Empiezo a leer con
atención la conversación entre Caballero Bonald y Pérez Azaústre
que publicó el diario El País en su página web el día 23 de
abril, en que le fue concedido al primero el Premio Cervantes, a la
que accedo gracias a mi amigo Miguel y a su constante atención para
estas cosas. Y, ya en el comienzo, me quedo más tranquilo al
descubrir que , afortunadamente, el título miente y no se trata de
una conversación, sino de una entrevista en el que el más joven
pregunta y el más experimentado responde con la libertad que otorgan
la edad y la confianza que proporcionan un sólido proyecto literario
ya desarrollado. A pesar de la necesaria y poco cuidada labor de
recorte y edición llevada a cabo para adaptar una secuencia de
realidad al formato de una entrevista digital (en algunas ocasiones
da la impresión de que Caballero Bonald aplicara aquella actitud que
mi amigo Alejandro Barragán define como “pregúntame lo que
quieras que yo te responderé lo que me salga de los...”), lo
cierto es que las reflexiones y planteamientos del último Premio
Cervantes se dejan leer con placer y son un impulso intelectual para
cualquiera que esté atento, interesado y muestre cierta tendencia a
la conceptualización del hecho literario. Durante la lectura de la
entrevista, me ha llamado la atención que, en muchas de las
respuestas de Caballero Bonald, se deja traslucir cómo, al indagar
en su infancia, al buscar en los orígenes aquéllas circunstancias
que le llevaron a la escritura como decisión vital, hay una
constante alusión a su necesidad o gusto por imitar las acciones de
héroes de tebeo como Flash Gordon o de personajes reales ligados al
mundo de la literatura y caracterizados por su carácter intrépido y
aventurero. Tengo que confesar que me ha encantado esa dirección del
análisis y, desde ese punto de vista, esto implicaría, yendo un poco
más lejos, una concepción del acto de escribir como un proyecto de
aventura vital y, de esta forma, requeriría de quien escribe un alto
nivel de valentía. No podemos olvidar que escribir (en general,
pero, más concretamente, la escritura de poemas) supone siempre la
concesión de una parcela íntima, de un pensamiento privado que se
hace público desde el mismo momento en que se codifica en palabras
con un formato que pueda ser inteligible para un futuro lector.
Porque está claro (y esto es innegociable) que todo lo que se
escribe está pensado y diseñado para la implicación de un lector.
La decisión de escribir es, en cierto modo, incívica. Supone una
declaración de intenciones, en la que, implícitamente, se deja
claro que se está dispuesto a renombrar el mundo, a redefinirlo, a
imponer un punto de vista, a tomar un posicionamiento dentro de una
corriente intelectual antigua y, al mismo tiempo, exclusivamente
personal y reinventada. Y, al hacer todo esto, se asume un riesgo
claro, pues el escritor se expone ante la sociedad para que ésta le
juzgue. Lanza su obra a la arena pública y espera que las voces, más
o menos autorizadas, elaboren un dictamen o una condena, se debatan
entre la indiferencia, el rechazo y la adulación. Si la escritura,
como aclara el propio Caballero Bonald, en su actividad de
arquitectura de palabras, no es una suplantación de la realidad ni
una mera copia, sino una interpretación la misma (una reconstrucción
lingüística me atrevo yo a añadir), cada escritor, como arquitecto
de discursos, tiene ante sí la inmensa e inabarcable tarea de
creación de una esfera de realidad propia, intrínseca, específica,
diferenciada. Dicho así, asusta. Dan ganas de no intentarlo y de
recomendar a cualquiera que esté empezando que lo deje ya, que se
trata de una pérdida de tiempo y, de hecho, no abundan precisamente
“los Borges” o “los Lorca”. Aunque también es cierto, que
este proceso de creación es lento y muy largo y que sólo pueden
intuirse algunos resultados parciales después de muchos años y
cuadernos emborronados. Además y, en todo caso, si no se culmina el
edificio completo, siempre podrá quedar la satisfacción de algún
ladrillo, especialmente, bien colocado.
lunes, 30 de septiembre de 2013
viernes, 27 de septiembre de 2013
Homenaje a Miguel Delibes
Le sentaron muy bien a
mis dieciséis años una de las lecturas obligatorias con las que nos
sentíamos agobiados en el instituto. Corría el curso escolar 1992 /
1993 y el profesorado responsable de la asignatura Literatura
Española del plan de estudios de BUP (qué raro suena eso de decir
Bachillerato Unificado Polivalente), tuvo la feliz idea de imponer
como lectura obligatoria de uno de los trimestres una novela de
Miguel Delibes, El camino.
