“No importa cuánto
sepas, no importa cuánto pienses, no importa cuánto maquines,
finjas y planees, no estás por encima del sexo”. Esto piensa
David Kepesh y no voy a ser yo quien diga que se equivoca. No puedo
evitar, en cambio, pensar en este tipo de planteamientos como un puro
“reduccionismo” (palabro que incomprensiblemente no está
recogida en el diccionario), otra
más de las generalizaciones en las que vive sumido nuestro
imaginario social y cultural desde que todo el mundo tiene el derecho
a erigirse como un especialista en el conocimiento de la mente y el
comportamiento humanos. No seré yo tampoco quien niegue el valor
fundamental de la actividad sexual en la configuración social y
psicológica del ser humano. Probablemente, se pueda llegar a ser más
radical desde un punto de vista más simple: es una cuestión de
salud global. Sin un sexo liberado y normalizado, no puede haber
sujetos ni sociedades sanas. Nuestro código de intelectualidad desde
mediados del siglo XX, sin embargo, nos dice que para ser un
interlocutor respetado tienes que asumir la omnipotencia del sexo
como fuerza capaz de doblegar voluntades y única religión ante la
que merece la pena doblegarse. El problema es que todo planteamiento
religioso tiene una materialización. Siempre hay una imagen frente a
la que rendir adoración. Y todos aquellos que hacen este tipo de
declaraciones acaban volcados en una constante actitud
fundamentalista que les arrastra a situaciones y conductas que, fuera
de su ámbito religioso, probablemente percibirían como
ridículas. Y esto es lo que acaba por sucederle a David Kepesh. Y
¿quién es David Kepesh? Se trata del protagonista que narra en
primera persona narrador la novela El animal moribundo de
Philip Roth. David Kepesh es un reputado profesor universitario y
crítico cultural que ha envejecido muy bien y tiene la costumbre de
seducir a sus alumnas de doctorado. En una confesión íntima a un
oyente desconocido, hace una crónica de su autodestrucción personal
desde que inicia una relación con Consuelo, la bellísima hija de
unos exiliados cubanos que tendrá, sin quererlo, un poder ilimitado
sobre la estructura mental de Kepesh. El hombre tan seguro de sí
mismo, tan consciente de su edad pero sin un solo atisbo de miedos,
se convierte en, poco menos, que un fiel obediente sin ningún tipo
de control ni autoridad sobre su pensamiento y sus deseos. Es
frecuente que admitamos, sin ningún género de dudas y muy
orgullosos de nosotros mismos, que la vida es incontrolable y que
nada podemos hacer para frenar las sacudidas del azar y del incierto
futuro. Y lo decimos con tranquilidad. Solo perdemos los nervios
cuando verdaderamente entendemos lo cierto que es aquello que
afirmábamos sin temor. Solo cuando nos encontramos ante la verdadera
dimensión de la tragedia, la pérdida, el sufrimiento, somos capaces
de tomar conciencia esta afirmación. Y, una vez más, esto es lo que
sucederá a Kepesh cuando se enfrente a su verdadera dependencia con
Consuelo, cuando se enfrente a fuerzas que relativizan por completo
ese supuesto carácter omnipotente del sexo, aunque no esté
dispuesto a admitirlo jamás, bajo ningún concepto. “El cuento de
hadas más encantador de la infancia es el de que todo sucede en
orden.” Reflexiona Kepesh cuando se enfrenta a un dolor
inabarcable, a una realidad en la que sus actos y su sistema de
valores no tienen ninguna posibilidad de transformación. “El
auge y la caída del condón es la historia sexual de la segunda
mitad del siglo XX.” Nos dice
mientras mantiene su compostura de pensador liberado, que solo ve con
buenos ojos la sumisión al dios sexo. Hacía tiempo que tenía ganas
de leer a Philip Roth. Y me alegro de haber leído muchas
afirmaciones en boca de uno de sus personajes que me han hecho dudar
y con las que no puedo mostrar mi acuerdo de forma plena. Está claro
que es más fácil identificar a un buen escritor cuando postula lo
que no te gusta. Solo entonces la calidad literaria sostiene el
juicio del lector. El animal moribundo
es una novela corta, recomendable, fácil de leer y con un giro
argumental que cambia, por completo, la mirada con la que analizamos
a la voz que parece deshacerse en cada página, a ese hombre que
parece envejecer en ciento veinte páginas lo que no ha envejecido en
cuarenta años. Interesante primera incursión en el universo
narrativo de Roth. No será la única.
