Buscando algo no
demasiado aburrido entre las actividades de formación que ofrece el
Centro de Profesores, encuentro una actividad con un título muy
sugerente “La escritura creativa como recurso didáctico para el
profesorado” y, además, es presencial. Solicito la admisión sin
pensarlo. Para empezar, porque no es un curso on line. Estoy harto de
ya de pasar largas horas frente al ordenador leyendo infumables e
interminables documentos sobre competencias básicas y proyectos
curriculares y de esas inevitables tareas que siempre consisten en lo
mismo: diseñar una unidad didáctica. Un curso presencial es una
oportunidad para el contacto con ese conjunto anónimo y sin rostro
que es el gremio docente para los que trabajamos en él, ya que la
docencia es una experiencia muy marcada por la soledad profesional.
Además, el tema me interesa especialmente y la ponente es Teresa
Suárez, a quien conozco personalmente y me inspira confianza. Al
hilo de esta anécdota, empiezo a preguntarme cuál es la verdadera
función de los talleres y cursos de creación literaria. De partida,
he de decir que no creo posible que el nacimiento de un talento
literario dependa de la asistencia a uno de estos talleres. Sería
absurdo este planteamiento, sobre todo, cuando miramos a cualquier
época de la historia y pensamos por un instante en cómo pudieron
ser las vidas de los escritores o escritoras que la protagonizaron.
Evidentemente, a escribir se aprende. Primero, como la mera
transcripción de un código sonoro a un papel. Después, como un
instrumento que permite la distribución, ampliación y
externalización de las funciones psicológicas. Por último, pero
esto no es normativo, la escritura puede llegar a ser un modo de
expresión íntimo, específico de quien de la usa, y que puede
convertirse en una herramienta para la terapia, la creación, la
divulgación, el testimonio… El talento y la calidad literaria
mantienen una relación que no es directa. Probablemente, no exista
persona alguna carente de talento, pero es la disciplina, el trabajo,
lo que acaba dirigiendo el talento hacia la calidad. Este camino, en
el caso de la literatura, es un camino que conduce, con frecuencia,
al aislamiento. Como no podría ser de otra forma, la formación
tiene que ser de carácter autodidacta, en un proceso en el que es el
propio escritor quien elige quiénes van a ser sus maestros y que
siempre comienza por imitación. Dudo mucho que los Chejov y las
Ajmatova del futuro nazcan de quienes hoy asisten a talleres y cursos
de creación literaria. Como sentencia el protagonista de Lugares
comunes al comienzo de la película: “El escritor escribe. Si
alguien quiere aprender a escribir podrá llegar a ser una persona
que escribe, pero nunca un escritor”. Sin embargo, la finalidad de
una actividad formativa es, en principio, el aprendizaje. Cabe
preguntarse entonces qué utilidad tiene un taller de creación
literaria, qué sentido tiene la organización de este tipo de
iniciativas. Supongo que la supervivencia de este formato está
relacionada con la democratización de las experiencias vitales que
se está llevando a cabo en nuestros tiempos. Parece que es ya una
idea muy extendida la que afirma que para tener una vida plena hay
que experimentar un todo listado de sensaciones y vivencias que pasan
por tener hijos, estudiar en la Universidad, probar algunas drogas,
practicar deportes de riesgo, asistir a un multitudinario festival de
música, viajar a bordo de un crucero, aprender a conducir, ir a
Cádiz en carnaval o visitar un parque temático, entre otras muchas.
De esta forma, los talleres literarios responden a esta necesidad de
tachar un ítem de una lista, en la que ha sobrevivido escribir
gracias a aquella vieja máxima del hijo, el árbol y el libro. No
niego que, sobre todo en edades tempranas, los talleres literarios no
puedan despertar el interés de aprendices en formación que acaben
confeccionando buenos textos. Sí me gustaría señalar, en cambio,
que al contrario de disciplinas como la arquitectura (que sí
necesita a las Escuelas Superiores Universitarias para perpetuarse
como arte), la literatura no necesita a estos talleres para seguir
produciendo frutos satisfactorios. Y, por lo tanto, desde un punto de
vista estrictamente literario, desempeñan un papel marginal.