Recuerdo haber comprado un ejemplar de la Editorial Destino y me
gustaría dar los datos habituales que suelo aportar cuando escribo
sobre los libros que voy acabando. Pero lo cierto es que tengo que
admitir con tristeza que he tenido que preguntarle al “amigo”
Google para poder aportar la fecha de la primera publicación del
libro: 1950. No es difícil entender el sentimiento que me produce
haber perdido, tras un préstamo, un libro tan especial para mí. El
camino es la historia de Daniel,
el Mochuelo, un niño de 11 años que afronta su última noche en su
pueblo natal, un pueblo que podría ser cualquier pueblo de la España
interior de aquellos años. Cuando llegue la mañana, Daniel partirá
hacia la ciudad a estudiar Bachillerato en un internado y los nervios
y la inmensa tristeza de descubrir que el paraíso de la infancia
también se acaba, no le dejan dormir. Pasará la noche recordando
sus correrías con los amigos, repitiéndose una y otra vez que
prefiere la vida sencilla y predecible del pueblo a la enigmática y
llena de nuevas posibilidades vida de los estudios. A través del
recuerdo de Daniel, asistimos a una imagen precisa y verosímil de
las vidas rurales de aquella España. El camino
fue, para aquel lector inconstante un aprendizaje por debajo del
umbral de la conciencia de los mecanismos y las satisfacciones
asociados al género novela. Fue uno de aquellos libros que me fueron
empujando muy lentamente a hacia el hábito de lectura, los
rudimentos de un hallazgo, la intuición de que había mucho que
hallar en la comunión del silencio y la página. Fue también,
además, una de mis primeras incursiones en la escritura narrativa.
Amor, aquella profesora de literatura a la que no presté siempre la
debida atención, tuvo la idea de hacernos escribir un capítulo
adicional, una especie de epílogo. Y, ante todo, fue el
descubrimento de uno de mis novelistas preferidos, el gran Miguel
Delibes que, con los años, fui degustando en muchas otras novelas.
Algunas de las páginas que más he disfrutado pertenencen a esos
largos monólogos que Delibes traza en algunas de ellas como Cinco
horas con Mario y Mujer
de rojo sobre fondo gris. Y qué
puede decirse de Los santos inocentes,
otro de esos textos que, como Cinco horas con Mario,
es fiel retrato de aquella realidad disociada que se escondía tras
la expresión “las dos Españas”. Aún me sigue durando la larga
y alegre complicidad que desencadena Diario de un
emigrante. Mucho menos me
gustaron El tesoro y
El hereje, ésta
última abandonada entre fuertes sentimientos de culpabilidad por la
traición al maestro. Quedan en el debe y es posible que algunas
queden ahí para siempre por mi empeño en vivir y mi falta de
disciplina, Las ratas,
El príncipe destronado,
Diario de un cazador,
Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso,
Diario de un jubilado,
La hoja roja...
Siempre tuve la sensación de deberle algo a Miguel Delibes, la
íntima necesidad de mostrarle un agradecimiento, de reconocerle, de
alguna manera humilde y anónima, las horas de felicidad absorta que
pasé ante su caudal inagotable de narrador de un país muy distinto
al que yo he vivido y que, sin embargo, nunca deja de ser el mismo.
Desde el final del pasado curso escolar, en el que tuve la suerte de
empezar a ejercer la docencia en un centro de Educación de Adultos,
puedo decir con satisfacción que, en cierta medida, estoy
procediendo a ese homenaje. En mis clases de Formación Básica, en
las que un sorprendente grupo de mujeres en edad de jubilación y
descanso, asiste cada tarde al colegio por el mero placer de un
ratito de lectura, dictado y cálculo, estamos leyendo cada día una
página de El camino.
Sé que puede parecer una tontería, pero el mero de hecho compartir
con mis alumnas un tesoro tan preciado me parece el justo homenaje
que un maestro como yo puede hacer de un generador de sed,
inquietudes y desvelos como fue Miguel Delibes.
