miércoles, 28 de noviembre de 2012

And the winner is...

Entregado el premio Nobel de Literatura 2012, ya tenemos servida, una vez más, la polémica. Como si se tratase de una vieja tradición de la que no pudiéramos escapar, el galardón que entrega la Academia Sueca, normalmente, a un novelista con una larga y prolífica carrera literaria viene como casi todos los años a demostrar uno de los más conocidos refranes españoles: nunca llueve a gusto de todos. Tal y como está concebido, es normal, hasta cierto punto, que el Nobel de Literatura genere el tipo de reacciones al que estamos acostumbrados año tras año. Estamos hablando de un premio que puede darse a literatura en cualquier idioma, en cualquier género y que se entrega como reconocimiento a una carrera. Si nos paramos a pensarlo un momento, es posible que no haya un solo país en el mundo donde no haya, al menos, cinco merecedores del Premio. Como consecuencia de esto y de la creciente distancia que existe en la actualidad entre la actividad literaria y el consumo de libros, por lo general, se trata de escritores y escritoras totalmente desconocidos para la opinión pública, excepto en sus países de origen. A su vez, este desconocimiento, unido a que en muchas ocasiones el Nobel ha venido premiando no solo el talento literario sino, además, una actitud compromiso sociopolítico en favor de las libertades y la democracia, nos lleva con frecuencia a juzgar a los recién premiados en función de la imagen que nos presentan los medios de comunicación, así como de los prejuicios que tenemos ante determinados grupos nacionales, sociales y políticos. Y así llegamos hasta octubre de 2012 y volvemos a quedarnos con esa cara de sorpresa bobalicona y con esa sensación de ignorancia generalizada cuando anuncian que el premio ha recaído sobre Mo Yan, un novelista chino que, según nos cuentan, ha sido capaz de recoger en su narrativa la Historia de su país, así como los ritos y costumbres de su milenaria cultura. Entonces, se desecadenan las esperadas reacciones habituales de cada año. Sin embargo, algo que me ha sorprendido esta vez, fue comprobar, a través de mis contactos en las redes sociales, que había cierto desdén, cierta actitud de desprecio muy sutil, muy soterrada, curiosamente, en personas que normalmente no se “mojan” en sus juicios a los recién galardonados. Esta sorpresa se acabó cuando, investigando sobre Mo Yan en los periódicos digitales, leí que un sector de la disidencia china había criticado su concesión por tratarse de un escritor que no es un enemigo declarado del régimen y, sobre todo, por no haber aprovechado la ocasión para premiar a alguien que se hubiera destacado por su lucha en favor de los derechos y la libertades públicas. Mi experiencia me dice que los Premios Nobel, por lo general, suelen ir bien encaminados y que, normalmente, se trata de una buena recomendación de lectura, de un escritor que merece la pena y que no siempre ha recibido el suficiente reconocimiento a nivel internacional, aunque hay claras excepciones. Y, si me permito hacer estas afirmaciones, es porque, desde hace algunos años, me tomo la molestia de leer, al menos, un libro del galardonado antes de que vuelva a fallarse el premio. Con esto, no estoy queriendo posicionarme por encima de nadie. Simplemente, me permito recordar algo que es de sentido común pero olvidamos con mucha facilidad: la única manera fiable de emitir un juicio sobre un escritor es leyendo sus libros y el Nobel nos garantiza, al menos, que se trata de un autor con una larga trayectoria de esfuerzo y dedicación a la escritura. Por lo demás, y como mera línea de debate, no es descabellado pensar que estemos ante un nuevo caso Vargas Llosa. Me refiero a Murakami. Está claro ¿no?