De vez en cuando, se me
olvidan los motivos por los que no suelo asistir a la representación
de obras de teatro. Alguien me llama, me ofrece un plan y acepto con
naturalidad, mirando con escepticismo y cierta extrañeza hacia atrás
y sin comprender muy bien a qué se deben las reticencias que,
normalmente, antepongo en otras ocasiones. Y es, de esta forma, como
acabé algún sábado en el teatro de Corrales, dispuesto a ver una
obra de la que, inocentemente, me dio por pensar que tenía cierto
tono trágico. En realidad, no sabía nada previamente, pero tengo la
mala costumbre de dejarme llevar por la ficción de la expectativas
que me construyo acerca de las cosas. Así que, de pronto, me vi
frente a una comedia, frente al monólogo de una mujer joven
atormentada que acaba por comprender, entre gritos catárticos y
gestos de bailarina, que tiene que ser feliz porque ella-lo-vale.
Es complicado después, ya en la calle, controlar las criticas y
admitir con rotundidad que no te gusta nada lo que has visto,
especialmente, cuando, durante la obra, el público ha aplaudido y
reído hasta la extenuación cada una de las gracietas, mientras uno
se ha sentido incómodo, como excluido de una celebración a la que,
sin embargo, el azar le ha llevado como espectador o como testigo. La
verdad es que siempre me causaron cierta tristeza las explosiones de
júbilo y optimismo fundadas en causas que no acertaba a comprender
o, directamente, no compartía. El caso es que, precisamente
en esas circunstancias, toman sentido completo otra vez mis
objeciones y prejuicios habituales frente a las representaciones
teatrales. El teatro me interesa, casi exclusivamente, como una de
las ramas de la Literatura. Según lo que puedo percibir, me da la
impresión de que viene produciéndose desde hace ya muchos años un
lento y progresivo divorcio entre la literatura y el teatro o, dicho
de un modo más específico, entre los criterios de validación
literarios y los criterios de validación teatrales. En este sentido,
ya no es necesario para que una representación teatral sea
considerada como “buena” que esté sostenida por una buena obra
literaria de base, para que nos entendamos: por un “buen libro”.
No es nuevo este fenómeno que sufre la literatura, de la que parecen
querer divorciarse la mayoría de sus antiguos cónyuges, excepto
quizá la narrativa. El teatro, desde que reclama su independencia
total como disciplina, se ha llenado de un humor burdo y fácil, ha
aceptado como algo natural la sobreactuación y el histrionismo, se
ha adornado de contenidos sociales e ideológicos estandarizados, se
ha convertido en un catálogo estereotipado de modelos de vida que
ofrecen una felicidad neutra más propia del libro de autoayuda que
de las funciones que cumplía en sus orígenes. Si, como todo parece
indicar, se sigue por este camino, el teatro será, más que una
disciplina artística, una actividad de encuentro social, como ocurre
con la mayoría del cine que se consume en las salas comerciales. Me
atrevo a hacer esta predicción porque, a diferencia de lo que ha
sucedido con otros procesos de divorcio con la literatura (y pienso
claramente en determinadas formas de poesía), esta deriva del teatro
le ha llevado a ganar un público numeroso y entusiasta. Por otro
lado, y esto sí es compartido con otros divorcios, ha ido creciendo
un sector de bienintencionados emprendedores amateur que
entienden que cualquiera puede hacer teatro y, lo más extraño, que
cualquiera puede hacerlo bien. Supongo que es el destino de lo
literario: la lectura como un acto íntimo y en soledad, alejado del
ruido social y de toda utilidad que no sea el propio acto de
cohabitación entre el lector y el texto. Yo, al menos, lo tengo
claro y prefiero el gozo silencioso de la obra de teatro literaria
como libro, como texto que se debe a una tradición para ensalzarla o
violarla. Las coreografías psicodramáticas que triunfen sobre las
tablas, la verdad, me interesan mucho menos.
lunes, 15 de julio de 2013
miércoles, 10 de julio de 2013
Mi librero de referencia y la necesidad de una poética
No necesito buscar una
excusa demasiado artificiosa para arrancar el coche, conducir hasta
Moguer, aparcar en la calle Juan Ramón Jiménez e invadir durante un
tiempo indefinido la librería de mi buen amigo José Manuel Alfaro.
