sábado, 28 de diciembre de 2013

El animal moribundo

No importa cuánto sepas, no importa cuánto pienses, no importa cuánto maquines, finjas y planees, no estás por encima del sexo”. Esto piensa David Kepesh y no voy a ser yo quien diga que se equivoca. No puedo evitar, en cambio, pensar en este tipo de planteamientos como un puro “reduccionismo” (palabro que incomprensiblemente no está recogida en el diccionario), otra más de las generalizaciones en las que vive sumido nuestro imaginario social y cultural desde que todo el mundo tiene el derecho a erigirse como un especialista en el conocimiento de la mente y el comportamiento humanos. No seré yo tampoco quien niegue el valor fundamental de la actividad sexual en la configuración social y psicológica del ser humano. Probablemente, se pueda llegar a ser más radical desde un punto de vista más simple: es una cuestión de salud global. Sin un sexo liberado y normalizado, no puede haber sujetos ni sociedades sanas. Nuestro código de intelectualidad desde mediados del siglo XX, sin embargo, nos dice que para ser un interlocutor respetado tienes que asumir la omnipotencia del sexo como fuerza capaz de doblegar voluntades y única religión ante la que merece la pena doblegarse. El problema es que todo planteamiento religioso tiene una materialización. Siempre hay una imagen frente a la que rendir adoración. Y todos aquellos que hacen este tipo de declaraciones acaban volcados en una constante actitud fundamentalista que les arrastra a situaciones y conductas que, fuera de su ámbito religioso, probablemente percibirían como ridículas. Y esto es lo que acaba por sucederle a David Kepesh. Y ¿quién es David Kepesh? Se trata del protagonista que narra en primera persona narrador la novela El animal moribundo de Philip Roth. David Kepesh es un reputado profesor universitario y crítico cultural que ha envejecido muy bien y tiene la costumbre de seducir a sus alumnas de doctorado. En una confesión íntima a un oyente desconocido, hace una crónica de su autodestrucción personal desde que inicia una relación con Consuelo, la bellísima hija de unos exiliados cubanos que tendrá, sin quererlo, un poder ilimitado sobre la estructura mental de Kepesh. El hombre tan seguro de sí mismo, tan consciente de su edad pero sin un solo atisbo de miedos, se convierte en, poco menos, que un fiel obediente sin ningún tipo de control ni autoridad sobre su pensamiento y sus deseos. Es frecuente que admitamos, sin ningún género de dudas y muy orgullosos de nosotros mismos, que la vida es incontrolable y que nada podemos hacer para frenar las sacudidas del azar y del incierto futuro. Y lo decimos con tranquilidad. Solo perdemos los nervios cuando verdaderamente entendemos lo cierto que es aquello que afirmábamos sin temor. Solo cuando nos encontramos ante la verdadera dimensión de la tragedia, la pérdida, el sufrimiento, somos capaces de tomar conciencia esta afirmación. Y, una vez más, esto es lo que sucederá a Kepesh cuando se enfrente a su verdadera dependencia con Consuelo, cuando se enfrente a fuerzas que relativizan por completo ese supuesto carácter omnipotente del sexo, aunque no esté dispuesto a admitirlo jamás, bajo ningún concepto. “El cuento de hadas más encantador de la infancia es el de que todo sucede en orden.” Reflexiona Kepesh cuando se enfrenta a un dolor inabarcable, a una realidad en la que sus actos y su sistema de valores no tienen ninguna posibilidad de transformación. “El auge y la caída del condón es la historia sexual de la segunda mitad del siglo XX.” Nos dice mientras mantiene su compostura de pensador liberado, que solo ve con buenos ojos la sumisión al dios sexo. Hacía tiempo que tenía ganas de leer a Philip Roth. Y me alegro de haber leído muchas afirmaciones en boca de uno de sus personajes que me han hecho dudar y con las que no puedo mostrar mi acuerdo de forma plena. Está claro que es más fácil identificar a un buen escritor cuando postula lo que no te gusta. Solo entonces la calidad literaria sostiene el juicio del lector. El animal moribundo es una novela corta, recomendable, fácil de leer y con un giro argumental que cambia, por completo, la mirada con la que analizamos a la voz que parece deshacerse en cada página, a ese hombre que parece envejecer en ciento veinte páginas lo que no ha envejecido en cuarenta años. Interesante primera incursión en el universo narrativo de Roth. No será la única.

