domingo, 25 de marzo de 2012

Talleres de creación literaria


Buscando algo no demasiado aburrido entre las actividades de formación que ofrece el Centro de Profesores, encuentro una actividad con un título muy sugerente “La escritura creativa como recurso didáctico para el profesorado” y, además, es presencial. Solicito la admisión sin pensarlo. Para empezar, porque no es un curso on line. Estoy harto de ya de pasar largas horas frente al ordenador leyendo infumables e interminables documentos sobre competencias básicas y proyectos curriculares y de esas inevitables tareas que siempre consisten en lo mismo: diseñar una unidad didáctica. Un curso presencial es una oportunidad para el contacto con ese conjunto anónimo y sin rostro que es el gremio docente para los que trabajamos en él, ya que la docencia es una experiencia muy marcada por la soledad profesional. Además, el tema me interesa especialmente y la ponente es Teresa Suárez, a quien conozco personalmente y me inspira confianza. Al hilo de esta anécdota, empiezo a preguntarme cuál es la verdadera función de los talleres y cursos de creación literaria. De partida, he de decir que no creo posible que el nacimiento de un talento literario dependa de la asistencia a uno de estos talleres. Sería absurdo este planteamiento, sobre todo, cuando miramos a cualquier época de la historia y pensamos por un instante en cómo pudieron ser las vidas de los escritores o escritoras que la protagonizaron. Evidentemente, a escribir se aprende. Primero, como la mera transcripción de un código sonoro a un papel. Después, como un instrumento que permite la distribución, ampliación y externalización de las funciones psicológicas. Por último, pero esto no es normativo, la escritura puede llegar a ser un modo de expresión íntimo, específico de quien de la usa, y que puede convertirse en una herramienta para la terapia, la creación, la divulgación, el testimonio… El talento y la calidad literaria mantienen una relación que no es directa. Probablemente, no exista persona alguna carente de talento, pero es la disciplina, el trabajo, lo que acaba dirigiendo el talento hacia la calidad. Este camino, en el caso de la literatura, es un camino que conduce, con frecuencia, al aislamiento. Como no podría ser de otra forma, la formación tiene que ser de carácter autodidacta, en un proceso en el que es el propio escritor quien elige quiénes van a ser sus maestros y que siempre comienza por imitación. Dudo mucho que los Chejov y las Ajmatova del futuro nazcan de quienes hoy asisten a talleres y cursos de creación literaria. Como sentencia el protagonista de Lugares comunes al comienzo de la película: “El escritor escribe. Si alguien quiere aprender a escribir podrá llegar a ser una persona que escribe, pero nunca un escritor”. Sin embargo, la finalidad de una actividad formativa es, en principio, el aprendizaje. Cabe preguntarse entonces qué utilidad tiene un taller de creación literaria, qué sentido tiene la organización de este tipo de iniciativas. Supongo que la supervivencia de este formato está relacionada con la democratización de las experiencias vitales que se está llevando a cabo en nuestros tiempos. Parece que es ya una idea muy extendida la que afirma que para tener una vida plena hay que experimentar un todo listado de sensaciones y vivencias que pasan por tener hijos, estudiar en la Universidad, probar algunas drogas, practicar deportes de riesgo, asistir a un multitudinario festival de música, viajar a bordo de un crucero, aprender a conducir, ir a Cádiz en carnaval o visitar un parque temático, entre otras muchas. De esta forma, los talleres literarios responden a esta necesidad de tachar un ítem de una lista, en la que ha sobrevivido escribir gracias a aquella vieja máxima del hijo, el árbol y el libro. No niego que, sobre todo en edades tempranas, los talleres literarios no puedan despertar el interés de aprendices en formación que acaben confeccionando buenos textos. Sí me gustaría señalar, en cambio, que al contrario de disciplinas como la arquitectura (que sí necesita a las Escuelas Superiores Universitarias para perpetuarse como arte), la literatura no necesita a estos talleres para seguir produciendo frutos satisfactorios. Y, por lo tanto, desde un punto de vista estrictamente literario, desempeñan un papel marginal.