sábado, 28 de diciembre de 2013
sábado, 21 de diciembre de 2013
Inventario del desorden
Creo que recordar que fue
a finales del verano de 2003, cuando asistí al curso “Figura y
presencia de Rafael Alberti”, una de las opciones que ofrecía el
programa de verano de la UNIA en la sede de Baeza. He de reconocer
que, más que por don Rafael, fui al curso por los ponentes que
participarían en él y porque me resultaba muy atractiva la idea de
pasar cinco días en Baeza. No me equivoqué en las expectivas y no
sé si esto es una crítica a aquella actividad formativa o un halago
a mi capacidad de intuición, pero lo cierto es que, tal y como
suponía, el curso parecía haber sido dispuesto por Luis García
Montero a la medida de sus amigos poetas que iban a participar en él.
Aprendí de Alberti, no puedo negarlo (aunque a un autor se le
conoce, sobre todo, en la lectura de su obra y yo ya había leído un
buen puñado de libros de él cuando llegué a Baeza), pero también
pude disfrutar de lecturas de poemas de algunos de los nombres por
los que más curiosidad sentía en aquel momento: Benjamín Prado,
Ángeles Mora, el propio García Montero y Felipe Benítez Reyes. No
conocía, sin embargo, a un tal Antonio Jiménez Millán que, después
de hacer una lúcida reflexión sobre la unidad entre escritura y
vida, leyó uno de sus poemas en el que analizaba la figura de su
padre y me dejó sinceramente impresionado. Recuerdo haber decidido
que tenía que leer ese libro, Inventario del desorden,
y ahí termina la primera parte de la anécdota. La segunda es que
acabé por comprarlo, pero no para mí. Lo compré para regalárselo
a mi amigo Álvaro por su cumpleaños un 28 de mayo de 2004. La
tercera es que, diez años después de su descubrimiento y habiendo
recordado todo esto, le solicité un préstamo a Alvarito y me
dispuse saldar aquella vieja deuda. Siempre me ha gustado eso que, de
forma genérica, conocemos en España como poesía de la experiencia
y que algunos llaman (yo creo que de forma más acertada) línea de
la claridad. Por otro lado, desde que (hace unos cuantos años) me
dio por escribir sobre mi familia y tomé la decisión de empezar por
mi padre, cualquier texto, en cualquier género, que tenga como eje
central la revisión autobiográfica de la figura paterna me interesa
mucho, casi de forma enfermiza. El libro no me ha decepcionado y
tengo que decir que, en mi opinión, trasciende las características
habituales de la poesía de la experiencia, tanto en los contenidos
como en la métrica. Volver en la lectura privada a aquel poema que
hizo las veces de gancho ha sido un placer estético y me ha
resucitado aquellas mismas impresiones que, veladas por todo este
tiempo que ha pasado, recuerdo haber tenido al escucharlo. A medida
que se van pasando páginas, no es difícil encontrar sentencias,
frases tan incontestables, ante las que no se puede más que asentir.
