sábado, 21 de diciembre de 2013

Inventario del desorden

Creo que recordar que fue a finales del verano de 2003, cuando asistí al curso “Figura y presencia de Rafael Alberti”, una de las opciones que ofrecía el programa de verano de la UNIA en la sede de Baeza. He de reconocer que, más que por don Rafael, fui al curso por los ponentes que participarían en él y porque me resultaba muy atractiva la idea de pasar cinco días en Baeza. No me equivoqué en las expectivas y no sé si esto es una crítica a aquella actividad formativa o un halago a mi capacidad de intuición, pero lo cierto es que, tal y como suponía, el curso parecía haber sido dispuesto por Luis García Montero a la medida de sus amigos poetas que iban a participar en él. Aprendí de Alberti, no puedo negarlo (aunque a un autor se le conoce, sobre todo, en la lectura de su obra y yo ya había leído un buen puñado de libros de él cuando llegué a Baeza), pero también pude disfrutar de lecturas de poemas de algunos de los nombres por los que más curiosidad sentía en aquel momento: Benjamín Prado, Ángeles Mora, el propio García Montero y Felipe Benítez Reyes. No conocía, sin embargo, a un tal Antonio Jiménez Millán que, después de hacer una lúcida reflexión sobre la unidad entre escritura y vida, leyó uno de sus poemas en el que analizaba la figura de su padre y me dejó sinceramente impresionado. Recuerdo haber decidido que tenía que leer ese libro, Inventario del desorden, y ahí termina la primera parte de la anécdota. La segunda es que acabé por comprarlo, pero no para mí. Lo compré para regalárselo a mi amigo Álvaro por su cumpleaños un 28 de mayo de 2004. La tercera es que, diez años después de su descubrimiento y habiendo recordado todo esto, le solicité un préstamo a Alvarito y me dispuse saldar aquella vieja deuda. Siempre me ha gustado eso que, de forma genérica, conocemos en España como poesía de la experiencia y que algunos llaman (yo creo que de forma más acertada) línea de la claridad. Por otro lado, desde que (hace unos cuantos años) me dio por escribir sobre mi familia y tomé la decisión de empezar por mi padre, cualquier texto, en cualquier género, que tenga como eje central la revisión autobiográfica de la figura paterna me interesa mucho, casi de forma enfermiza. El libro no me ha decepcionado y tengo que decir que, en mi opinión, trasciende las características habituales de la poesía de la experiencia, tanto en los contenidos como en la métrica. Volver en la lectura privada a aquel poema que hizo las veces de gancho ha sido un placer estético y me ha resucitado aquellas mismas impresiones que, veladas por todo este tiempo que ha pasado, recuerdo haber tenido al escucharlo. A medida que se van pasando páginas, no es difícil encontrar sentencias, frases tan incontestables, ante las que no se puede más que asentir. También, se encuentran, en cambio, y esto es muy evidente en los nueve poemas incluidos en la sección “Calma aparente”, textos que parecen construidos con retazos y cuyo fin último parecería ser la búsqueda o el incremento de una posible audiencia, menoscabando incluso la propia coherencia discursiva del que escribe. Por otro lado, y en ese más que comprensible ahondamiento en la capacidad de asombro que puede despertar el espanto, lo terrible, creo que, a veces y sin ser patrimonio exclusivo de Jiménez Millán, cae la poesía española con frecuencia en la construcción de un tono presuntusosamente hermético, confundiéndolo con aquella vieja idea (y lo digo por gastada y un poco rancia en este caso concreto) de la necesidad de mantener el misterio del poema. O, al menos, eso es lo que me dictan mi incompetencia como crítico y mi escasa capacidad para la interpretación. No puedo dar por cerrada esta columna sin recomendar dos conjuntos de cuatro poemas cada uno que aparecen en la sección del libro “Fábulas”. El primero de ellos, “Fábula y despedida”, es un impresionante relato del encuetro sentimental y erótico enunciado desde una frontera confusa entre sueño y vigilia, entre realidad vivencial e imaginación. “El pasajero”, escrito usando los ropajes fronterizos del poema en prosa, es un auténtico acierto intelectual que identifica el tiempo con un personaje errante. Sencillo, pero inapelable. Así es, de hecho, la poesía de Antonio Jiménez Millán y su apuesta por la falta de artificio, por la emoción desnuda. Son muchas las muestras a lo largo del poemario, pero me quedo con la idea que esboza al volver en “Calle Jazmín” al barrio en el que se desenvolvió su infancia:

pienso también que la literatura
abusó de castillos góticos,
bosques perdidos,
fríos páramos desiertos,
lagunas y mansiones señoriales.
Basta una esquina sórdida,
sin alma ni misterio,
a plena luz del día.

No hay comentarios: