Le
debo a García Márquez lo que podríamos llamar el comienzo de un
interés “serio” por la lectura. En concreto, se lo debo a Cien
años de soledad. Sin
embargo, tuvieron que pasar muchos años desde que terminé de leer
de El amor en los
tiempos del cólera,
puede que más diez, hasta que me decidí a saldar una de mis cuentas
pendientes con el colombiano. Dejo para algún otro futuro El
coronel no tiene quien le escriba.
Hoy nos toca Crónica
de una muerte anunciada,
un libro que me habían recomendado hasta la saciedad cuando estaba
leyendo otros de García Márquez y del que siempre me destacaban
como una de sus ventajas lo rápido que se podía leer. Y es cierto.
Esa es la impresión que domina la lectura de esta novela desde su
comienzo, esa agradable sensación de percibir que podrías bebértela
de un trago. El mecanismo que sostiene esa anestesia, la droga que
produce tal efecto es, evidentemente, la prosa exquisita y cuidada,
esa forma de usar el español que, a ratos, nos hace amar y temer a
este genial novelista. Puede llegarse al empacho de García Márquez.
Está claro. Pero, como todo lo que puede producir empacho, su arma
fundamental está en el sabor y el sabor de su narrativa es
indudable, inconfundible, inapelable. Crónica
de una muerte anunciada,
desde mi punto de vista, tiene, además, la virtud de estar contada
en tono de monólogo amistoso. Uno prepara café y se siente como
acompañado con el libro, como si estuviera escuchando una vieja
historia de la voz de un compañero de la infancia. Y, curiosamente,
no por eso pierde su pretendido carácter de crónica, de
particularísimo ejercicio a la vez periodístico y de ficción, que
aclara sin desvelar la claves fundamentales, que expone
exhaustivamente dejando que el lector y cada uno de los personajes de
la obra tengan un punto de vista propio. Porque, al final, todo queda
descriptivamente desvelado, detalle por detalle, sin que pueda darse,
en cambio, una sola razón que explique lo que ha sucedido, que
aclare la responsabilidad de un crimen y de una gran falacia. Al
final, nadie es capaz de justificar el comportamiento Ángela Vicario
y es imposible ponerle nombre a su cómplice de alcoba primigenio, al
personaje insignificante para la trama, escondido entre el asesinato
y el matrimonio fracasado, anónimo para ambos mundos, el interior y
el exterior a la novela y que, precisamente por eso, por no ser el
protagonista de nada, se salva de todo drama formando parte de la
inmensidad de vidas normales, vidas que no destacan entre la masa.
Mientras leía, mientras iba avanzando entre las casualidades fatales
y la desidia de todos los personajes que es, también, semilla
imprescindible para la tragedia, recordaba uno de los pocos consejos
que doy con orgullo y convicción cuando alguien me pide opiniones
sobre los avatares de su vida personal tomando como excusa mi
formación psicólogica. Yo, que siempre me he considerado muy mal
psicólogo, he recomendado, en cambio, muchísimas veces algo muy
sencillo, tan evidente que me da vergüenza escribirlo: las cosas hay
que hacerlas cuando tienen sentido (sentido temporal, se
sobreentiende), hay que hablar sobre los conflictos con la gente
cuando se tiene la más mínima oportunidad. Al mismo tiempo, venía
a mi mente un tema muy calderoniano, en concreto, el que se trata en
La vida es sueño:
el destino no es un ente inamovible al que debemos rendirnos. Porque
es eso lo que sucede en la historia de Santiago Nasar. Desde el
comienzo, todo es desenlace, todos dan por hecho el trabajo que nadie
se atreve a hacer. En el fondo, parece que lo dan por muerto desde el
instante en que se consuma la amenaza. Con un tono descreído, parece
que todas esas voces fingen cuando afirman que nadie tomaba en serio
a los cuchilleros, parece que todos mienten cuando afirman que
pensaban que el inminente muerto tenía que estar enterado ya de lo
que iba a suceder. Afortunadamente, me comían los nervios por la
indolencia de un pueblo entero, me indignaba la ligereza con la que
Ángela elige quién debe morir, me torturaba la cadena de
infortunios casuales que condenan a tres hombres a convertirse en
leyenda, me causaba turbación la imagen de un hombre que sonríe
mientras se sujeta las vísceras. Afortunadamente, repito. Porque es
una suerte encontrar libros en los que uno pueda pensar y casi sentir
de manera tan intensa. Afirma García Márquez con disgusto, a través
de la voz que narra en el libro, que la vida se parece demasiado a la
mala literatura y puede ser verdad. Contradictoriamente, también es
cierto que la buena literatura o, al menos, la buena narrativa lo es
por su tremendo, por su terrible parecido a la vida. De momento y por
suerte, seguiremos sin encontrar una solución aceptable a este
dilema.
domingo, 19 de enero de 2014
martes, 14 de enero de 2014
La Caja Negra
Apuntaba al escribir
sobre El animal moribundo
que, a veces, se disfruta más de un buen escritor cuando, en su
obra, plantea afirmaciones con las que no podemos estar de acuerdo o
sentirnos cómodos. Empiezo esta semana gozando del placer de
contradecirme. No voy a retractarme de lo que ya he escrito, pero sí
voy a afirmar hoy el placer que supone encontrar sentencias y
proposiciones de las que uno no puede disentir, incluso, más allá,
ideas similares a otras que ya se había estado rumiando, aunque el
planteamiento no fuera exactamente el mismo. Porque, ante todo, La
caja negra de Josep María
Rodríguez, un poemario editado por Pre-textos y que ganó en 2003 el
premio Emilio Prados, es (o, al menos, a mí me lo parece) la
confesión de un aprendizaje, una manera de dejar constancia de
algunas certezas, codificadas y construidas con el material que
proporciona el propio discurrir en que consiste estar vivos. En este
sentido, “poética” define a la poesía como “Buscar la aguja
del instante eterno. / No el poema, / sino aquello que va a durar por
siempre para mí”. La actitud de búsqueda y contemplación bastan,
ya que, como se dice al final del poema: “La memoria, / después, /
impone un orden.” En el primero de los textos que compone el libro,
en la primera página, puede leerse: “Todo es cuestión de ciclos.”
¿Y quién se atreve a negarlo? ¿Quién no se siente reconfortado de
encontrar una verdad semejante en la voz del poeta al que se le
concede la autoridad a través del acto de lectura? Es tan
innegablemente cierto como lo son los tópicos, esas expresiones que
desdeñamos sin darnos cuenta de su capacidad de vertebración de un
marco de referencia. Y ésta es la idea que late en “intermitencias”,
cuando el poeta admite lo que muchos no están dispuestos a admitir:
Igual que este
paisaje,
mi idea de mí mismo
ha ido cambiando:
no puedo estar del
todo satisfecho.
Sé que parece un
tópico,
pero los tópicos
-como vallas
a ambos lados de la
carretera-
dan seguridad,
nos delimitan.
Prácticamente,
estoy de acuerdo con todas las afirmaciones categóricas que se hacen
en el libro: la capacidad de la felicidad para generar confusión, la
seguridad de que está la nada detrás de cada una de las grietas que
podemos identificar en la existencia, la ausencia de razones que
justifica el amor (y, en general, cualquier afecto, elección o
preferencia), la escasa relación que existe entre la necesidad de un
reencuentro y la posibilidad de que suceda, la fascinación que tiene
lo lejano frente a lo anodino que parece lo que tenemos delante, la
vida como una órbita trazada alrededor de la palabra muerte, la
muerte como un sol hecho pedazos, la constancia de que es inútil
otorgar un sentido a todo, como inútil es andar contando el tiempo
que nos queda puesto que:
Vivir es abrazar
oscuridades:
de lo que no sabemos a
lo que no sabemos,
desde una lejanía a
otra lejanía.
Todo es inaccesible.
Desde
esta óptica, la pérdida es inevitable. Incluso cuando tocamos el
mundo, los objetos, vamos dejando en ellos un rastro, el de nuestros
días, la prueba incontestable de haber vivido. Por otro lado, no es
difícil concluir cuál es la labor del poeta como constructor de
estos discursos. Está claro que su función principal es la del
notario, que recoge de forma manifiesta todas esas semillas de
conocimiento y las hace constar en cada verso. Por eso, afirma
Rodríguez en “las semillas del viento”: el horror
necesita de mis ojos. Porque,
después de todo, la poesía tiene algo de vanidad, de búsqueda de
un nivel intelectivo de autosatisfacción. Al fin y al cabo, por
mucho que el poeta centre su foco en la otredad (un ejemplo
paradigmático es la persona amada) siempre está hablando de sí
mismo. Y así, descubrimos que es sincera, irrevocablemente sincera,
la toma de conciencia que se intuye en el poeta en “principio y
fin”, el último de los poemas del libro:
Y hablar de ti,
en el fondo,
también es una forma
de egoísmo.
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Josep María Rodríguez,
Libros,
Poesía
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