Creo que recordar que fue
a finales del verano de 2003, cuando asistí al curso “Figura y
presencia de Rafael Alberti”, una de las opciones que ofrecía el
programa de verano de la UNIA en la sede de Baeza. He de reconocer
que, más que por don Rafael, fui al curso por los ponentes que
participarían en él y porque me resultaba muy atractiva la idea de
pasar cinco días en Baeza. No me equivoqué en las expectivas y no
sé si esto es una crítica a aquella actividad formativa o un halago
a mi capacidad de intuición, pero lo cierto es que, tal y como
suponía, el curso parecía haber sido dispuesto por Luis García
Montero a la medida de sus amigos poetas que iban a participar en él.
Aprendí de Alberti, no puedo negarlo (aunque a un autor se le
conoce, sobre todo, en la lectura de su obra y yo ya había leído un
buen puñado de libros de él cuando llegué a Baeza), pero también
pude disfrutar de lecturas de poemas de algunos de los nombres por
los que más curiosidad sentía en aquel momento: Benjamín Prado,
Ángeles Mora, el propio García Montero y Felipe Benítez Reyes. No
conocía, sin embargo, a un tal Antonio Jiménez Millán que, después
de hacer una lúcida reflexión sobre la unidad entre escritura y
vida, leyó uno de sus poemas en el que analizaba la figura de su
padre y me dejó sinceramente impresionado. Recuerdo haber decidido
que tenía que leer ese libro, Inventario del desorden,
y ahí termina la primera parte de la anécdota. La segunda es que
acabé por comprarlo, pero no para mí. Lo compré para regalárselo
a mi amigo Álvaro por su cumpleaños un 28 de mayo de 2004. La
tercera es que, diez años después de su descubrimiento y habiendo
recordado todo esto, le solicité un préstamo a Alvarito y me
dispuse saldar aquella vieja deuda. Siempre me ha gustado eso que, de
forma genérica, conocemos en España como poesía de la experiencia
y que algunos llaman (yo creo que de forma más acertada) línea de
la claridad. Por otro lado, desde que (hace unos cuantos años) me
dio por escribir sobre mi familia y tomé la decisión de empezar por
mi padre, cualquier texto, en cualquier género, que tenga como eje
central la revisión autobiográfica de la figura paterna me interesa
mucho, casi de forma enfermiza. El libro no me ha decepcionado y
tengo que decir que, en mi opinión, trasciende las características
habituales de la poesía de la experiencia, tanto en los contenidos
como en la métrica. Volver en la lectura privada a aquel poema que
hizo las veces de gancho ha sido un placer estético y me ha
resucitado aquellas mismas impresiones que, veladas por todo este
tiempo que ha pasado, recuerdo haber tenido al escucharlo. A medida
que se van pasando páginas, no es difícil encontrar sentencias,
frases tan incontestables, ante las que no se puede más que asentir.
También, se encuentran, en cambio, y esto es muy evidente en los
nueve poemas incluidos en la sección “Calma aparente”, textos
que parecen construidos con retazos y cuyo fin último parecería ser
la búsqueda o el incremento de una posible audiencia, menoscabando
incluso la propia coherencia discursiva del que escribe. Por otro
lado, y en ese más que comprensible ahondamiento en la capacidad de
asombro que puede despertar el espanto, lo terrible, creo que, a
veces y sin ser patrimonio exclusivo de Jiménez Millán, cae la
poesía española con frecuencia en la construcción de un tono
presuntusosamente hermético, confundiéndolo con aquella vieja idea
(y lo digo por gastada y un poco rancia en este caso concreto) de la
necesidad de mantener el misterio del poema. O, al menos, eso es lo
que me dictan mi incompetencia como crítico y mi escasa capacidad
para la interpretación. No puedo dar por cerrada esta columna sin
recomendar dos conjuntos de cuatro poemas cada uno que aparecen en la
sección del libro “Fábulas”. El primero de ellos, “Fábula y
despedida”, es un impresionante relato del encuetro sentimental y
erótico enunciado desde una frontera confusa entre sueño y vigilia,
entre realidad vivencial e imaginación. “El pasajero”, escrito
usando los ropajes fronterizos del poema en prosa, es un auténtico
acierto intelectual que identifica el tiempo con un personaje
errante. Sencillo, pero inapelable. Así es, de hecho, la poesía de
Antonio Jiménez Millán y su apuesta por la falta de artificio, por
la emoción desnuda. Son muchas las muestras a lo largo del poemario,
pero me quedo con la idea que esboza al volver en “Calle Jazmín”
al barrio en el que se desenvolvió su infancia:
pienso también que la
literatura
abusó de castillos
góticos,
bosques perdidos,
fríos páramos
desiertos,
lagunas y mansiones
señoriales.
Basta una esquina
sórdida,
sin alma ni misterio,
a plena luz del día.
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