Siguiendo la autoimpuesta
obligación de leer al premiado con el Nobel de literatura de cada
año antes de que vuelva a fallarse el premio, aterricé en Deshielo
a mediodía de Tomas Tranströmer, una antología que había
puesto en circulación su editorial en España (Nórdica Libros),
curiosamente, un mes antes del fallo de la Academia Sueca y que, por
tanto, vivió un feliz periodo de reimpresiones durante los meses de
octubre y noviembre de 2011. Lo primero que llama la atención del
libro es la cuidada, elegante y manejable edición bilingüe que
presenta Nórdica. Inútil edición bilingüe, pienso con la sonrisa
algo tristona del que solo se maneja en su propia lengua y su
conocimiento del inglés no le llega ni para leer algo sencillito.
Pero, centrándonos en el tema, Deshielo a mediodía es, como
cualquier otra antología, un repaso a la carrera poética de
Tranströmer que da la oportunidad de curiosear y conocer el mundo
intelectual de un poeta sueco que, inexplicablemente, era un gran
desconocido a nivel mundial, incluso entre escritores y gente del
ambiente académico y universitario, antes de la concesión del
premio. Desde luego, no se trata, como dijeron muchos, de que la
Academia Sueca “haya barrido para casa”. En mi caso concreto,
además, me permitió comprobar que la idea que me había construido
de su poesía con lo poco que había leído previamente por internet
y, probablemente, con la ayuda inestimable de los medios de
comunicación era, hasta cierto punto, inexacta. Hasta que leí
Deshielo a mediodía, pensaba que Tranströmer era,
básicamente, un poeta del paisaje y la naturaleza de difícil
comprensión y con escasas concesiones al lector. Y, aunque no voy a
ser yo quien niegue que estos son rasgos de gran peso en su poética,
creo que quedarse en ese análisis es insuficiente y que la variedad
de temas y contextos donde se libra la batalla de su verso va mucho
más lejos. Atendiendo al orden del volumen, a partir del cuarto
libro antologado, El cielo a medio hacer, se intuye con
claridad que el poeta que nos ocupa no es tan fácilmente
clasificable y se permite recurrir al gesto cotidiano, como en ese
discreto homenaje al acto de tomar café que es “Espresso” y que
termina con un revelador y reconfortante: “La inspiración de
abrir los ojos.” Aparece también y, eso es algo que no me
hubiera imaginado (a pesar del peso que suele tener en la concesión
del premio de forma tradicional) el desvelo social y los
remordimientos de quien se sabe lejos del sufrimiento, viviendo una
vida más cómoda. “En el delta del Nilo” es una clara muestra de
esa línea. Sí es indiscutible que, como se repitió tantas veces en
aquellas notas de prensa apresuradas tras el premio, la música es un
eje fundamental en su escritura. Desde mi punto de vista, la música
aparece en, al menos, tres formas en sus poemas: como objeto de
celebración y reflexión en sí misma, como una parte del ambiente
de un poema o como la búsqueda de una especie de música en el
paisaje ya sea natural o humano. Entre los poemas en los que la
música es el foco, están los cinco que se reúnen bajo el título
común de “Schubertiana”, en los que la música son un refugio,
un impulso de confianza cuando “alegría y sufrimiento pesan
exactamente igual.” Sin embargo, por encima de todos, el poema
que más llegó a estremecerme fue “Soledad”, probablemente
influido por el contexto de lectura, solo en la terraza de un bar que
hacía esquina junto a la Estación Victoria de Londres, matando una
espera con una taza de café tamaño piscina y mientas llovía sin
descanso. El poema refleja la mayor de las soledades, la soledad de
cada individuo ante la muerte. En esta ocasión, el poema parte de un
acontecimiento vital impactante: cuenta un repentino accidente de
tráfico y las sensaciones y pensamientos rápidos de quien lo sufre,
así como los sentimientos que surgen después al reflexionar sobre
lo sucedido. El tiempo muestra aquí su cara más flexible y
mentirosa: “Los segundos crecieron -en ellos se podía encontrar
lugar”. La vida aparece como lo que es, un azar, en la que todo
puede ser destruido en un solo instante o salvarse repentinamente en
el último momento. No es difícil sacar de aquí un corolario: la
soledad no debería vivirse como un drama. En nuestra condición
humana, la soledad es la norma por mucho que queramos engañarnos con
las ficciones de la vida social. Estamos solos ante nuestro propio
destino trágico e insertos entre una multitud de iguales que nos
miran y a los que miramos, por temor a mirarse y mirarnos a nosotros
mismos. Tranströmer, como siempre, lo expresa mucho mejor que yo:
Ser siempre visible
-vivir
en un enjambre de
ojos-
debe de dar una
expresión particular al rostro.
El rostro cubierto de
arcilla.