sábado, 21 de diciembre de 2013

Inventario del desorden

Creo que recordar que fue a finales del verano de 2003, cuando asistí al curso “Figura y presencia de Rafael Alberti”, una de las opciones que ofrecía el programa de verano de la UNIA en la sede de Baeza. He de reconocer que, más que por don Rafael, fui al curso por los ponentes que participarían en él y porque me resultaba muy atractiva la idea de pasar cinco días en Baeza. No me equivoqué en las expectivas y no sé si esto es una crítica a aquella actividad formativa o un halago a mi capacidad de intuición, pero lo cierto es que, tal y como suponía, el curso parecía haber sido dispuesto por Luis García Montero a la medida de sus amigos poetas que iban a participar en él. Aprendí de Alberti, no puedo negarlo (aunque a un autor se le conoce, sobre todo, en la lectura de su obra y yo ya había leído un buen puñado de libros de él cuando llegué a Baeza), pero también pude disfrutar de lecturas de poemas de algunos de los nombres por los que más curiosidad sentía en aquel momento: Benjamín Prado, Ángeles Mora, el propio García Montero y Felipe Benítez Reyes. No conocía, sin embargo, a un tal Antonio Jiménez Millán que, después de hacer una lúcida reflexión sobre la unidad entre escritura y vida, leyó uno de sus poemas en el que analizaba la figura de su padre y me dejó sinceramente impresionado. Recuerdo haber decidido que tenía que leer ese libro, Inventario del desorden, y ahí termina la primera parte de la anécdota. La segunda es que acabé por comprarlo, pero no para mí. Lo compré para regalárselo a mi amigo Álvaro por su cumpleaños un 28 de mayo de 2004. La tercera es que, diez años después de su descubrimiento y habiendo recordado todo esto, le solicité un préstamo a Alvarito y me dispuse saldar aquella vieja deuda. Siempre me ha gustado eso que, de forma genérica, conocemos en España como poesía de la experiencia y que algunos llaman (yo creo que de forma más acertada) línea de la claridad. Por otro lado, desde que (hace unos cuantos años) me dio por escribir sobre mi familia y tomé la decisión de empezar por mi padre, cualquier texto, en cualquier género, que tenga como eje central la revisión autobiográfica de la figura paterna me interesa mucho, casi de forma enfermiza. El libro no me ha decepcionado y tengo que decir que, en mi opinión, trasciende las características habituales de la poesía de la experiencia, tanto en los contenidos como en la métrica. Volver en la lectura privada a aquel poema que hizo las veces de gancho ha sido un placer estético y me ha resucitado aquellas mismas impresiones que, veladas por todo este tiempo que ha pasado, recuerdo haber tenido al escucharlo. A medida que se van pasando páginas, no es difícil encontrar sentencias, frases tan incontestables, ante las que no se puede más que asentir. También, se encuentran, en cambio, y esto es muy evidente en los nueve poemas incluidos en la sección “Calma aparente”, textos que parecen construidos con retazos y cuyo fin último parecería ser la búsqueda o el incremento de una posible audiencia, menoscabando incluso la propia coherencia discursiva del que escribe. Por otro lado, y en ese más que comprensible ahondamiento en la capacidad de asombro que puede despertar el espanto, lo terrible, creo que, a veces y sin ser patrimonio exclusivo de Jiménez Millán, cae la poesía española con frecuencia en la construcción de un tono presuntusosamente hermético, confundiéndolo con aquella vieja idea (y lo digo por gastada y un poco rancia en este caso concreto) de la necesidad de mantener el misterio del poema. O, al menos, eso es lo que me dictan mi incompetencia como crítico y mi escasa capacidad para la interpretación. No puedo dar por cerrada esta columna sin recomendar dos conjuntos de cuatro poemas cada uno que aparecen en la sección del libro “Fábulas”. El primero de ellos, “Fábula y despedida”, es un impresionante relato del encuetro sentimental y erótico enunciado desde una frontera confusa entre sueño y vigilia, entre realidad vivencial e imaginación. “El pasajero”, escrito usando los ropajes fronterizos del poema en prosa, es un auténtico acierto intelectual que identifica el tiempo con un personaje errante. Sencillo, pero inapelable. Así es, de hecho, la poesía de Antonio Jiménez Millán y su apuesta por la falta de artificio, por la emoción desnuda. Son muchas las muestras a lo largo del poemario, pero me quedo con la idea que esboza al volver en “Calle Jazmín” al barrio en el que se desenvolvió su infancia:

pienso también que la literatura
abusó de castillos góticos,
bosques perdidos,
fríos páramos desiertos,
lagunas y mansiones señoriales.
Basta una esquina sórdida,
sin alma ni misterio,
a plena luz del día.

jueves, 19 de diciembre de 2013

¿Un réquiem para Uniradio?

