sábado, 24 de diciembre de 2011

Prólogo - presentación para la antología - apertura del IV Encuentro de Verdes Escritores y Escritoras (Moguer, Octubre de 2011).


Ya que esto tiene que empezar de algún modo, empecemos por la imposibilidad de estar plenamente convencido sobre las propias posturas morales. Salvando unos cuantos universales y axiomas a partir de los cuales no se suele estar dispuesto a ceder, la mayoría de nuestras posturas éticas tienen una estabilidad ficticia, una estabilidad en la que necesitamos creer para salvaguardar el necesario equilibrio psicológico. Cualquiera que se detenga un momento a pensar en la evolución de su propio sistema de valores (me gusta más la palabra ideología pero ya se sabe que el abuso político que se ha hecho de este término le ha provocado un serio y triste desgaste), se dará cuenta en seguida del cambio que ha sufrido su modo de interpretación de la realidad a lo largo del desarrollo social y emocional que le ha llevado al momento en que vive. Y si esto no es así, probablemente, se deberá a que se está haciendo un análisis sesgado e incapaz de superar las barreras que impone la autocensura. A nadie extrañará que ahora afirme que este continuo proceso dinámico de la moral me parezca sano. Me explico. El cambio de postura en los modos de pensar, cuando puede justificarse, es síntoma, en el mejor de los casos, de una revisión, de un constante planteamiento de dudas y de la humildad de admitir que la forma en que se percibe el mundo puede estar equivocada. Aquellos que se declaran inmutables en su forma de pensar resultan, en ocasiones, sospechosos de no querer admitir que existen otras realidades mentales y justifican, de este modo, que se les atribuya una peligrosa falta de empatía. Se me podría decir que el cambio de posturas éticas no siempre está bien meditado y que se trata en muchas ocasiones de una simple sumisión a los contextos. Es cierto. Pero conviene recordar que éste es un proceso adaptativo y que, por muchos libros de metafísica que escribamos, seguimos siendo animales y seguiremos regidos por la darwiniana ley de la lucha por la supervivencia.
No quisiera detenerme mucho en este punto. Tan solo quisiera mostrar que esta disertación no pretende ser una doctrina (preferiría que se la tratara como un largo listado de imprecisiones) y, además, me gustaría tomarla como base para enlazar con aquella (ya) vieja idea tan manchada de postmodernismo, según la cual, el ser humano vive en un estado total de incertidumbre, no puede aferrarse a ninguna certeza y es normal ese sentimiento de estar desnudo frente la fría vacuidad del universo. Lo cierto es que, aunque vieja, esta idea corre el riesgo de convertirse en pandemia atendiendo a los tiempos en que vivimos. La famosa crisis (cuchillo) que nos atraviesa empezó por ser económica y, en estos momentos, parece que no hay un ámbito de la existencia humana que no esté en clara decadencia. La fe en el progreso, en la capacidad de mejora, en el trabajo por el bien común y el esfuerzo colectivo está en caída libre y, por ello, necesitamos que determinados conceptos, que hasta ahora se restringían a ámbitos concretos, extiendan su significado y ganen un mayor valor de uso. Entre esos conceptos, en mi opinión, está la sostenibilidad. Hemos escuchado hablar de desarrollo sostenible, de economía sostenible. Desde estas líneas, yo me atrevo a proponer una hermenéutica de lo sostenible o, mejor dicho, un modo sostenible de crear realidades e interpretarlas, que ayude a mantener el equilibrio mental incluso en estos tiempos. Después de estos rodeos, me siento ya seguro para hacer la afirmación que explica cuál es la relación de tanta retórica con el motivo que nos reúne en torno a este verde encuentro: la poesía es una forma sostenible de enfrentarse a la vida.
