jueves, 20 de junio de 2013

El profesor Eliot

La poesía es también, aunque no lo pretenda, una herramienta de construcción de conocimiento, una forma de codificar las ideas huyendo de los estragos que causa en el lenguaje habitual el uso impropio, el desgaste negligente, el carácter extremadamente perecedero de las mensajes que se enuncian. Quizá, por ello, recuerdo este jueves que se aferra despiadadamente al invierno a otro maestro de lectores y hacedores de versos, Thomas Stearns Eliot. Supongo que no hace falta que advierta del carácter extremadamente personal de estas líneas, escritas por un lector del Eliot traducido, que solo se atreve a adentrarse en el discurso original en ediciones bilingües y siempre con la sensación de estar acometiendo una aventura para la que no se está capacitado, siempre con esa actitud de buscar, al menos, una pequeña confirmación de que se tiene cierta idea de la lengua que alguna vez se estudió con menos interés del que hubiera merecido. Supongo, también, que a nadie extrañará que señale a Eliot como maestro, después de haber señalado a otros tan ideológicamente alejados. Como sabrá cualquiera que haya atrevido a dejarse llevar por la lírica, el estremecimiento experimentado en la lectura no entiende de diferencias ideológicas porque se sitúa en otro ámbito, aunque, a veces, los ámbitos aislados se acaben mezclando de forma satisfactoria. Eliot es, a mi entender, un profesor de una filosofía, de una psicología, de un pensamiento que se ha forjado en una experiencia emocional e intelectual y que es capaz de dar explicación a la historia, al mundo, a la sociedad, a la conciencia humana. No puedo, ni pretendo, ser exhaustivo al describir todas las aportaciones de Eliot a lo que yo llamaría una epistemología generada poéticamente, pero no puedo evitar hacer referencia a alguna de ellas como un simple acto de homenaje. La primera lección que me inundó de asombro leyendo su obra aparece en su poema “El primer coro de la roca”, escrito en 1934 y en el que, además de resumir en un solo interrogante la angustia sobre el sentido y el significado de la vida, plantea otros dos interrogantes que son la base uno de los grandes problemas que ha generado la, excesivamente tecnificada, sociedad de la información. Reclamo atención porque, como acabo de apuntar, estos versos que cito a continuación fueron escritos en 1934:

¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir?
¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?
¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información?

Estos tres versos bastarían como ejemplo para justificar la tesis que trato de defender. Sin embargo, no puedo cerrar esta pequeña reflexión sin acercarme al conjunto de poemas que he decidido releer recientemente y que son el verdadero origen motivacional de esta columna. Me refiero a “Little Gidding”, el último conjunto de cinco poemas que aparece en una obra impresicindible de la lírica del siglo XX: Cuatro cuartetos. “Little Gidding” es una clara muestra recopilatoria del estilo y las preocupaciones de Eliot. Los cinco poemas se mueven entre la ética y la metafísica y destilan ese tono reflexivo con ciertas connotaciones de tristeza que tiene lo que parece que llega a su fin, lo podría estar sucediendo por última vez, lo elegíaco (tomando la definición de Borges). El orden natural de lectura nos sitúa, inicialmente, en un lugar de oración donde parecen confluir todos los caminos en un tiempo sin tiempo. Desde allí, nos lanza a un paseo por las calles antes del amanecer que desemboca en un encuentro con una voz del pasado ya muerta, pero que vuelve a advertirnos o a confirmarnos lo que ya intuíamos. A partir de ese momento, se desencadenan tres instantes de extrema lucidez y el lenguaje se hace análisis de ciertos matices del funcionamiento psicológico que, en un proceso inductivo, se lanzan a la configuración de postulados sobre procesos históricos. En esta travesía, descubrimos, por ejemplo, cosas tan sencillas ésta:

                                  … Ésta es la utilidad de la memoria:
libera. No reduce el amor sino que lo dilata
más allá del deseo, liberándonos
de futuro y pasado...

O, por no aburriros demasiado, comprendemos la unión indisoluble de todos los conceptos que se ponen en juego en la creación poética, especialmente, cuando se intenta definir qué es la poesía, cuando se es consciente del tono de sentencia con el que se reviste al discurso poético; cuando se entiende que la vida es conciencia, la conciencia es lenguaje, el lenguaje es creación y la creación se asemeja a la vida, con su reverso oscuro que es la muerte. En palabras de Eliot:

cada frase y cada sentencia es un fin y un comienzo,
cada poema un epitafio. Y toda acción
es un paso hacia el filo, hacia el fuego, hacia el seno del mar
o una piedra ilegible: y es allí donde empezamos.