En ocasiones, le encargo libros, no porque necesite nutrirme de
lectura en esos momentos (lo cierto es que no sé si alguna vez
terminaré de leer todo lo tengo pendiente en casa), sino por fijar
una pequeña obligación, un instante en el que tenga que romper la
rutina siempre acuciada por la escasez de tiempo para hacerle una
visita y dejar que la mañana o la tarde pase sin los habituales
tirones de las prisas que manchan los días laborables. Creo que
todos los que lo conocemos, estamos de acuerdo (y esta afirmación se
la tomo prestada a don Manuel González Mairena) en que José Manuel
es un auténtico librero y no simplemente el dependiente de una
tienda en la que se venden libros. Si a esto unimos la común afición
al vino y su gran conocimiento sobre el sector, se entenderá que mis
viajes a su taberna de Babel estén más motivadas por las
conversaciones que me brinda, por las recomendaciones de algún caldo
que siempre le pido y, sobre todo, por el buen trato que uno recibe
siempre. José Manuel juega también un papel importante como
dinamizador y promotor cultural y, en la medida en que se lo permiten
su vida personal y las difíciles circunstancias sociales y
económicas en las que nos vemos inmersos, desarrolla labores de
editor y de organizador de encuentros de escritores. Por si esto
fuera poco, también está su tapada condición de poeta de la que no
alardea y que mantiene siempre lejos del foco. Con estos
ingredientes, la receta de nuestro diálogo desemboca inevitablemente
en la cultura, pasa por el mundo editorial y acaba siempre en la
poesía. Con frecuencia, en medio de una de esos buenos ratos (café
o vino mediante) le hablo a José Manuel de algún poeta, de alguno
de los libros que he leído recientemente, de algún poema. Es
conocido mi interés por las poéticas, por los poemas en los que el
autor traza su concepción sobre la poesía u ofrece una reflexión,
encontrado un paralelismo entre algún aspecto de la vida o el orden
natural y el momento intelectual en que se concibe el discurso
poético. Y es aquí dónde encontramos siempre un punto de
desacuerdo. Según lo que él mismo me dice, hoy en día, hacer una
referencia a la poesía como entidad en el seno de un poema es
“cargárselo” y provoca ya cierto cansancio, por su excesiva
recurrencia. Por ello, se me ocurre hoy plantear esta cuestión:
¿sigue siendo necesario el planteamiento y la escritura de este tipo
de poemas? Supongo que ya se adivinará que mi respuesta es positiva.
Si bien es legítimo pensar que sería suficiente con las
conceptualizaciones y estudios que nos ofrece, desde el ámbito
teórico, la filología, desde mi punto de vista, estaríamos
ignorando un aspecto crucial, definitivo: la poesía es un fenómeno
fundamentalmente lingüístico. Más allá, la poesía supone la
creación un código propio, de una forma específica de discurso y,
como ya he apuntado otras veces, se convierte en un ámbito de
creación de un conocimiento propio. En este sentido, no creo que
pueda pensarse en una poesía que no se defina a sí misma, como
tampoco se entendería que la psicología no ofreciera un concepto
sobre la propia ciencia psicológica y se limitara a las definiciones
del diccionario o las que se hicieran desde otros campos de
conocimiento, por muy fronterizos que estos fueran. Por otro lado,
tratándose de un fenómeno lingüístico, la poesía está muy
cercana al pensamiento, a la esfera emocional, a la delimitación de
una individualidad de carácter identitario. Es decir, su carácter
lingüístico la convierte en un fenómeno exclusivamente humano y
es, precisamente, el lenguaje, el ha hecho de la especie humana un
ser con funciones psicológicas ampliadas, el que nos ha llevado a un
grado de diferenciación interindividual tan amplio que, incluso, ha
trascendido al terreno de lo que podría llamarse la psicología
popular en la famosa sentencia, tan manida como indiscutible, que
afirma que no hay dos personas iguales. Y este argumento, tan
aparentemente simple, tonto si queréis, es el que me lleva a seguir
defendiendo la necesidad de escribir poéticas, ya que no puede haber
dos poetas iguales, ni dos concepciones sobre la poesía idénticas
que nazcan de experiencias genuinamente distintas o, que siendo
similares (y esto es lo fundamental), estén definitivamente marcadas
por la distinta interpretación simbólica que cada personalidad
individual pueda hacer de ellas. Y dicho esto aprovecho para mostrar
mi más profundo respeto a mi amigo José Manuel Alfaro.
Probablemente, sin interlocutores como él y como tantos otros de mis
amigos, no dispondría quien escribe estas líneas de estímulos
intelectuales suficientes para sostener tanto aparato retórico.
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