Si hoy fuera un jueves corriente, habría encendido el ordenador esta mañana pensando en qué voy a escribir este año para despedir el trimestre y felicitar la Navidad a los oyentes de Las Afueras tomando como pretexto algún punto de partida literario. Seguramente, ahí estaría la principal dificultad. Después de todo, la gente no se toma a mal que repitamos discurso llegados a estas alturas del año y, por otro lado, tampoco hay demasiadas opciones de maniobra. Como siempre, acabaría por admitir que entiendo perfectamente a los críticos y a aquellos acusadores del consumismo, pero también pediría un poco de distancia y recordaría que hay muchas formas de tomarse estas fiestas, que tampoco podemos hacer nada por eludirlas y que, al fin y al cabo, nos dan una excusa inmejorable para abusar de la compañía de la gente a la que apreciamos. Como todos los años, también, aconsejaría regalar cultura, especialmente, regalar libros y, en concreto, a los niños. Ya sabéis que, debido a mi oficio y a mis convicciones personales, sigo manteniendo la ingenuidad de creer firmemente en el poder de transformación y regeneración social de cualquier acto educativo. Teclearía con la prisa habitual de cada semana y pensaría que, afortunadamente, aún me queda en reserva un libro para reseñar, La invención de Morel, y entre este y las lecturas de Navidad (espero terminar Los heraldos negros, Trilce y algo de Natalia Ginzburg o Machado de Assís, ya veremos) tendría margen suficiente para seguir compaginando las lecturas con la gustosa y autoimpuesta obligación de la columna semanal para el programa. Sin embargo, poco sentido tiene ya todo esto cuando se cierne sobre Uniradio la más que probable certeza de un cierre injusto y vergonzoso. Uniradio es un proyecto cultural libre con una trayectoria susceptible de causar envidia en cualquiera de los rincones de este país. Se trata de una iniciativa que se dedica única y exclusivamente al enriquecimiento de la Universidad como institución y de la vida en la capital y la provincia. No es, simplemente, que cualquier proyecto de estas características salga barato, en sí mismo, atendiendo a los beneficios sociales que genera. Además, Uniradio es un proyecto económicamente barato que vuelve a demostrar, una vez más, que el problema de esta crisis no es que no haya dinero para nada, es que hemos decidido recortar en lo importante y priorizar lo innecesario, lo superfluo. El cierre de un medio de comunicación es siempre, invariablemente, un drama, pero las palabras se muestran, desde un punto de vista semántico, insuficientes cuando es una universidad pública la que no tiene reparos en dejar morir a la que, probablemente, es una de sus grandes virtudes y una de sus señas de identidad. No sé si el Rector lo sabe, pero gran parte del respeto que se ha ganado la Onubense en estos últimos años se debe al buen hacer de Uniradio. Se me dirá que no soy objetivo, que formo parte de su red de colaboradores, y yo diré orgullosamente que sí, que me niego a ser objetivo cuando he estado seis años, dos meses y ocho días tratando de aportar algo, por pequeño e insignificante, que fuera a la maquinaria de difusión cultural ha sido esta radio. Recuerdo con nitidez mi primera columna, un once de octubre de 2007, en la que, a partir de un verso de Cernuda, reflexionaba sobre la capacidad de desencadenar pensamientos que tienen los cambios en el tiempo atmosférico. Divulgalia fue el programa que me dio la libertad de un espacio semanal para, tomando como excusa la cultura, hablar sobre lo que quisiera. Después, como sabéis, acabé trasladándome a la periferia con Las Afueras y me centré en la Literatura. Y, en esto, se resumen unos años imborrables en los que hemos charlado hasta la saciedad sobre premios, autores, poéticas, editoriales y, sobre todo, libros. Así que no puedo hacer otra cosa más que, en conciencia, dar las gracias a Manuel González Mairena y Manuel Arana por todo este tiempo y admitir que también siento un dolor egoísta por el cierre de Uniradio, ya que este espacio semanal es la actividad cultural más importante que he venido desarrollando y ahora, desgraciadamente, parece que voy a verme privado de ella. Escucho mientras escribo estas líneas un álbum de The Brian Jonestown Massacre cuyo título plantea un interrogante absurdo y sin respuesta: Who Killed Sgt. Pepper? Espero que, dentro de algún tiempo, nadie tenga que preguntar quién cerró Uniradio porque se trate de una pregunta ridícula, sin sentido y, por supuesto, sin respuesta.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Delito y escarmiento