También, se encuentran, en cambio, y esto es muy evidente en los
nueve poemas incluidos en la sección “Calma aparente”, textos
que parecen construidos con retazos y cuyo fin último parecería ser
la búsqueda o el incremento de una posible audiencia, menoscabando
incluso la propia coherencia discursiva del que escribe. Por otro
lado, y en ese más que comprensible ahondamiento en la capacidad de
asombro que puede despertar el espanto, lo terrible, creo que, a
veces y sin ser patrimonio exclusivo de Jiménez Millán, cae la
poesía española con frecuencia en la construcción de un tono
presuntusosamente hermético, confundiéndolo con aquella vieja idea
(y lo digo por gastada y un poco rancia en este caso concreto) de la
necesidad de mantener el misterio del poema. O, al menos, eso es lo
que me dictan mi incompetencia como crítico y mi escasa capacidad
para la interpretación. No puedo dar por cerrada esta columna sin
recomendar dos conjuntos de cuatro poemas cada uno que aparecen en la
sección del libro “Fábulas”. El primero de ellos, “Fábula y
despedida”, es un impresionante relato del encuetro sentimental y
erótico enunciado desde una frontera confusa entre sueño y vigilia,
entre realidad vivencial e imaginación. “El pasajero”, escrito
usando los ropajes fronterizos del poema en prosa, es un auténtico
acierto intelectual que identifica el tiempo con un personaje
errante. Sencillo, pero inapelable. Así es, de hecho, la poesía de
Antonio Jiménez Millán y su apuesta por la falta de artificio, por
la emoción desnuda. Son muchas las muestras a lo largo del poemario,
pero me quedo con la idea que esboza al volver en “Calle Jazmín”
al barrio en el que se desenvolvió su infancia:
pienso también que la
literatura
abusó de castillos
góticos,
bosques perdidos,
fríos páramos
desiertos,
lagunas y mansiones
señoriales.
Basta una esquina
sórdida,
sin alma ni misterio,
a plena luz del día.
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jueves, 19 de diciembre de 2013
¿Un réquiem para Uniradio?
Si hoy fuera un jueves
corriente, habría encendido el ordenador esta mañana pensando en
qué voy a escribir este año para despedir el trimestre y felicitar
la Navidad a los oyentes de Las Afueras tomando como pretexto algún
punto de partida literario. Seguramente, ahí estaría la principal
dificultad. Después de todo, la gente no se toma a mal que repitamos
discurso llegados a estas alturas del año y, por otro lado, tampoco
hay demasiadas opciones de maniobra. Como siempre, acabaría por
admitir que entiendo perfectamente a los críticos y a aquellos
acusadores del consumismo, pero también pediría un poco de
distancia y recordaría que hay muchas formas de tomarse estas
fiestas, que tampoco podemos hacer nada por eludirlas y que, al fin y
al cabo, nos dan una excusa inmejorable para abusar de la compañía
de la gente a la que apreciamos. Como todos los años, también,
aconsejaría regalar cultura, especialmente, regalar libros y, en
concreto, a los niños. Ya sabéis que, debido a mi oficio y a mis
convicciones personales, sigo manteniendo la ingenuidad de creer
firmemente en el poder de transformación y regeneración social de
cualquier acto educativo. Teclearía con la prisa habitual de cada
semana y pensaría que, afortunadamente, aún me queda en reserva un
libro para reseñar, La
invención de Morel,
y entre este y las lecturas de Navidad (espero terminar Los
heraldos negros,
Trilce
y algo de Natalia Ginzburg o Machado de Assís, ya veremos) tendría
margen suficiente para seguir compaginando las lecturas con la
gustosa y autoimpuesta obligación de la columna semanal para el
programa. Sin embargo, poco sentido tiene ya todo esto cuando se
cierne sobre Uniradio la más que probable certeza de un cierre
injusto y vergonzoso. Uniradio es un proyecto cultural libre con una
trayectoria susceptible de causar envidia en cualquiera de los
rincones de este país. Se trata de una iniciativa que se dedica
única y exclusivamente al enriquecimiento de la Universidad como
institución y de la vida en la capital y la provincia. No es,
simplemente, que cualquier proyecto de estas características salga
barato, en sí mismo, atendiendo a los beneficios sociales que
genera. Además, Uniradio es un proyecto económicamente barato que
vuelve a demostrar, una vez más, que el problema de esta crisis no
es que no haya dinero para nada, es que hemos decidido recortar en lo
importante y priorizar lo innecesario, lo superfluo. El cierre de un
medio de comunicación es siempre, invariablemente, un drama, pero