No resultará extraño a estas alturas que no tenga ningún prejuicio intelectual con el poeta que se atrevió a declarar, jactancioso, que se definía como "Clásico en literatura, Monárquico en política y Anglo-católico en religión".

lunes, 17 de junio de 2013

El carácter pedagógico de Ángel González

Sé que puede resultar algo pretencioso, pero cuando regreso a la poesía de Ángel González, experimento esa sensación de paisaje familiar y reconocible, algo similar a lo que me ocurre cuando vuelvo a leer, más bien releer, los poemas de mi amigo Dani o de Miguel. El paseo por los poemas va desde esos que uno casi podría recitar de memoria a aquellos otros que se empieza a leer un poco desubicado y se acaba anticipando en voz alta los versos que llegarán a continuación. No nos engañemos, no soy un experto en el poeta asturiano. De hecho, mi conocimiento sobre su obra poética se limita, casi exclusivamente, a sus greatest hits y está fundado, sobre todo, en 101 + 19 = 120 poemas publicado por Visor, el disco La palabra en el aire y la antología recogida en Tiempo inseguro, el volumen de la Revista Litoral al que ya me referí hace varias semanas. Creo que mi visión de Ángel González es, fundamentalmente, la de una figura pedagógica y, por ello, cada vez que intento poner en orden mis percepciones e interpretaciones sobre su obra siento que mi discurso se tiñe de seriedad, del respeto que se debe a su magisterio. No es extraño, por tanto, que confiese que algunos de sus poemas me causan envidia, esa envidia tan habitual en los aficionados a escribir que se traduce en el sentimiento de “me gustaría haber escrito yo ese poema”. Este sentimiento se concentra, especialmente, en el famoso poema perteneciente a Áspero mundo y que comienza con ese incontestable verso “Para que yo me llame Ángel González”. En mi opinión, su poesía es un camino hacia la ética, un manual de buenas prácticas sobre los temas y tópicos que constituyen el universo de un poeta urbano, tomando como método de trabajo el análisis lírico de la propia identidad y la biografía. Política, amor, paisaje, memoria, infancia, familia, paso del tiempo, envejecimiento, todos los núcleos en los que se desenvuelven los versos del poeta componen, en sí mismos, una solución válida y, en la inmensa mayoría de los casos, brillante. “Primera evocación”, recogido en Tratado de urbanismo, es un ejemplo de lo que intento defender. El sobrecogedor poema es, al mismo tiempo, un homenaje a la madre a través de recuerdos infantiles y un grito antibelicista lanzado al vacío. La mayor virtud de Ángel González y la cualidad de la que siempre quise contagiarme es la sobriedad de su lenguaje, la mesura y tranquilidad con la que sus poemas hacen referencia a las pérdidas, a las humillaciones, al miedo que despierta la imaginación de un futuro que se distancie de la felicidad del presente. No puedo negar que el carácter sobrio es tan embellecedor en los grandes poemas, como monótono en lo poemas que, en mi entender, son menores, pero, como ya dije, entiendo que su aportación es, fundamentalmente, pedagógica y, por encima de todo, es necesario reconocer su actitud ética, que señala la senda a muchos de los que intentan encuadrar sus vivencias entre ritmos predefinidos. No menos incontestables resultan las apreciaciones de Ángel González en materia teórica, en el planteamiento de una poética y el análisis del poeta como figura y de los motivos que le llevan a escribir. “La escritura es una especie de enfermedad contagiosa que los libros transmiten a quienes los frecuentan en exceso”, así comienza una breve reflexión a la que tituló “¿Por qué escribo?” y que concluye con la siguiente respuesta: “porque me resisto a confinar en el pasado ese residuo de mí mismo que sobrevive en mis poemas”. Quién se atrevería a rebatirle cuando afirma que la existencia del poeta es precaria y depende de los otros, que “El poeta vive en la lectura igual que los fantasmas habitan en el miedo.” Creo, sinceramente, que me gusta todo de Ángel González excepto la imagen pública que se viene forjando desde hace ya muchos años, antes incluso de su desgraciada muerte en 2008. No me atrevo a decir que el poeta se sentiría incómodo. Supongo que las afinidades personales y las amistades están en la base de todo. Sin embargo, a veces da la impresión de que hay una cierta apropiación de la figura de Ángel González por parte de cierto sector de la poesía española actual, de la misma manera que me parece percibir cierto desdén desde otros bandos como actitud de mera reacción frente a los otros. Lo cierto es me interesa mucho González, pero no me interesan nada los gonzalistas, ni los antigonzalistas. Por eso, cuando miro a mi estantería y veo “Mañana no será lo que dios quiera”, tengo la convicción de que será uno de esos libros que nunca leeré y siento cierta lástima por el dinero y la ilusión que alguien gastó en regalármelo.

