viernes, 11 de abril de 2014

La invención de Morel

Yo conocía a Bioy Casares como el nombre que necesariamente aparece ligado a Borges, me había hecho una idea de él como de una especie de escudero o, con menor intensidad, un discípulo, alguien cobijado a una buena sombra que había sabido ofrecer su colaboración al gran maestro. Sin duda alguna, se trataba de un prejuicio, más por el momento temporal previo de la cognición con respecto a la toma de contacto que por la presencia de un tono valorativo en sí mismo. Lo cierto es que le envidiaba su cercanía a ese Borges descomunal, por el que llegué a sentir una admiración profunda (casi veneración). Alguien me había recomendado la lectura de La invención de Morel, pero no supe atender a ese consejo hasta muchos años después. Y lo cierto es que no fue buena mi incursión inicial en la novela. Precisamente por la conciencia del “esquema novela” que interponía maquinalmente entre el libro y yo, había muchas cosas que no terminaban de cuadrarme. Nadie puede dudar del género del libro, pero se trata de un relato enrarecido en sus comienzos. El tono de diario o, mejor dicho, de cuaderno de apuntes que parece recoger las conclusiones de una experiencia que se vive en primera persona me estaban desconcertando. Porque ¿cómo pueden no desconcertar los datos siempre contradictorios sobre las mareas, los adelantos estacionales, la presencia de dos soles luciendo en un mismo cielo de forma simultánea? ¿Cómo no puede desconcertar que un intruso no sea detectado aún cuando comete los errores más notables, que parezca no ser visto pese a su torpeza o a su mala fortuna? ¿Quién podía esperar, a fin de cuentas y después de aquella vieja idea previa que sobre Bioy me había construido, que iba a verme frente a una especie de historia de ciencia ficción más bien intrascendente? Estaba equivocado. Mi desconcierto no iba a guiarme hacia una opinión negativa o indiferente. Todo lo había planificado el propio Bioy y lo había ejecutado con maestría en la voz que narra en primera persona y con un tono de informe de explorador, una voz que gradualmente consigue que desarrollemos hacia ella una mayor empatía, un afecto creciente. Es evidente y demasiado fácil, tan fácil que es casi faltar a la verdad, afirmar que la respuesta está en Morel. Porque la realidad es otra, la realidad es que la respuesta solamente puede encontrarse en Faustine y que La invención de Morel es, definitivamente, la más conmovedora de las historias de amor a las que he asistido como lector.

martes, 1 de abril de 2014

Historia de macacos

Es complicado hacerse a la idea de que Historia de Macacos es un libro de relatos. Y lo que dificulta esta idea es, precisamente, el primero y más largo de los seis cuentos que lo conforman y que, además, proporciona el título a la obra. Historia de Macacos, como narración, es un ejemplo excepcional, un relato con la suficiente entidad como para ser algo más. Yo me atrevería a decir que Historia de Macacos es una genial y brevísima novela, que da cuenta de las consecuencias inmediatas y lejanas de una simulación tanto en el ámbito de lo social, como en el de lo personal, aunque esto quede más tapado y dependa de la capacidad intuitiva e, incluso, empática del lector con los personajes. No es fácil. No se presta el narrador, precisamente, a un derroche de empatía y, mucho menos, el inspector general Ruiz Abarca. Al comienzo, hay algo que no gusta, que chirría, un ambiente demasiado artificial, creado y mantenido por un tipo de discurso que, poco a poco, va desvelando su propia naturaleza y apareciendo como lo que es, en una desnudez diáfana. Cuando acaba por destaparse la hipocresía como eje que mueve a los títeres de la colonia que sirve de contexto al relato, el lector ya ha experimentado un cambio, ya se ha desplazado del límite de la insoportabilidad hasta el distanciamiento, el humor y, según la personalidad de cada uno, puede incluso llegarse a la compasión. No sé si lo que voy a afirmar tiene algún atisbo de veracidad o es sencillamente un disparate, pero lo cierto es que, mientras lo leía, pensaba que Francisco Ayala, probablemente, habría querido que el relato tuviera la importancia suficiente como para no formar parte de algo. Sin embargo, sabría, por su propia experiencia anterior o porque se lo comunicaran expresamente, que el mundo editorial necesitaba más masa, mayor cantidad de materia para permitirle una edición. Quizá por eso el nivel de los relatos descienda después del primero. No se trata, estrictamente, de malos cuentos. Simplemente son cuentos, cuentos defendibles pero que no son necesarios después de Historia de Macacos. Quizá por eso se trace también en ellos un retrato de la hipocresía, de la estética de lo superficial y lo aparente, de la incapacidad para enfrentar los verdaderos temores, los sentimientos que verdaderamente revuelven la conciencia. La humillación del capitán Ramírez, el empeño del Boneca en ocultar su antigua sensación de fracaso, la vergüenza que asalta a Trude cuando confía su amargura a Sara y rompe a llorar en público, el conflicto entre Antuña y Durán por los vestidos de sus esposas o el trauma que causa en Orozco la sospecha de que alguien pueda estar teniendo un mayor reconocimiento que él mismo, no son más que las muestras de una sociedad enferma, una sociedad que, al no ser capaz de enfrentarse a las verdaderas realidades, a los verdaderos hechos, con crudeza, opta por taparlos de la manera más sencilla, iluminando otras esferas de acción y discusión, ignorando y reprimiendo determinados contenidos psíquicos. Muchos no lo saben, pero la historia de Francisco Ayala es la historia de uno de esos eternos candidatos al Premio Nobel de Literatura. Durante muchos años y aunque nunca apareciera en las quinielas, algunas personalidades del mundo académico español, entre quienes figuraba Manuel Ángel Vázquez Medel, promovieron sin éxito la candidatura del narrador granadino. Mientras tanto, Francisco Ayala envejecía de manera sorprendente en su casa de Madrid. Con una lucidez envidiable, sabiendo cuál era el sitio que le correspondía a un escritor retirado que siempre había estado fuera de los focos de atención de los medios. Francisco Ayala dio una lección magistral de envejecimiento y llegó a los 103 años, sin renunciar a su costumbre de tomar cada día, a media mañana (a esa hora que algunos llaman del aperitivo), un trago de whisky. Supongo que es así como me gusta recordarlo o, más bien, imaginarlo en la ficción de un recuerdo, sentado en la cocina, con la serenidad de quien ha hecho casi todo lo que se ha propuesto y siempre lo ha hecho bien, con esa tranquilidad del que ya no espera nada, del que no necesita que le llamen desde Estocolmo para confirmarle que fue un gran narrador, que sus libros merecen no caer en el olvido.