las palabras se muestran, desde un punto de vista semántico,
insuficientes cuando es una universidad pública la que no tiene
reparos en dejar morir a la que, probablemente, es una de sus grandes
virtudes y una de sus señas de identidad. No sé si el Rector lo
sabe, pero gran parte del respeto que se ha ganado la Onubense
en estos últimos años se debe al buen hacer de Uniradio. Se me dirá
que no soy objetivo, que formo parte de su red de colaboradores, y yo
diré orgullosamente que sí, que me niego a ser objetivo cuando he estado seis años, dos meses y ocho días tratando de aportar algo,
por pequeño e insignificante, que fuera a la maquinaria de difusión
cultural ha sido esta radio. Recuerdo con nitidez mi primera columna,
un once de octubre de 2007, en la que, a partir de un verso de
Cernuda, reflexionaba sobre la capacidad de desencadenar pensamientos
que tienen los cambios en el tiempo atmosférico. Divulgalia
fue el programa que me dio la libertad de un espacio semanal para,
tomando como excusa la cultura, hablar sobre lo que quisiera.
Después, como sabéis, acabé trasladándome a la periferia con Las
Afueras
y me centré en la Literatura. Y, en esto, se resumen unos años
imborrables en los que hemos charlado hasta la saciedad sobre
premios, autores, poéticas, editoriales y, sobre todo, libros. Así
que no puedo hacer otra cosa más que, en conciencia, dar las gracias
a Manuel González Mairena y Manuel Arana por todo este tiempo y
admitir que también siento un dolor egoísta por el cierre de
Uniradio, ya que este espacio semanal es la actividad cultural más
importante que he venido desarrollando y ahora, desgraciadamente, parece que voy a
verme privado de ella. Escucho mientras escribo estas líneas un
álbum de The Brian Jonestown Massacre cuyo título plantea un
interrogante absurdo y sin respuesta: Who
Killed Sgt. Pepper? Espero
que, dentro de algún tiempo, nadie tenga que preguntar quién cerró
Uniradio porque se trate de una pregunta ridícula, sin sentido y,
por supuesto, sin respuesta.
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lunes, 9 de diciembre de 2013
Delito y escarmiento
Empieza a parecerme
demasiado casual que, teniendo en cuenta el tipo de preocupaciones
literarias con las que pierdo o construyo mi tiempo, me haya
tropezado por segunda vez con una obra maestra de la literatura
universal en el género novela que, no es que no me haya gustado, más
bien, me da la impresión de que algo no me ha dejado disfrutarla con
plenitud. Evidentemente, un lector de idioma único (como yo lo soy)
no puede valorar el nivel de excelencia de una buena traducción. Sin
embargo, sí puede identificar o, al menos, sospechar que se
encuentra ante una mala. Y, volviendo al hilo inicial, ya es
casualidad que, en ambas novelas, haya encontrado indicios (por
decirlo suavemente) de cierta negligencia en la traducción. Además,
y para cerrar el círculo, es una tremendísima casualidad que ambas
novelas las haya leído en la misma colección de la misma editorial:
Cátedra Letras Universales o, para que nos entendamos, la colección
blanca de Cátedra que reúne clásicos de la Literatura Universal
escritos en una lengua que no sea española y que, por tanto, son
traducciones. Una editorial que, por cierto, tiene la imperdonable
dejadez de no marcar con tilde la cualidad de esdrújula de su propio
nombre en las portadas de los libros que pertenecen a las colecciones
Letras Universales y Letras Hispánicas. Cuando leí Rojo y negro,
mi nivel de autocensura me llevó a asumir que era mi culpa, que no
tenía el hábito de leer ese tipo de novelas. Después de haber
leído Crimen y castigo,
pienso que cierta responsabilidad debe tener también el editor para
que un lector que no tiene ni idea de ruso y se acerca por primera
vez a Dostoievski sepa descubrir errores de traducción. Pondré solo
un ejemplo. Dejando por un día a un lado el terror que suelo tener a
equivocarme o a ser demasiado visceral, una novela deja de resultarme
creíble cuando, en su segunda página, se transcribe el habla
interna, el pensamiento de un atormentado estudiante veinteañero
ruso del siglo XIX, con las siguientes palabras: “Esta
manía de hablar es consecuencia del último mes que me he pasado los
días y las noches tumbado en un rincón pensando... en los tiempos
de Maricastaña.” María
Castaña fue una heroína gallega que lideró en 1386 una revuelta
popular contra los abusos del poder eclesiástico. Dudo mucho que un
tal Raskolnikov pudiera llegar a conocer esta historia que no conocen
muchos españoles (confieso que acabo de consultarlo en Wikipedia).