jueves, 13 de junio de 2013

Dejemos hablar al viento

Continúo con mi interminable saga de los descubrimientos tardíos. Diecinueve años después de haber adoptado el hábito de lectura como una misión de vida, precisamente, tras devorar uno de los títulos de referencia del “Boom Latinoamericano”; algo menos, pero también muchos, después de que algún amigo al que ya veo poco me hablara con una admiración casi reverencial de Juan Carlos Onetti, acudí a la lectura de Dejemos hablar al viento, una novela que sufría un largo periodo de olvido en mitad de la estantería azul que da soporte a mi artificiosa estructura vital. Empecé a leer sin conocer un detalle importante: forma parte de una especie de saga ambientada alrededor de la ciudad ficticia, podríamos decir léxico – semántica, de Santa María. Más grave aún para aquellos que puedan verse afectados por la enfermedad de la cronología, se trata del cierre del ciclo y, por tanto, del último acto. Afortunadamente, este detalle no adopta tanta trascendencia cuando coinciden en un momento espaciotemporal concreto un genio literario inconmensurable, una novela magnífica y cierta actitud al leer. Dejemos hablar al viento es el relato de un triángulo dramático, sexual y autodestructivo, en cuyos vértices están el comisario y pintor Medina (protagonista por así decirlo de la obra), el yonqui enamorado del desencanto Julián Seoane y Frieda, mujer fatal, rubia, cantante, empresaria, bisexual. En un ambiente decorado por el humo del tabaco y la constante presencia del alcohol, en medio de un calor húmedo y opresivo, en mitad de un mundo en ruinas lingüísticamente construido y en el que abunda el sustantivo mugre, la belleza florece indiferente en los diálogos, en la omnipotente visión del narrador que desgrana un modelo de vida particular para ofrecernos lecciones de sombras que tienen alcance sobre un concepto de vida más general y más amplio. Muy mal parada sale la institución familiar cuando se analiza el contexto en el que se desenvuelven los hechos que van jalonando la novela. La historia de Julián Seoane no es, precisamente, un bálsamo para calmar la ansiedad en tiempos turbios. La madre, manipuladora de biografías. El padre, Medina, un personaje de mil caras, que acepta una paternidad por necesidad íntima, aunque todos sepan (Julián, la madre y el propio Medina), que se trata de una ficción. Visto así, y teniendo en cuenta el absoluto desprecio por la convención social y la buena imagen que Seoane escenifica de forma continua, no resulta ya tan extraño que ambos (padre e hijo) acaben por compartir amante. Y, sin embargo, el reconocimiento de estos hechos está muy lejos de la insidiosa bronca familiar en la que podría pensarse si el lector se deja llevar por la empatía. La interacción es muy distinta y, a la vez, resbala con tanta naturalidad, desprende un halo tan firme de razón. Seoane sentencia a Medina cuando le dice: “Querías tener un hijo desde siempre, probablemente desde la primera vez que te acostaste con una mujer. Lo dijiste, recuerdo. Lo que sentías arriba de una mujer era tan importante, tan sin relación con cualquier otro tipo de experiencia posible, que necesitabas hacerlo eterno, o duradero, o palpable, con un hijo (…) Tal vez no solo por todo lo que dije: eternidad, duración, el acto de amor hecho concreto y ocupando un lugar en el espacio. Creciendo, además. Tal vez necesitaras un hijo también para justificar tu permanencia encima de una mujer, para disculparte y hacerte perdonar. ¿De quién? Ese es otro problema (…) Entonces, desde que me conociste, o desde mucho antes, quisiste jugar a que yo era tu hijo. Nada de amor en realidad: el placer del dominio, la pobre satisfacción orgullosa de imponer destinos y contactos.” La respuesta de Medina mantiene la línea del diálogo: “Puede ser que sea cierto”. Medina encarna la culpa que no puede ser expiada de forma directa, que necesita una transferencia, un cambio de foco en su apostolado, aunque esté muy lejos de ser precisamente un santo. Sería lógico apuntar que todo podría ser mucho más sencillo si Medina se abandona a Olgurisa, que la tragedia resulta irrevocable cuando se mira con perspectiva desde el último párrafo. Después de todo, ni el yonqui que lo ningunea es su hijo, ni merece mucha consideración la propia Frieda que parece tomar cada pequeña decisión de su vida para ridiculizar a Medina. Pero a quién le importa la sencillez cuando se quiere representar el mundo entero en los matices del blanco de la espuma de una ola, quién puede apostar seriamente por la sencillez cuando se está debatiendo sobre la lectura o la escritura de una novela. A pesar de ello, el propio Medina nos lo advierte: la inflación es un elemento deformador de la tragedia.