Etiquetas:
Educación,
Libros,
Miguel Delibes,
Narrativa
jueves, 19 de septiembre de 2013
Un Cervantes para Bonald
Al mirar la galería de
distinguidos con el Premio Cervantes, experimento una sensación
extraña. Supongo que es la misma sensación cuando repaso los
galardonados de cualquier premio literario de gran trascendencia,
porque recuerdo haber escrito algo muy parecido cuando cuando estuve
examinando la lista de los que han recibido el Nobel. Así, a
primera vista, lo de siempre. Por un lado, la reconfortante alegría
de reconocer en la lista a esos genios de la lengua española cuyo
reconocimiento nunca es suficiente, así como la presencia de otros
que no siempre recibieron la suficiente atención académica, salvo
quizá cuando ya estaban muy cerca de la muerte e, incluso, algunos,
una vez muertos. En este sentido, es una tranquilidad encontrar en la
lista de galardonados a Borges, Onetti, Francisco Ayala, Rafael
Alberti, Nicanor Parra, José Hierro... Sin embargo, está también
la otra cara de los premios. El pensamiento que surge cuando se leen
con cierta sorpresa determinados nombres. Lo cierto es que, por
absoluto desconocimiento o por insuficiente número de libros leídos,
no puedo valorar la obra de Sergio Pitol, Ana María Matute, Torrente
Ballester, Guillermo Cabrera Infante, José Jiménez Lozano, Carlos
Fuentes... Sí puedo, en cambio, valorar, en cierta medida, la obra de
Miguel Delibes, uno de los novelistas españoles a quien más he
leído y por el que siento cierta predilección unida a una educación
sentimental y a una total falta de objetividad. A pesar de ello, ante
estos nombres, no puedo evitar hacerme una pregunta. No dudo en
absoluto de la calidad y el talento de estos escritores, pero estamos
hablando del galardón más importante en lengua castellana. ¿No es
un poco desmesurado afirmar que todos estos nombres han contribuido
con su obra de forma decisiva al patrimonio cultural hispánico? La
verdad es que, incluso en el caso de mi admirado Delibes, no sabría
que responder, indecisión que viene motivada (supongo que ya se
intuye) por la inmensa cantidad de ausencias imperdonables en esta
lista. No voy a entrar en nombres porque siempre cito los mismos.
Pero es cierto que hay escritores, cuyo talento no ha podido superar
la sensación de incomodidad que provocaron durante sus vidas a los
sistemas académicos, culturales e institucionales. De la misma
manera, hay escritores que han sido injustamente olvidados antes
incluso de haber muerto, con obras cuyos títulos son vergonzosamente
desconocidos para el público en general. Algunos con un solo poema,
con un solo cuento, han contribuido de mayor manera a enriquecer la
literatura hispánica que otros con más de treinta libros. Tengo que
decir, en cambio, que no puedo reprochar al Cervantes una escasez de
poetas en la nómina de premiados y un muy buen criterio, en general
para elegirlos. Teniendo todos estos datos en cuenta, supongo que el
fallo de la última convocatoria es una muy buena noticia. No es,
precisamente, José Manuel Caballero Bonald, un autor a quien haya
leído demasiado. De hecho, lo único que he leído han sido algunos
poemas sueltos por pura curiosidad literaria durante algunos años
que se ha agudizado estos días desde que está en todas las
primeras, por decirlo en argot periodístico. Ésta es la única
experiencia que tengo con el gaditano, además de una curiosa
anécdota en la Feria del Libro de Sevilla, en la que, por mi culpa,
aquel hombre pudo haberse roto el brazo derecho. Me parece una buena
noticia porque todos los poemas que he leído me han resultado de una
calidad notable y de un planteamiento serio. Me parece una buena
noticia porque se está premiando a un poeta andaluz y, sinceramente,
creo que todo premio a un poeta andaluz es el premio a la larga
tradición, al largo idilio que mantiene nuestra tierra con el oficio
poético y, por tanto, un premio a Bécquer, a Machado, a Cernuda, a
Javier Egea, a Lorca... Por último, me parece también una buena
noticia porque no es, precisamente, Caballero Bonald un poeta cómodo
que se dedique a dar bálsamos al sistema en el que le ha tocado
vivir. Desde el discurso formal y estrictamente poético que
construye, hay una clara actitud de oposición y de resistencia. Por
ello, me resultó muy gracioso escuchar a don Felipe, durante la
entrega de premios, alabar a Caballero Bonald usando el término
infractor. Qué fina ironía la que conceden los múltiples sentidos
y contextos en los que se debate la vida de un idioma. ¿Estaría
haciendo una velada referencia a ciertos asuntos de su familia?
Etiquetas:
Caballero Bonald,
Literatura,
Poesía
Suscribirse a:
Entradas (Atom)