La expresión, aunque muy popular, no creo que tuviera el alcance
necesario como para llegar al ruso coloquial de los suburbios más
deprimidos de San Petersburgo a mediados de aquel siglo. Entiendo
que, a veces, el traductor ha de tomar decisiones complicadas para
facilitar la comprensión del lector futuro, pero ese problema no
justifica cualquier opción. Como bien decía Borges, se puede usar
en un poema azul o azulado, pero jamás azulino, por mucho que el
término sea estrictamente correcto. Por lo demás, esta reseña de
Crimen y castigo no
puede ser más que una reseña limitada, como limitada es la
“versión” que he leído. A pesar de ello, la obra se muestra en
su majestuosidad y, una vez terminada, el lector acaba admitiendo,
sin ningún género de dudas que se encuentra ante el mejor relato
posible del remordimiento, ante una intrahistoria del arrepentimiento
y el tormento intelectual. No necesitaría nunca Dostoievski acudir a
expresiones como nervios desquiciados, porque su procedimiento
consiste en dejar fluir una prosa inagotable, en dibujar un
muestrario diverso de situaciones donde el asesino Raskolnikov no
parece oír, ver, pensar, oler, tocar, mirar o leer ninguna cosa que
no le hable de los terribles actos que ha planificado y ejecutado. La
novela es, además, un catálogo impresionante de personajes y
caracteres que luchan por imponer sus voces en las tramas que se
dilucidan y que, simultáneamente, nos iluminan sobre condiciones
sociales y modos de vida, sobre la presencia o ausencia de valores
éticos, sobre la inhumanidad y el excesivo individualismo en los que
puede desembocar, y con frecuencia desemboca, la vida en las grandes
ciudades. Finalmente, Crimen y castigo
es un ejemplo perfecto de la hipótesis que establece la posibilidad
de la rehabilitación social y la renovación espiritual (aunque a mí
me guste más el vocablo psicológica) a través del amor. No voy a
entrar a discutir las posibilidades de veracidad de esta hipótesis.
Sí diré, sin embargo, que sería, definitivamente esperanzador y
bello que fuera cierta.