jueves, 15 de marzo de 2012

Esperando a que escampe


Supongo que decidí que necesitaba escribir en la primavera de 1997. Había pasado media vida preguntándome cuáles eran mis aficiones y otra media desinteresándome por casi todo lo que empezaba sin llegar a terminar nada. Había que canalizar cierta energía, volcar hacia un objetivo un exceso de pensamiento y acabé encontrando un filón. Fue algo intencional. Bajé a la papelería, compré un cuaderno tamaño cuartilla al que coloqué una pegatina de evidente contenido político y busqué un bolígrafo que soltara tinta sin reticencias. Supongo que empecé a tomarme en serio la literatura y, por ende, lo que escribía en marzo de 1999. Allanado el camino unos años antes por Cien años de soledad, la lectura de Rayuela fue una iluminación, una especie de plano de la isla que se me otorgaba antes de haber decidido el carácter insular de mis preocupaciones intelectuales. Como una aparición divina que ya no deja lugar a las dudas sobre la posibilidad de un apostolado, un umbral que, una vez traspasado, te obligaba a seguir a ciegas por una casa desconocida, en la que la satisfacción de ver rincones iluminados suponía un gozo tan inmenso como poco habitual. La necesidad de habitar el espacio público me vino por casualidad. A través de una amiga común, conocí a Miguel Mejía y, a partir de ahí, la peregrinación de los sábados por la noche a un bar que iba cambiando cada cierto tiempo se convirtió en condición en indispensable (salvo en los años de oscuridad de los que no quiero escribir aquí), en el mayor de los acicates para seguir adelante en este esfuerzo autoimpuesto de esculpir mal o bien formas en la desestructurada forma de la fonética y la semántica. Poco a poco, fui conociendo a mucha gente. Jamás podría haber imaginado que una ciudad tan pequeña como Huelva acumulaba una cantidad tan inmensa de interesados e interesadas por la literatura, especialmente, por la poesía. Y, así, fui haciéndome con una serie de referentes cercarnos que me ayudaron a construir mis principios literarios (por llamarlos de alguna manera). Supongo que este sería el momento de empezar a detallarlos, de recordar anécdotas vividas o escuchadas que ilustran las actitudes que fui construyéndome y aún conservo. El problema es que, en estos momentos, siento que he perdido mis referentes. Las enormes distancias impuestas por la vida laboral, el cansancio de muchos y algunos errores me han dejado en una sensación de soledad, de no poder aportar nada en el panorama cultural de mi ciudad y tener que asumirlo con honradez. Soy plenamente consciente de que los errores cometidos no son malintencionados, es más, puedo llegar a comprenderlos plenamente y de buena fe. Pero se trata, en algunos casos, de errores no reparables (y no estoy exagerando) y, por otro lado, nunca quise ser ese columnista al que se le recuerda que la hemeroteca es un lastre. Por muy estúpido que parezca, no estoy tranquilo en los territorios fronterizos cuando afectan a mis convicciones personales. Valoro muchísimo la amistad y la confianza de la gente que me ofrece proyectos y no voy a dar nombres propios porque no quiero que penséis que esto es un enfado o que trato de perjudicar a alguien. Nada más alejado de mis intenciones. De hecho, uno de mis principios fundamentales en este mundillo literario es que hay que apoyar todas las iniciativas, todos los proyectos y luchar con la asistencia y la difusión para que no se pierda nada de lo que se está haciendo en Huelva. Por ello, pienso seguir asistiendo a cada evento, difundiendo a través de las redes sociales dentro de mis posibilidades. No puedo negar, en cambio, que empiezo a sentir un profundo agotamiento que se ve agudizado por el desencanto que me provoca comprobar todas las rencillas, las discusiones, las peleas, las malas caras, el rencor y otras enfermedades que afectan a la Huelva literaria. Y son todas estas razones las que me hacen tomar la decisión de restringirme a mis poemas, mis lecturas, mis blogs y a la tertulia de los sábados, que siempre se ha caracterizado por la paz y por un formato horizontal de reunión de amigos. Os valoro a todos y a todas mucho, muchísimo, y eso me lleva a no entrar en la dinámica de seguir con proyectos sin estar al cien por cien y con desgana. Tomo una decisión que no es fácil, que me perjudica y que me va a exigir la tarea de eludir explicaciones que no me apetece dar porque no pretendo molestar a nadie. De momento, el mal tiempo me invita a desaparecer de las plazas. Os prometo que, cuando escampe, saldremos a celebrarlo.

