, al cabo de los días
bajo
esa misma luz, en ese mismo
rincón,
haber logrado finalmente
el
hábito de creer que todo fue ficción
y
ya no somos más ese que fuimos
ese
que resbalando se pierde sin remedio
podría
ser suficiente, después, la estantería
las
luces apagadas, el regreso
al
dulce anonimato y el polvo que nos cubre
como
una fina capa de inconsciencia
podría
ser suficiente, pero siempre
prefiere
uno el dolor
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