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lunes, 2 de diciembre de 2013
Grandes pechos amplias caderas
Casi con toda seguridad,
Grandes pechos amplias caderas es a la literatura china lo que
El tambor de hojalata fue a la literatura alemana. No es ésta
una conclusión excesivamente meritoria cuando se tiene en cuenta que
coinciden en ambas el niño de extraño desarrollo y con oposición
abierta a asumir los roles que implican el status adulto; un contexto
caracterizado por el horror cotidiano y que, durante el desarrollo
del relato, atraviesa conflictos bélicos y periodos de represión
que tienen su correspondencia en la Historia del siglo XX; la
evolución de los personajes y el entorno hacia un presente en el que
queda configurada una visión concreta del país; un acercamiento en
los métodos narrativos a lo que podríamos llamar realismo mágico
y, por tanto, a aquellos autores que fueron encuadrados en lo que se
llamó el Boom Latinoamericano; así como el hecho de haber recibido
ambos escritores, Günter Grass y Mo Yan, el Premio Nobel de
Literatura. No pretendo, sin embargo, que este comentario sea
interpretado como una crítica maliciosa. De hecho, Grandes pechos
amplias caderas es una mejores novelas que he leído últimamente
y me ha gustado mucho, a pesar de sus ochocientas treinta y seis
páginas, un buen puñado de las cuales prescindibles. No todo podía
ser perfecto y, en cierto modo, es comprensible que los escritores se
dejen guiar por sus vicios y se despachen a gusto. Sobre todo, cuando
tenemos en cuenta que, en lo que al sentir general se refiere, no se
suele considerar a un escritor como grande hasta que no escribe una
novela y, desde luego, una vez lo hace, no conseguirá mantener su
status mientras no escriba uno de esos tomos que se venden al peso y
que dan al lector medio la seguridad de estar leyendo algo
importante. Bromas aparte, me ha gustado tanto esta novela que, ya en
la página ochenta y siete, cuando termina el primer capítulo,
comprendí que no estaba perdiendo el tiempo y que tenía entre manos
uno de esos libros que son, cuando menos, recomendables. No es fácil
resumir o dar un esbozo de lo que la novela es en sí. No porque no
pueda escribir una serie de frases generales sino, más bien, porque
siento constantemente que me estoy olvidando de algo. Está claro que
se trata de la historia de una familia durante, prácticamente, todo
el siglo XX. Shangguan Lu, mujer de pies vendados y obligada a
casarse con un hombre estéril, tendrá ocho hijas y un único hijo
varón, el último. La historia de cada uno de ellos, de sus vidas,
amores, bodas, problemas, hijos, muertes, es lo que compone el
relato, a la vez que los diferentes escenarios donde se desarrolla
que, casi invariablemente, se centran en el pueblo de Gaomi del
Noreste. Dentro de este núcleo de personajes, hay dos que son
claramente protagonistas: por un lado, está la madre, sufridora,
trabajadora y gran heroína que hará posible, en la medida de lo que
sus fuerzas le permiten, la supervivencia de su descendencia; y, por
otro lado, está Shagguan Jintong, el único hijo varón, voz
narradora de la historia y poseedor de una característica que le
hace distinto, único: su incapacidad de alimentarse de otra cosa que
no sea la leche materna hasta bien entrada la adolescencia y la
juventud, y la consiguiente obsesión por los pechos femeninos que
desarrolla siendo solo un bebé y que conservará durante toda su
vida. Mientras la biografía de los personajes crece, se amplía, se
entrelaza, asistimos al vertiginoso viaje de la historia de China en
el siglo pasado. La caída de la Dinastía Quing, la república
dictatorial de Yuan Shikai, la guerra contra los japoneses, la
guerra civil, el nacimiento de la República Popular, la Revolución
Cultural y la transición que lleva hacia ese régimen económico al
que ha derivado China y que algunos llaman Capitalismo de Estado. De
hecho, la foto social que nos ofrece el libro en sus últimas páginas
no resulta tan ajena al modo de vida occidental que conocemos. Más
allá del trasfondo histórico y, sin menospreciar ninguna de las
formas en que se ramifica el entramado argumental de la obra, Grandes
pechos amplias caderas acaba definiéndose como la búsqueda de
la comprensión, el amparo y el respeto que necesita la conciencia
diferente e inadapatada y que, en una sociedad sin escrúpulos, solo
podrá encontrar en un semejante, es decir, en otro ser distinto y
que no forma parte de la masa poblacional homogeneizada. Al menos,
esa es la sensación que me deja el libro tras leer el desenlace
final, si es que se puede llamar así. En definitiva, si lo que se
espera de esta columna es una conclusión, después de haber leído
únicamente este libro, mi impresión es que el Premio Nobel de
Literatura 2012 está entregado a un narrador que lo merece. Si
cambio de opinión, prometo hacerlo saber.
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