Volvamos por un momento al planteamiento de base postmoderna. Ante aquellos argumentos, fueron muchos los que, en su día, abogaron por la necesidad de crear un artificio, una ficción que hiciera habitable el mundo. No es necesario ser un firme defensor de estas filosofías para estar de acuerdo en la necesidad de sentar unas bases que reduzcan la incertidumbre. Sin embargo, al mismo tiempo, es innegable la dificultad a la que nos enfrentamos cuando pretendemos elaborar o defender sistemas de ideas que no perjudiquen o incapaciten a los demás o, llegando un poco más lejos, al resto de entornos que no nos son propios. Hasta una simple opinión es susceptible de provocar daños. Decía Cioran que solamente los desharrapados estaban libres de la culpa de no haber dañado a nadie. Sin necesidad de adoptar esta postura tan radical, pensemos por un momento en la figura del poeta en la actualidad, en la supervivencia de la poesía en el presente, ¿puede un género tan minoritario, tan reducido a la esfera de lo intelectual, causar algún tipo de daño? ¿Puede hacer la poesía algo que no sea construir aunque no se lo haya propuesto de forma explícita? Porque ya sea considerada como ficción o como un campo de lo creativo que no se circunscribe a la literatura, la poesía nos ofrece marcos de referencia, andamios sobre los que construir percepciones e interpretaciones sobre nuestra propia identidad, sobre el espacio sociocultural que habitamos, sobre la vida y todas sus cuestiones adyacentes. Este efecto es mayor si pensamos que la poesía no está concebida para ser explicada y que es cada lector el que tiene que poner en juego sus armas intelectuales cuando se enfrenta a un poema. En el proceso de apropiación psicológica de unos versos, la batalla siempre se gana desde el plano de la subjetividad y es esta circunstancia la que anula cualquier capacidad de adoctrinamiento. Por ello, toda poesía que pretenda imponer un discurso dominante está, antes o después, condenada al fracaso.
A estas alturas, no es importante el debate sobre las certezas. Si algo tenemos claro, es que necesitamos asideros para evitar una espiral de depresión y desesperanza colectivas. Y uno de los materiales con los que construirlos es la escritura y la lectura, la libertad con la que la imaginación discurre cuando pensamos en los poemas que se han cosido a nuestra piel, cuando fantaseamos sobre la cotidianidad de tantos hombres y mujeres que dedicaron años a escribir esos libros que nos fascinan. Y, así, identificamos en las famosas caídas de arquitecto de Vallejo esa angustia que nos oprime los domingos cuando anochece, aunque seamos conscientes de estar leyendo un himno escrito en tiempos de guerra. Nos sentimos como anónimos estudiantes cuando visitamos el aula de Baeza en la que Antonio Machado enseñaba francés y casi podemos ver su presencia mientras se quita el sombrero. Le pedimos a Cortázar en su tumba que nos obligue a gritar nuestro verdadero nombre. Paseamos por Rua dos Douradores con la convicción de poder fundirnos en la confederación de almas que llamamos Fernando Pessoa. Buscamos con un afán infantil la calle Aire con el estímulo de oír el rumor de una antigua fuente. Todo ello sin querer entrar en ciertos análisis en los que el limitado conocimiento de este prologuista acabaría resbalando. A modo de ejemplo, se podrían recordar las aportaciones que hace Andrés Sánchez Robayna en el epílogo de su libro En el cuerpo del mundo sobre la capacidad de restitución que la poesía tiene sobre la palabra. Como explica magistralmente el poeta insular, las fuerzas de presión dominantes a esfera internacional han conseguido desgastar el lenguaje, reducir la esfera semántica a un valor de mero intercambio. La palabra, reducida a mercancía, necesita una labor de recuperación en la que el poeta por oposición, por resistencia, por actitud crítica, debe tener un papel protagonista. Una vez, oí a un buen amigo decir que, después de todo, los poetas no somos más que gente corriente con un gusto especial por la exactitud en el uso de la palabra. Quizá éste sea un buen resumen.
En mi opinión, es esa red que para cada golpe, esa capacidad de interpretación de la vida que tiene el lenguaje poético, la más clara prueba del carácter sostenible de la poesía, es decir, de su poder para apuntalar las voluntades humanas. Con toda su artillería inofensiva, la palabra poética nos ofrece la sombra antes de desfallecer, nos ayuda a seguir recorriendo el camino haciéndonos conscientes de la existencia de una multitud de caminos distintos, nos susurra al oído que no somos más que cambio. Y, así, al comprender la vida como un trayecto, alcanzamos la certeza de saber que el paisaje ha de cambiar inevitablemente (nos guste o no nos guste), recordamos a Neruda en cada paso, pues sabemos que:

Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío.


Enrique Zumalabe Ramblado,
uno de tantos.

viernes, 23 de diciembre de 2011

¡Qué agradable sería un mundo en el que no se permitiera a nadie operar en bolsa a menos que hubiese pasado un examen de economía y poesía griega, y en el que los políticos estuviesen obligados a tener un sólido conocimiento de la historia y de la novela moderna! Imagínese a un magnate enfrentado a la siguiente pregunta: "Si hubiera de establecer un monopolio triguero, ¿qué efectos tendría sobre la poesía alemana?"

Sobre el cinismo de la Juventud (1929)
Bertrand Russell

sábado, 17 de diciembre de 2011

El libro negro


Nunca pensé que un Pamuk fuera a suponerme tanto esfuerzo. Había pasado por Nieve, Otros colores y La casa del silencio con un placer extremo, deleitándome incluso en los fragmentos más oscuros e inmisericordes que todo buen escritor suele insertar en sus obras para quebrarnos un tanto la cabeza a sus fieles lectores. Y así era mi experiencia con el buen Orhan hasta que este verano, mes de julio, cuando apareció por Huelva mi amigo Miguel Mejía para pasar las vacaciones, pactamos un intercambio temporal de libros que incluía en mi lista de deberes El libro negro, una novela de la que había escuchado hablar mucho y muy bien. Todo empezó de forma adecuada y se desarrollaba dentro de mis previsiones. Otra vez Estambul, otra vez la tristeza y la vitalidad de un mundo que se debate entre su historia y tradiciones y el impulso contagioso la occidentalización. Otra vez las tensiones políticas y sociales, el microcosmos de la historia turca, el trasfondo de asesinatos políticos y golpes militares, la miseria de las calles como metáfora que insinúa la posibilidad de un destino. El libro negro es la historia de un abandono. Galip, un joven abogado, descubre una noche, tras volver del trabajo, que su mujer y prima Rüya le ha abandonado dejándole una breve carta de despedida. A partir de entonces, Galip destinará todo su tiempo a la búsqueda de Rüya y Celal, un familiar de ambos, columnista venerado y odiado a partes iguales, con quien sospecha que podría estar escondida su mujer. En la primera parte de la novela, la búsqueda de Galip es, a ratos, detectivesca y, en otros momentos, recuerda al Horacio Oliveira que, en Rayuela, busca con ansia a la Maga mientras atraviesa el Pont des Arts. En un viaje iniciático por Estambul, Galip busca indicios sobre el paradero de su mujer en burdeles, redacciones de periódicos, casas de amigos y desconocidos, cafés, tiendas, talleres de artesanía que dan acceso a túneles y estancias subterráneas. Salpicado de recuerdos de la infancia y entremezclado con las columnas del enigmático Celal, el relato va encerrándose progresivamente en la exposición de una serie de ideas sobre el enfrentamiento entre las culturas occidental y oriental y sobre la existencia de un posible misterio más allá de la realidad que se percibe. De hecho, en la segunda parte del libro, la narración se ve interrumpida tan secamente durante tal número de páginas, que uno empieza a sentir cierto hastío de recibir tanta información sobre el hurufismo, Mevlana, el misterio de los rostros, el origen de las letras, la posibilidad de identificar letras en las caras de todo ser humano y, por tanto, de leerlas... Se plantean varios dilemas interesantes, quizá el mismo debate analizado desde el polo de lo cultural y desde el polo de la identidad psicológica individual. Desde el primero, el debate es el que suele presentar Pamuk en sus libros, la eterna cuestión turca, el peso de Europa frente a la larga historia de la tradición otomana. Sucumbir o resistir, ¿es la occidentalización la solución a los problemas sociales y económicos del país o no es más que una manera de agravarlos? ¿Es posible un desarrollo social desde la defensa de unos valores propios y específicamente orientales? Más interesante, quizá, es el polo subjetivo de esta cuestión que se resume en el interrogante: ¿Cómo se puede ser uno mismo? Es más, ¿es posible ser uno mismo? ¿Es posible tener una voz propia y libre de todo tipo de influencias, un pensamiento original libre de la contaminación que pueda ejercer el pensamiento de cualquier otro? No quisiera aburrir con mis opiniones al respecto, pero ya se adivinará que no soy un entusiasta defensor de las grandes personalidades y que siento cierta debilidad por esas teorías que defienden la confederación de almas, el espíritu de los tiempos, la identidad personal y la sociocultural como narraciones construidas. Evidentemente, se ofrecen ideas extremadamente interesantes en el libro, anécdotas y referentes culturales que ilustran la maestría de Pamuk, historias que salen del hilo principal y enriquecen un relato que podría convertirse en ordinario de otra forma. El problema es que la acción, en determinado momento, se detiene hasta tal punto que uno empieza a sentir desinterés por lo que haya hecho o dejado de hacer la desconsiderada de Rüya. Paralelamente, uno también se plantea por qué dedica un tiempo tan excesivo Galip a cavilaciones que no le van a ayudar en su búsqueda, si lo que verdaderamente le preocupa es la desaparición de su mujer. Afortunadamente, resistí el impulso de abandonar la lectura de esta novela. No sabía que me esperaba un final dispuesto a satisfacer todas mis expectativas.