miércoles, 13 de mayo de 2015

Circuito cerrado


Es evidente que la conducción de nuestro coche no debería convertirse en un lugar para la introspección. Es evidente y, al mismo tiempo, es inevitable que ocurra. Y la expresión de esta certeza a golpe de metros y ritmos es, sin duda, el mayor de los aciertos de Diego Vaya en su libro Circuito cerrado (Ediciones de la Isla de Siltolá). Dicen aquellos que estudian el comportamiento humano que este fenómeno se produce por la costumbre: la mecanización de unas acciones repetitivas deja un espacio libre a nuestros recursos atencionales, espacio que aprovechamos para pensar. Tomándome una licencia pessoana, me atrevo a afirmar que es entonces cuando somos capaces de abrir nuestros ojos hacia una ensoñación interior. Sin que nadie pudiera advertirlo externamente, nos estamos viviendo en otra forma, estamos recorriendo otro paraje, los contenidos de la conciencia van mucho más allá de lo que se ciñe, exclusivamente, al ámbito del tráfico y la circulación. No sé si (la primera de las secciones del libro y la que toma como contexto el coche y la carretera), fue concebida, inicialmente, como un conjunto de poemas fuertemente interrelacionados entre sí o como un único y extenso poema, pero en el lector queda la sensación de haber leído un solo poema o, incluso más allá, un manifiesto, donde los abajo firmantes (estoy seguro de que seríamos muchos) quisiéramos dejar constancia de que hay mañanas en las que nos depersonalizamos, en las que no podemos reconocer ni aquellos caminos que nos resultan familiares, en las que aquello que llamábamos nuestro mundo ya no nos pertenece y la angustia es un río que se desborda y: “La radio sintoniza el óxido y la niebla”. Y, así, se van desmadejando temas universales o borgianos (si acaso no es lo mismo) como la conciencia de un final o las concepciones esbozadas sobre el significado de la muerte. Y el rostro en el espejo o su confusión con el paisaje en el lienzo cristalino de la ventanilla nos lleva a la más común de la extrañezas que es la extrañeza propia. Puede intuirse que estas palabras son una defensa y, después de todo, qué otra cosa podían ser después de toparme en el poema con un verso que, para mí, es casi un axioma: “mi mente una cadena de montaje”. No sé si Diego está de acuerdo, pero este verso refuerza una imagen necesaria: la escritura es una acción constructiva, un ensamblaje de piezas que tiene, incluso, cierto componente matemático. Todo este artefacto expresivo, simbólico, va preparando el escenario para un final catártico donde el anhelo de la infancia (como un terreno virtuoso en lo sentimental y lo ético) ejerce su dominio.

El resto del libro, como la vida, tiene subidas y bajadas. En mi opinión o, más exactamente, en mi lectura, los poemas de la sección Domingo americano supusieron una especie de valle, aunque no me engaño y sé que esta percepción está sesgada por prejuicios personalísimos, temáticos en el primero de los casos (el poema que da título a la sección), referidos al tono en el segundo (Estar aquí) y en ROMA.JPG centrados en el uso de cierto lenguaje. No, por ello, dejo de ver los aciertos de un poeta que, indudablemente, sabe lo que hace. Así, en Domingo americano, se sugiere: “El aire es un incendio”. Probablemente, no hay mejor manera de evaluar el ambiente en el que se quiere desarrollar el poema. Poco después, nos arroja: “y la hierba creciéndome en la mente / y echando raíces en cada pensamiento”. Y nos lo arroja porque es consciente el poeta de la permeabilidad de todo sistema de ideas frente a las acciones cotidianas, frente al mero paso del tiempo. Por otro lado, Estar aquí es un poema que podría justificarse con su final. El toque banal, casi humorístico, que desliza el texto queda desdibujado, repentinamente, por esos tres versos finales que tienen una precisión de cuchillo inesperado: “y tan solo se mueve / el vacío dinámico del mundo / y siempre así, y es triste”. ROMA.JPG es la constatación de varias certezas: “Los datos del disparo son memoria”. Y no solo memoria. El soporte fotográfico, como cualquier otro soporte, es una prótesis, una estructura que apuntala el crecimiento de la cognición, de la identidad. También es innegable que la vida del turista es una tregua y que hay cierta nostalgia orteguiana en el afán inútil de capturar, de envasar al vacío y conservar, toda la ingenua alegría del viaje en una foto. En este sentido, el esfuerzo de Diego Vaya por sintetizar todas estas ideas es elogiable.

El último trayecto que nos hace recorrer Circuito cerrado es Helada, un poema elegido con acierto para cerrar este libro, un poema que nos sitúa en el escabroso escenario de un centro comercial. En un escenario como este, no es necesaria la militancia para apuntar que el cielo está gastado, que el verano no vuelve como en la infancia, que el suelo que pisamos son escombros. Con suma habilidad, el poeta identifica que “la gente y la vida y lo demás / son el ruido de fondo”. Y ese simulacro de existencia diseñado con cierto carácter anestésico, que rebosa de luz artificial y de música plastificada y pervertida es “una alucinación insoportablemente nítida”. Enfrentado a su propio rostro en los probadores, frente a la imagen repetida del mismo canal en incontables televisores, Diego Vaya nos alerta de que la angustia que late por debajo de las noticias infames y desgraciadas es la misma que subyace en los apocalípticos mensajes de cualquier loco inadaptado: en ambos casos, lo que se esconde detrás es la infranqueable inercia de un mundo que se autodestruye.