Que no podemos escapar a
lo que somos, que las decisiones ineludibles son también (y
precisamente) irreversibles, que no tenemos más vida que la que
masticamos tarde a tarde, son verdades que suscribiría, incluso, el
mismísimo Fernando Pessoa en el más optimista de sus estados
disociados de conciencia. Algunas verdades, sin embargo, no pueden
ser simplemente enunciadas. Necesitan ser desentrañadas, explicadas
a lo largo de un discurso de retórica oculta. Necesitan ser
revestidas de un armazón de palabras que arrastre (más que cambiar)
las convicciones más sólidas. Un esfuerzo semejante no parece al
alcance de cualquiera. Manuel Moya, en su libro Salida de
emergencia (Ediciones de la Isla de Siltolá), parece haberlo
conseguido en un solo poema que supera los ochocientos versos. Porque
Salida de emergencia no es otra cosa que la historia del poema
que quiso ser libro, el testimonio de un poeta que parece haber
recogido la herencia de la estrategia socrática para readaptarla y
transformarla en un camino poético, un camino en el que el lector se
dejará llevar sin objeciones a la conclusión que Manuel le guarda
como última certeza. Es, pues, un acercamiento didáctico el que se
nos ofrece. Una voz que deja traslucir a las claras que ha vivido,
que ha vivido tanto como cualquiera que tiene algo que decir, es la
que nos tranquiliza con un anuncio: “hoy vengo a contarte esas
cosas que me pasan por lo adentro”. Es esta voz la que combina
la firmeza (“ni siquiera esperar es ya un consuelo”) con
la duda que parece revelar un agujero y que abre la puerta a una
negociación (“Venía, digo, a contarte algo importante,
urgente, inaplazable, / pero no sé, no sé, de pronto el cielo se ha
nublado”). Se trata solamente de un recurso. Toda debilidad
discursiva, aunque no sea explícitamente apuntalada, acaba
haciéndose ridícula ante la creciente amenaza de una existencia
monolítica, inmutable, una vida que es la nuestra y donde no existen
las salidas de emergencia. No es una voz altiva, sin embargo, la que
nos habla. Es una voz que, además de dejar margen al escepticismo,
despliega con maestría un uso de las personas del verbo ante cuyo
juego acabamos sucumbiendo convencidos. Las idas y venidas entre el
yo y el nosotros, entre el ocasional trato de usted y esas terceras
personas que pueblan el poema y le van dando forma, son el entorno en
el que el poeta llegará, los lectores llegaremos, a una escena
definitiva de confrontación.
La corriente de este
poema – río se hace incontenible a partir de un verso (quizás el
mejor del libro): “ventanas que no dan sino a sí mismas”.
Se podría objetar que las ventanas nos ofrecen un paisaje y, por
tanto, una posibilidad de fuga, aunque sea efímera, de nosotros
mismos. Pero ¿acaso podemos percibir alguna realidad escapando de lo
que somos o de nuestra conciencia? ¿No tenemos casi siempre la
sensación de que el paisaje responde, en parte, a la proyección
exterior del ambiente, ya sea intelectual o sentimental, que nos
domina? Después de comprender que “el miedo viene de los
huesos”, que la noche es un “tigre sin alma”;
después de comprender “que la vida tiembla, duda, tiembla,
porque nada hay que lo sea para siempre”, ¿qué nos queda
entonces sino enfrentarnos a Dios? ¿Cómo evitar la tentación de
acusarle de abandono? ¿Cómo evitar culparle de todo envilecimiento?
Queda, así, justificado que se pierda el interés en hablar de la
vida, condición inestable y caprichosa:
Qué importa, pues, la
vida, y te comprendo,
si mañana una bala,
un naipe, una cirrosis
nos alcanza en pleno
rostro y el autobús no cambia al cabo,
ni su horario ni sus
niños, ni sus baches,
ni su mugre, ni
siquiera sus paradas.
Y aunque nos dejemos
guiar por un tinte, una camisa, una cama, el pedazo de tierra donde
echamos raíces, el pan que nos ganamos, la hipoteca, sabemos que “al
fondo hay una puerta (ella te la va mostrando sin mostrarla) / donde
todo sobra”. Finalmente, es así de sencilla la razón que nos
lleva a admitir que no encontraremos “ni una maldita salida de
emergencia.”