jueves, 8 de marzo de 2012

Poeta en Nueva York


Luis García Montero, un buen aprendiz de Lorca, da comienzo a su poema “Sonata triste para la luna de Granada” con verso que me parece magistral, casi una sentencia por sí mismo: Esta ciudad me mira con tus ojos. La proyección de sentimientos sobre el paisaje, especialmente, sobre el paisaje urbano, la identificación de las condiciones ambientales con la fuente de una tensión emocional de especial intensidad es un recurso muy habitual en la poesía. Un recurso que responde a una necesidad humana, la necesidad de atribuir una red de significados al mundo en el que vivimos. Esa ilusión de control que nos hace mirar el paisaje como un libro que puede ser leído y cuyas claves podemos desvelar con cierto esfuerzo intelectual es una fuente de estabilidad psicológica, una guarida en la que protegerse durante las frías y sordas horas de soledad. Está claro que no voy a descubrir nada nuevo si afirmo que Poeta en Nueva York es un libro que responde, en gran medida, a esta necesidad, a este esquema y que el foco de atención en la interpretación del libro hay que ponerlo en la primera parte de su título, el poeta, más que en el segundo, la ciudad de Nueva York, aunque es evidente que estos poemas nunca hubieran sido los mismos sin no hubiese mediado este viaje iniciático como catalizador de un río de versos que puede considerarse, así al menos lo hacía su autor, como un único y gran poema. Lorca llega a la Gran Manzana en 1929, en plena catarsis de superación de un desengaño (y su consecuente fracaso) sentimental. A un escritor inquieto y conmovido, más acostumbrado al entorno rural y de ciudades de mediano tamaño que conformaban la realidad española del momento, la desmesurada muestra de deshumanización y tecnificación de Nueva York no podía dejarle indiferente. El impacto es brutal sobre el poeta y el establecimiento de un contraste con un modo de vida más cercano a un orden natural es inevitable. Esta línea de creación es la que lleva al tipo de poemas más reconocibles. La aurora es, además del prototipo, el poema más celebrado, probablemente, el poema más famoso del libro. En él, el enfrentamiento entre el orden natural y la pérfida creación civilizada de un ser humano que actúa como un dios no es solo la la línea argumental del mismo. Además, en la narración de esta derrota de las fuerzas de la naturaleza, el lenguaje que se utiliza refuerza la transformación del mundo en lugar mucho más triste, donde los enjambres están formados de monedas, los niños son víctimas taladradas, los nardos sufren de angustia, las palomas son negras, el esfuerzo humano no produce frutos, la luz está muerta y sepultada y, en definitiva, la ciudad del futuro es un territorio en el que solo es posible el sufrimiento. Una vez establecida la unidad entre la obra del hombre y la maldad, limitarse a esta visión como único prisma desde el que puede analizarse el libro es “reduccionista”. Lorca está sufriendo turbulencias emocionales y sus motivos, como la ciudad de Nueva York, son profundamente humanos. No hay que jugar demasiado a la hermeneútica para descubrir la proyección del sentimiento amoroso sobre los contextos en los que se conciben estos poemas, ya que, en alguno de ellos, si bien no tienen el amor como tema principal, se encuentran claras referencias a estos motivos. Así, en “Tu infancia en Menton”, hay un fragmento especialmente clarificador:

Es tu yerta ignorancia donde estuvo
mi torso limitado por el fuego.
Norma de amor te di, hombre de Apolo,
llanto con ruiseñor enajenado,
pero, pasto de ruina, te afilabas
para los breves sueños indecisos.
Pensamiento de enfrente, luz de ayer,
índices y señales del acaso.
Tu cintura de arena sin sosiego
atiende sólo rastros que no escalan.
Pero yo he de buscar por los rincones
tu alma tibia sin ti que no te entiende,
con el dolor de Apolo detenido
con que he roto la máscara que llevas.

En “Poema doble del lago Eden”:
Pero no quiero mundo ni sueño, voz divina,
quiero mi libertad, mi amor humano
en el rincón más oscuro de la brisa que nadie quiera.

En el siniestro “Nocturno del hueco”:
Es la piedra en el agua y es la voz en la brisa
bordes de amor que escapan de su tronco sangrante.
Basta tocar el pulso de nuestro amor presente
para que broten flores sobre los otros niños.

En “Ruina”:
Mi mano, amor. ¡Las hierbas!
Por los cristales rotos de la casa
la sangre desató sus cabelleras.

Tú solo y yo quedamos;
prepara tu esqueleto para el aire.
Yo solo y tú quedamos.

En la celebérrima “Oda a Walt Whitman”:
El cielo tiene playas donde evitar la vida
y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.

Y, por supuesto, en el “Pequeño Vals Vienés”:
Dejaré mi boca entre tus piernas,
mi alma en fotografías y azucenas,
y en las ondas oscuras de tu andar
quiero, amor mío, amor mío, dejar,
violín y sepulcro, las cintas del vals.

Supongo que siempre es un buen momento para volver a Poeta en Nueva York. En agosto del año 2011, se cumplieron 75 años del asesinato de Federico García Lorca y el curso escolar 2011 / 2012 ha sido el elegido por la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía para celebrar un efeméride y llevar su obra hasta las aulas de la educación obligatoria. Sigo ignorando si una educación literaria será un recurso eficaz para hacer de mis alumnos y alumnas unas mejores personas. Mientras la realidad no me demuestre lo contrario, quiero pensar que sí mientras escucho a un grupo de niños y niñas de doce años recitando “La aurora” con voz trémula e indecisa ante un auditorio que, probablemente, no entienda demasiado. Esta convicción se hace más fuerte, cuando pienso en la cruda realidad que dibujan para Europa un enjambre de ministros tecnócratas, demasiado alejados de los valores del humanismo.