jueves, 31 de marzo de 2016

Lo de siempre (disculpen mi osadía)

La poesía es siempre un hecho estético. Supone la traducción de una luz, una impresión, una intuición, al mismo lenguaje que nos sirve de comercio cotidiano. Esto hace que la poesía sea también un acto comunicativo. La traducción, como es sabido, siempre supone una pérdida. Por ello, el uso de la etiqueta “poesía pura” para identificar un determinado tono o estilo siempre me pareció un abuso del adjetivo. Otra consecuencia evidente, por otra parte, es que la poesía no puede pretender la objetividad de una fotografía, ni puede aspirar a ser una crónica en un sentido estricto. Toda poesía, como toda literatura, implica siempre una reconstrucción, una interpretación de lo que llamamos realidad. 

sábado, 5 de marzo de 2016

Moreno, Carrasco, apocalipsis

Está muy claro que la narrativa española tiene el futuro asegurado. Y escribo esto porque, desde luego, el presente da muestras de gran consistencia. Al menos, eso es lo que pienso después de haber leído recientemente dos libros con todo el interés que, sin duda, merecen. Se trata de Por si se va la luz de Lara Moreno y de Intemperie de Jesús Carrasco, dos novelas que derrochan talento y que, a mi entender, comparten (casi) una especie de tendencia estética. Soy muy poco original ¿verdad?

Lara Moreno, a quien hace un largo tiempo que no veo, ha sido siempre una narradora impecable (su faceta como poeta la desconozco). Hace ya muchos años (más de diez) leí Casi todas las tijeras con la devoción de quien conoce la mano que está detrás de la tramoya. Ya entonces podía intuirse a la escritora que es hoy, una escritora que se reafirma en su cosmos creativo, una nieta literaria de Cortázar (dicho sea con el respeto y el aprecio que le tengo a ambos) . Por si se va luz es una novela que tiene la exquisita virtud del capítulo breve, ese recurso nada fácil de pulir que facilita al lector la sensación de bajada de escaleras, de un ritmo de lectura (muy distinto del ritmo narrativo de la propia novela) incapaz de detenerse y, al mismo tiempo, prácticamente imperceptible. El mundo que nos presenta es un mundo sin estructura y, como tal, capaz de desestructurar (no la recoge doña RAE, lo sé) cualquier vida individual y, consecuentemente, cualquier intento de vida colectiva. Hay una sombra borrosa que parece decidir o manipular gran parte de lo que sucede, la Organización, de la que no parece saberse nada con certeza, como tampoco parece saberse nada acerca de todo aquello que sobrepasa la realidad aislada de la aldea que sirve como marco espacial a las historias que se esbozan en el libro. Y es aquí, en esa incertidumbre, en esa aparente ausencia de sucesos, donde está el punto fuerte de la novela que narra el exilio autoimpuesto de Nadia y Martín. No hay tanta fortaleza, en mi opinión, en la construcción de los personajes que, a veces, parecen quedarse exclusivamente en el arquetipo para dar satisfacción a las necesidades que entraña el concepto, el significado, el objetivo implícito de la obra. El comportamiento sexual que se sugiere o se muestra en los personajes masculinos es una clara muestra, pero hay otras.

El libro de Carrasco es más directo. La huida de un niño de su pueblo, de su casa, de su padre, de la humillación, de las vejaciones, es narrada con la necesaria velocidad, con el vértigo de mirar atrás, con la agudización de la vigilancia, con un miedo creciente y creíble, un miedo capaz de alcanzar a cualquier lector. Con un paisaje casi invariable, aunque nada irrelevante, el relato está apuntalado por cuatro de sus personajes. El escritor consigue la implicación emocional y solidaria del lector con el que huye. Simplemente por esta razón, Intemperie es una novela elogiable. Sin embargo, hay más, pues Carrasco acierta planteando una historia con un claro desenlace (o así me lo parece). En una época en la que la literatura de prestigio, parece no conceder demasiada importancia a los desenlaces narrativos, Intemperie apuesta por dar satisfacción al lector, cuya curiosidad, como ya sabemos, no es fácil de saciar.

Se puede encontrar una gran de variedad de paralelismos entre ambas novelas, empezando por el más obvio: el escenario rural en el que se desenvuelven. Sin embargo, es en su tono apocalíptico donde, desde mi punto de vista, se puede constatar una mayor convergencia y, también, donde pierden parte de su poder de convicción para quien suscribe estas líneas. No tengo nada en contra de la literatura apocalíptica. Sin duda, es legítimo el intento de provocar en la audiencia sentimientos cercanos al asco, el intento de transmitir una angustia vital, esa actitud tan punk y desazonadora de negar la posibilidad de un futuro, una salida, una solución. Se echa de menos, en cambio, una mayor sutileza en la elección del lenguaje y en la presentación de las escenas.

Hace años oí decir a alguien que el cine sobre ángeles nació y murió en 1946 con Qué bello es vivir de Frank Capra. Aunque no quisiera caer en un juicio tan radical y exagerado, tengo que confesar que me pasa algo similar con este tipo de narrativa desde que leí el famoso Libro del desasosiego de Pessoa. En su fragmento 154, se dice únicamente esto: “El sentimiento apocalíptico de la vida.” Desde entonces, es difícil mantener ciertas actitudes en la escritura.