Sé que puede resultar
algo pretencioso, pero cuando regreso a la poesía de Ángel
González, experimento esa sensación de paisaje familiar y
reconocible, algo similar a lo que me ocurre cuando vuelvo a leer,
más bien releer, los poemas de mi amigo Dani o de Miguel. El paseo
por los poemas va desde esos que uno casi podría recitar de memoria
a aquellos otros que se empieza a leer un poco desubicado y se acaba
anticipando en voz alta los versos que llegarán a continuación. No
nos engañemos, no soy un experto en el poeta asturiano. De hecho, mi
conocimiento sobre su obra poética se limita, casi exclusivamente, a
sus greatest hits y está
fundado, sobre todo, en 101 + 19 = 120 poemas
publicado por Visor, el disco La palabra en el aire
y la antología recogida en Tiempo inseguro,
el volumen de la Revista Litoral al que ya me referí hace varias
semanas. Creo que mi visión de Ángel González es,
fundamentalmente, la de una figura pedagógica y, por ello, cada vez
que intento poner en orden mis percepciones e interpretaciones sobre
su obra siento que mi discurso se tiñe de seriedad, del respeto que
se debe a su magisterio. No es extraño, por tanto, que confiese que
algunos de sus poemas me causan envidia, esa envidia tan habitual en
los aficionados a escribir que se traduce en el sentimiento de “me
gustaría haber escrito yo ese poema”. Este sentimiento se
concentra, especialmente, en el famoso poema perteneciente a Áspero
mundo y que comienza con ese
incontestable verso “Para que yo me llame Ángel
González”. En mi opinión, su
poesía es un camino hacia la ética, un manual de buenas prácticas
sobre los temas y tópicos que constituyen el universo de un poeta
urbano, tomando como método de trabajo el análisis lírico de la
propia identidad y la biografía. Política, amor, paisaje, memoria,
infancia, familia, paso del tiempo, envejecimiento, todos los núcleos
en los que se desenvuelven los versos del poeta componen, en sí
mismos, una solución válida y, en la inmensa mayoría de los casos,
brillante. “Primera evocación”, recogido en Tratado de
urbanismo, es un ejemplo de lo
que intento defender. El sobrecogedor poema es, al mismo tiempo, un
homenaje a la madre a través de recuerdos infantiles y un grito
antibelicista lanzado al vacío. La mayor virtud de Ángel González
y la cualidad de la que siempre quise contagiarme es la sobriedad de
su lenguaje, la mesura y tranquilidad con la que sus poemas hacen
referencia a las pérdidas, a las humillaciones, al miedo que
despierta la imaginación de un futuro que se distancie de la
felicidad del presente. No puedo negar que el carácter sobrio es tan
embellecedor en los grandes poemas, como monótono en lo poemas que,
en mi entender, son menores, pero, como ya dije, entiendo que su
aportación es, fundamentalmente, pedagógica y, por encima de todo,
es necesario reconocer su actitud ética, que señala la senda a
muchos de los que intentan encuadrar sus vivencias entre ritmos
predefinidos. No menos incontestables resultan las apreciaciones de
Ángel González en materia teórica, en el planteamiento de una
poética y el análisis del poeta como figura y de los motivos que le
llevan a escribir. “La escritura es una especie de
enfermedad contagiosa que los libros transmiten a quienes los
frecuentan en exceso”, así
comienza una breve reflexión a la que tituló “¿Por qué
escribo?” y que concluye con
la siguiente respuesta: “porque me resisto a confinar en
el pasado ese residuo de mí mismo que sobrevive en mis poemas”.
Quién se atrevería a rebatirle cuando afirma que la existencia del
poeta es precaria y depende de los otros, que “El poeta
vive en la lectura igual que los fantasmas habitan en el miedo.”
Creo, sinceramente, que me gusta todo de Ángel González excepto la
imagen pública que se viene forjando desde hace ya muchos años,
antes incluso de su desgraciada muerte en 2008. No me atrevo a decir
que el poeta se sentiría incómodo. Supongo que las afinidades
personales y las amistades están en la base de todo. Sin embargo, a
veces da la impresión de que hay una cierta apropiación de la
figura de Ángel González por parte de cierto sector de la poesía
española actual, de la misma manera que me parece percibir cierto
desdén desde otros bandos como actitud de mera reacción frente a
los otros. Lo cierto es me interesa mucho González, pero no me
interesan nada los gonzalistas, ni los antigonzalistas. Por eso,
cuando miro a mi estantería y veo “Mañana no será lo
que dios quiera”, tengo la
convicción de que será uno de esos libros que nunca leeré y siento
cierta lástima por el dinero y la ilusión que alguien gastó en
regalármelo.
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