Empieza a parecerme demasiado casual que, teniendo en cuenta el tipo de preocupaciones literarias con las que pierdo o construyo mi tiempo, me haya tropezado por segunda vez con una obra maestra de la literatura universal en el género novela que, no es que no me haya gustado, más bien, me da la impresión de que algo no me ha dejado disfrutarla con plenitud. Evidentemente, un lector de idioma único (como yo lo soy) no puede valorar el nivel de excelencia de una buena traducción. Sin embargo, sí puede identificar o, al menos, sospechar que se encuentra ante una mala. Y, volviendo al hilo inicial, ya es casualidad que, en ambas novelas, haya encontrado indicios (por decirlo suavemente) de cierta negligencia en la traducción. Además, y para cerrar el círculo, es una tremendísima casualidad que ambas novelas las haya leído en la misma colección de la misma editorial: Cátedra Letras Universales o, para que nos entendamos, la colección blanca de Cátedra que reúne clásicos de la Literatura Universal escritos en una lengua que no sea española y que, por tanto, son traducciones. Una editorial que, por cierto, tiene la imperdonable dejadez de no marcar con tilde la cualidad de esdrújula de su propio nombre en las portadas de los libros que pertenecen a las colecciones Letras Universales y Letras Hispánicas. Cuando leí Rojo y negro, mi nivel de autocensura me llevó a asumir que era mi culpa, que no tenía el hábito de leer ese tipo de novelas. Después de haber leído Crimen y castigo, pienso que cierta responsabilidad debe tener también el editor para que un lector que no tiene ni idea de ruso y se acerca por primera vez a Dostoievski sepa descubrir errores de traducción. Pondré solo un ejemplo. Dejando por un día a un lado el terror que suelo tener a equivocarme o a ser demasiado visceral, una novela deja de resultarme creíble cuando, en su segunda página, se transcribe el habla interna, el pensamiento de un atormentado estudiante veinteañero ruso del siglo XIX, con las siguientes palabras: “Esta manía de hablar es consecuencia del último mes que me he pasado los días y las noches tumbado en un rincón pensando... en los tiempos de Maricastaña.” María Castaña fue una heroína gallega que lideró en 1386 una revuelta popular contra los abusos del poder eclesiástico. Dudo mucho que un tal Raskolnikov pudiera llegar a conocer esta historia que no conocen muchos españoles (confieso que acabo de consultarlo en Wikipedia). La expresión, aunque muy popular, no creo que tuviera el alcance necesario como para llegar al ruso coloquial de los suburbios más deprimidos de San Petersburgo a mediados de aquel siglo. Entiendo que, a veces, el traductor ha de tomar decisiones complicadas para facilitar la comprensión del lector futuro, pero ese problema no justifica cualquier opción. Como bien decía Borges, se puede usar en un poema azul o azulado, pero jamás azulino, por mucho que el término sea estrictamente correcto. Por lo demás, esta reseña de Crimen y castigo no puede ser más que una reseña limitada, como limitada es la “versión” que he leído. A pesar de ello, la obra se muestra en su majestuosidad y, una vez terminada, el lector acaba admitiendo, sin ningún género de dudas que se encuentra ante el mejor relato posible del remordimiento, ante una intrahistoria del arrepentimiento y el tormento intelectual. No necesitaría nunca Dostoievski acudir a expresiones como nervios desquiciados, porque su procedimiento consiste en dejar fluir una prosa inagotable, en dibujar un muestrario diverso de situaciones donde el asesino Raskolnikov no parece oír, ver, pensar, oler, tocar, mirar o leer ninguna cosa que no le hable de los terribles actos que ha planificado y ejecutado. La novela es, además, un catálogo impresionante de personajes y caracteres que luchan por imponer sus voces en las tramas que se dilucidan y que, simultáneamente, nos iluminan sobre condiciones sociales y modos de vida, sobre la presencia o ausencia de valores éticos, sobre la inhumanidad y el excesivo individualismo en los que puede desembocar, y con frecuencia desemboca, la vida en las grandes ciudades. Finalmente, Crimen y castigo es un ejemplo perfecto de la hipótesis que establece la posibilidad de la rehabilitación social y la renovación espiritual (aunque a mí me guste más el vocablo psicológica) a través del amor. No voy a entrar a discutir las posibilidades de veracidad de esta hipótesis. Sí diré, sin embargo, que sería, definitivamente esperanzador y bello que fuera cierta.