miércoles, 5 de junio de 2013

Paseo de los Tristes

La vida cabe dentro de un poema. Éste es el pensamiento que me invade cuando vuelvo a “Paseo de los tristes”, el bellísimo y extenso quejido que cierra el libro del mismo título y que fue escrito por un tal Javier Egea cuando la década de los ochenta empezaba a usar pañales. “Paseo de los tristes” es algo más que un poema. Sus nueve páginas (al menos son nueve en la edición de la Colección Maillot Amarillo de la Diputación Provincial de Granada) se muestran como uno de los campos de batalla donde se escenifica el constante enfrentamiento entre Eros y Tánatos, entre el refugio del cuerpo amado y la intemperie de la soledad. Una ciudad que es todas las ciudades, una ciudad que podría ser Cáceres, Berlín, Madrid, Lisboa, ofrece su paisaje tautológico y se disfraza de Granada para acoger la travesía intelectual de aquel que mira y encuentra un código escrito detrás de cada uno de los elementos del mobiliario urbano. “Era cuando diciembre desplegado en la lluvia / se adueñaba de parques y avenidas”, era y será diciembre para siempre cuando nos adentremos en las aguas de la lucidez, diciembre, ese mes que uniforma a sus ejércitos con gabardinas. Y es así como Javier Egea nos alumbra con los hallazgos de lo que ya sabíamos o podíamos intuir: el asombro de la primera felicidad y sus sudores no están blindados. “La primera muerte” nace y crece paralelamente, “la irreversible palpitación” es inseparable de “los inaugurados caminos del corazón”. Todo toma sentido de repente ante los labios que despiertan deseo, ante esos labios que nos llevan al “vicio del recuerdo”. Y, sin embargo, siempre encontraremos plazas con “restos de soledad sobre los bancos públicos”, siempre parece persistir una soledad excesiva, siempre habrá algo que preludie la vida que se acaba. Y, por si fuera poco, “Paseo de los Tristes” no es solamente esto: sin abandonar su condición de escenario de la lucha, el poeta vela las armas de la ideología. No es fácil que un discurso militante mantenga el equilibrio en el estrecho sendero de la lírica. Pero es Javier Egea quien nos habla, quien nos hace conscientes de que estamos:

condenados a vivir una historia perdida
de explotación y soledad, de muerte enamorada
sin saberlo.

Es él quien nos acusa por ese silencio que nos compran con un torpe refugio, que el fracaso del mundo se adivina en el grandilocuente delirio de sus estatuas, que el tiempo y el futuro revelarán su corrupción inevitable. El poeta nos enfrenta al espejo, nos hace conscientes de nuestro tránsito autómata, nos recuerda que, después de todo, todos morimos de soledad.
La vida cabe dentro de un poema, quizá porque es injusta y eso la hace empequeñecerse. Javier Egea, llamado a ser el poeta más importante de estos tiempos, el mayor talento de aquello que se llamó La otra sentimentalidad, no pudo ver “otra clase de luz, otra esperanza” más allá de sus cuarenta y siete años y decidió dar por finalizada su biografía. Es cobarde acusar de cobardía al suicida. Probablemente, nadie fue más consciente que él de aquella verdad incuestionable que anunciaba en su poema “Sobre el papel”:

Sé que la soledad
no se agota en tus labios ni en los míos
y que la vida es dura,
trágicamente seria.