Yo conocía a Bioy
Casares como el nombre que necesariamente aparece ligado a Borges, me
había hecho una idea de él como de una especie de escudero o, con
menor intensidad, un discípulo, alguien cobijado a una buena sombra
que había sabido ofrecer su colaboración al gran maestro. Sin duda
alguna, se trataba de un prejuicio, más por el momento temporal
previo de la cognición con respecto a la toma de contacto que por la
presencia de un tono valorativo en sí mismo. Lo cierto es que le
envidiaba su cercanía a ese Borges descomunal, por el que llegué a
sentir una admiración profunda (casi veneración). Alguien me había
recomendado la lectura de La invención de Morel,
pero no supe atender a ese consejo hasta muchos años después. Y lo
cierto es que no fue buena mi incursión inicial en la novela.
Precisamente por la conciencia del “esquema novela” que
interponía maquinalmente entre el libro y yo, había muchas cosas
que no terminaban de cuadrarme. Nadie puede dudar del género del
libro, pero se trata de un relato enrarecido en sus comienzos. El
tono de diario o, mejor dicho, de cuaderno de apuntes que parece
recoger las conclusiones de una experiencia que se vive en primera
persona me estaban desconcertando. Porque ¿cómo pueden no
desconcertar los datos siempre contradictorios sobre las mareas, los
adelantos estacionales, la presencia de dos soles luciendo en un
mismo cielo de forma simultánea? ¿Cómo no puede desconcertar que
un intruso no sea detectado aún cuando comete los errores más
notables, que parezca no ser visto pese a su torpeza o a su mala
fortuna? ¿Quién podía esperar, a fin de cuentas y después de
aquella vieja idea previa que sobre Bioy me había construido, que
iba a verme frente a una especie de historia de ciencia ficción más
bien intrascendente? Estaba equivocado. Mi desconcierto no iba a
guiarme hacia una opinión negativa o indiferente. Todo lo había
planificado el propio Bioy y lo había ejecutado con maestría en la
voz que narra en primera persona y con un tono de informe de
explorador, una voz que gradualmente consigue que desarrollemos hacia
ella una mayor empatía, un afecto creciente. Es evidente y demasiado
fácil, tan fácil que es casi faltar a la verdad, afirmar que la
respuesta está en Morel. Porque la realidad es otra, la realidad es
que la respuesta solamente puede encontrarse en Faustine y que La
invención de Morel es,
definitivamente, la más conmovedora de las historias de amor a las
que he asistido como lector.
viernes, 11 de abril de 2014
martes, 1 de abril de 2014
Historia de macacos
Es complicado hacerse a
la idea de que Historia de Macacos es un libro de relatos. Y
lo que dificulta esta idea es, precisamente, el primero y más largo
de los seis cuentos que lo conforman y que, además, proporciona el
título a la obra. Historia de Macacos, como narración, es un
ejemplo excepcional, un relato con la suficiente entidad como para
ser algo más. Yo me atrevería a decir que Historia de Macacos
es una genial y brevísima novela, que da cuenta de las consecuencias
inmediatas y lejanas de una simulación tanto en el ámbito de lo
social, como en el de lo personal, aunque esto quede más tapado y
dependa de la capacidad intuitiva e, incluso, empática del lector
con los personajes. No es fácil. No se presta el narrador,
precisamente, a un derroche de empatía y, mucho menos, el inspector
general Ruiz Abarca. Al comienzo, hay algo que no gusta, que chirría,
un ambiente demasiado artificial, creado y mantenido por un tipo de
discurso que, poco a poco, va desvelando su propia naturaleza y
apareciendo como lo que es, en una desnudez diáfana. Cuando acaba
por destaparse la hipocresía como eje que mueve a los títeres de la
colonia que sirve de contexto al relato, el lector ya ha
experimentado un cambio, ya se ha desplazado del límite de la
insoportabilidad hasta el distanciamiento, el humor y, según la
personalidad de cada uno, puede incluso llegarse a la compasión. No
sé si lo que voy a afirmar tiene algún atisbo de veracidad o es
sencillamente un disparate, pero lo cierto es que, mientras lo leía,
pensaba que Francisco Ayala, probablemente, habría querido que el
relato tuviera la importancia suficiente como para no formar parte de
algo. Sin embargo, sabría, por su propia experiencia anterior o
porque se lo comunicaran expresamente, que el mundo editorial
necesitaba más masa, mayor cantidad de materia para permitirle una
edición. Quizá por eso el nivel de los relatos descienda después
del primero. No se trata, estrictamente, de malos cuentos.
Simplemente son cuentos, cuentos defendibles pero que no son
necesarios después de Historia de Macacos. Quizá por eso se
trace también en ellos un retrato de la hipocresía, de la estética
de lo superficial y lo aparente, de la incapacidad para enfrentar los
verdaderos temores, los sentimientos que verdaderamente revuelven la
conciencia. La humillación del capitán Ramírez, el empeño del
Boneca en ocultar su antigua sensación de fracaso, la vergüenza que
asalta a Trude cuando confía su amargura a Sara y rompe a llorar en
público, el conflicto entre Antuña y Durán por los vestidos de sus
esposas o el trauma que causa en Orozco la sospecha de que alguien
pueda estar teniendo un mayor reconocimiento que él mismo, no son
más que las muestras de una sociedad enferma, una sociedad que, al
no ser capaz de enfrentarse a las verdaderas realidades, a los
verdaderos hechos, con crudeza, opta por taparlos de la manera más
sencilla, iluminando otras esferas de acción y discusión, ignorando
y reprimiendo determinados contenidos psíquicos. Muchos no lo saben,
pero la historia de Francisco Ayala es la historia de uno de esos
eternos candidatos al Premio Nobel de Literatura. Durante muchos años
y aunque nunca apareciera en las quinielas, algunas personalidades
del mundo académico español, entre quienes figuraba Manuel Ángel
Vázquez Medel, promovieron sin éxito la candidatura del narrador
granadino. Mientras tanto, Francisco Ayala envejecía de manera
sorprendente en su casa de Madrid. Con una lucidez envidiable,
sabiendo cuál era el sitio que le correspondía a un escritor
retirado que siempre había estado fuera de los focos de atención de
los medios. Francisco Ayala dio una lección magistral de
envejecimiento y llegó a los 103 años, sin renunciar a su costumbre
de tomar cada día, a media mañana (a esa hora que algunos llaman
del aperitivo), un trago de whisky. Supongo que es así como me gusta
recordarlo o, más bien, imaginarlo en la ficción de un recuerdo,
sentado en la cocina, con la serenidad de quien ha hecho casi todo lo
que se ha propuesto y siempre lo ha hecho bien, con esa tranquilidad
del que ya no espera nada, del que no necesita que le llamen desde
Estocolmo para confirmarle que fue un gran narrador, que sus libros
merecen no caer en el olvido.
Etiquetas:
Francisco Ayala,
Libros,
Narrativa,
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