lunes, 2 de diciembre de 2013

Grandes pechos amplias caderas

Casi con toda seguridad, Grandes pechos amplias caderas es a la literatura china lo que El tambor de hojalata fue a la literatura alemana. No es ésta una conclusión excesivamente meritoria cuando se tiene en cuenta que coinciden en ambas el niño de extraño desarrollo y con oposición abierta a asumir los roles que implican el status adulto; un contexto caracterizado por el horror cotidiano y que, durante el desarrollo del relato, atraviesa conflictos bélicos y periodos de represión que tienen su correspondencia en la Historia del siglo XX; la evolución de los personajes y el entorno hacia un presente en el que queda configurada una visión concreta del país; un acercamiento en los métodos narrativos a lo que podríamos llamar realismo mágico y, por tanto, a aquellos autores que fueron encuadrados en lo que se llamó el Boom Latinoamericano; así como el hecho de haber recibido ambos escritores, Günter Grass y Mo Yan, el Premio Nobel de Literatura. No pretendo, sin embargo, que este comentario sea interpretado como una crítica maliciosa. De hecho, Grandes pechos amplias caderas es una mejores novelas que he leído últimamente y me ha gustado mucho, a pesar de sus ochocientas treinta y seis páginas, un buen puñado de las cuales prescindibles. No todo podía ser perfecto y, en cierto modo, es comprensible que los escritores se dejen guiar por sus vicios y se despachen a gusto. Sobre todo, cuando tenemos en cuenta que, en lo que al sentir general se refiere, no se suele considerar a un escritor como grande hasta que no escribe una novela y, desde luego, una vez lo hace, no conseguirá mantener su status mientras no escriba uno de esos tomos que se venden al peso y que dan al lector medio la seguridad de estar leyendo algo importante. Bromas aparte, me ha gustado tanto esta novela que, ya en la página ochenta y siete, cuando termina el primer capítulo, comprendí que no estaba perdiendo el tiempo y que tenía entre manos uno de esos libros que son, cuando menos, recomendables. No es fácil resumir o dar un esbozo de lo que la novela es en sí. No porque no pueda escribir una serie de frases generales sino, más bien, porque siento constantemente que me estoy olvidando de algo. Está claro que se trata de la historia de una familia durante, prácticamente, todo el siglo XX. Shangguan Lu, mujer de pies vendados y obligada a casarse con un hombre estéril, tendrá ocho hijas y un único hijo varón, el último. La historia de cada uno de ellos, de sus vidas, amores, bodas, problemas, hijos, muertes, es lo que compone el relato, a la vez que los diferentes escenarios donde se desarrolla que, casi invariablemente, se centran en el pueblo de Gaomi del Noreste. Dentro de este núcleo de personajes, hay dos que son claramente protagonistas: por un lado, está la madre, sufridora, trabajadora y gran heroína que hará posible, en la medida de lo que sus fuerzas le permiten, la supervivencia de su descendencia; y, por otro lado, está Shagguan Jintong, el único hijo varón, voz narradora de la historia y poseedor de una característica que le hace distinto, único: su incapacidad de alimentarse de otra cosa que no sea la leche materna hasta bien entrada la adolescencia y la juventud, y la consiguiente obsesión por los pechos femeninos que desarrolla siendo solo un bebé y que conservará durante toda su vida. Mientras la biografía de los personajes crece, se amplía, se entrelaza, asistimos al vertiginoso viaje de la historia de China en el siglo pasado. La caída de la Dinastía Quing, la república dictatorial de Yuan Shikai, la guerra contra los japoneses, la guerra civil, el nacimiento de la República Popular, la Revolución Cultural y la transición que lleva hacia ese régimen económico al que ha derivado China y que algunos llaman Capitalismo de Estado. De hecho, la foto social que nos ofrece el libro en sus últimas páginas no resulta tan ajena al modo de vida occidental que conocemos. Más allá del trasfondo histórico y, sin menospreciar ninguna de las formas en que se ramifica el entramado argumental de la obra, Grandes pechos amplias caderas acaba definiéndose como la búsqueda de la comprensión, el amparo y el respeto que necesita la conciencia diferente e inadapatada y que, en una sociedad sin escrúpulos, solo podrá encontrar en un semejante, es decir, en otro ser distinto y que no forma parte de la masa poblacional homogeneizada. Al menos, esa es la sensación que me deja el libro tras leer el desenlace final, si es que se puede llamar así. En definitiva, si lo que se espera de esta columna es una conclusión, después de haber leído únicamente este libro, mi impresión es que el Premio Nobel de Literatura 2012 está entregado a un narrador que lo merece. Si cambio de opinión, prometo hacerlo saber.