domingo, 25 de marzo de 2012
jueves, 15 de marzo de 2012
Esperando a que escampe
Supongo que decidí que
necesitaba escribir en la primavera de 1997. Había pasado media vida
preguntándome cuáles eran mis aficiones y otra media
desinteresándome por casi todo lo que empezaba sin llegar a terminar
nada. Había que canalizar cierta energía, volcar hacia un objetivo
un exceso de pensamiento y acabé encontrando un filón. Fue algo
intencional. Bajé a la papelería, compré un cuaderno tamaño
cuartilla al que coloqué una pegatina de evidente contenido político
y busqué un bolígrafo que soltara tinta sin reticencias. Supongo
que empecé a tomarme en serio la literatura y, por ende, lo que
escribía en marzo de 1999. Allanado el camino unos años antes por
Cien años de soledad, la lectura de Rayuela fue una
iluminación, una especie de plano de la isla que se me otorgaba
antes de haber decidido el carácter insular de mis preocupaciones
intelectuales. Como una aparición divina que ya no deja lugar a las
dudas sobre la posibilidad de un apostolado, un umbral que, una vez
traspasado, te obligaba a seguir a ciegas por una casa desconocida,
en la que la satisfacción de ver rincones iluminados suponía un
gozo tan inmenso como poco habitual. La necesidad de habitar el
espacio público me vino por casualidad. A través de una amiga
común, conocí a Miguel Mejía y, a partir de ahí, la peregrinación
de los sábados por la noche a un bar que iba cambiando cada cierto
tiempo se convirtió en condición en indispensable (salvo en los
años de oscuridad de los que no quiero escribir aquí), en el mayor
de los acicates para seguir adelante en este esfuerzo autoimpuesto de
esculpir mal o bien formas en la desestructurada forma de la fonética
y la semántica. Poco a poco, fui conociendo a mucha gente. Jamás
podría haber imaginado que una ciudad tan pequeña como Huelva
acumulaba una cantidad tan inmensa de interesados e interesadas por
la literatura, especialmente, por la poesía. Y, así, fui haciéndome
con una serie de referentes cercarnos que me ayudaron a construir mis
principios literarios (por llamarlos de alguna manera). Supongo que
este sería el momento de empezar a detallarlos, de recordar
anécdotas vividas o escuchadas que ilustran las actitudes que fui
construyéndome y aún conservo. El problema es que, en estos
momentos, siento que he perdido mis referentes. Las enormes
distancias impuestas por la vida laboral, el cansancio de muchos y
algunos errores me han dejado en una sensación de soledad, de no
poder aportar nada en el panorama cultural de mi ciudad y tener que
asumirlo con honradez. Soy plenamente consciente de que los errores
cometidos no son malintencionados, es más, puedo llegar a
comprenderlos plenamente y de buena fe. Pero se trata, en algunos
casos, de errores no reparables (y no estoy exagerando) y, por otro
lado, nunca quise ser ese columnista al que se le recuerda que la
hemeroteca es un lastre. Por muy estúpido que parezca, no estoy
tranquilo en los territorios fronterizos cuando afectan a mis
convicciones personales. Valoro muchísimo la amistad y la confianza
de la gente que me ofrece proyectos y no voy a dar nombres propios
porque no quiero que penséis que esto es un enfado o que trato de
perjudicar a alguien. Nada más alejado de mis intenciones. De hecho, uno de mis principios fundamentales en este mundillo literario es que
hay que apoyar todas las iniciativas, todos los proyectos y luchar
con la asistencia y la difusión para que no se pierda nada de lo que
se está haciendo en Huelva. Por ello, pienso seguir asistiendo a
cada evento, difundiendo a través de las redes sociales dentro de
mis posibilidades. No puedo negar, en cambio, que empiezo a sentir un
profundo agotamiento que se ve agudizado por el desencanto que me
provoca comprobar todas las rencillas, las discusiones, las peleas,
las malas caras, el rencor y otras enfermedades que afectan a la
Huelva literaria. Y son todas estas razones las que me hacen tomar la
decisión de restringirme a mis poemas, mis lecturas, mis blogs y a
la tertulia de los sábados, que siempre se ha caracterizado por la
paz y por un formato horizontal de reunión de amigos. Os valoro a
todos y a todas mucho, muchísimo, y eso me lleva a no entrar en la
dinámica de seguir con proyectos sin estar al cien por cien y con
desgana. Tomo una decisión que no es fácil, que me perjudica y que
me va a exigir la tarea de eludir explicaciones que no me apetece dar
porque no pretendo molestar a nadie. De momento, el mal tiempo me
invita a desaparecer de las plazas. Os prometo que, cuando escampe,
saldremos a celebrarlo.
jueves, 8 de marzo de 2012
Poeta en Nueva York
Luis García Montero, un
buen aprendiz de Lorca, da comienzo a su poema “Sonata triste para
la luna de Granada” con verso que me parece magistral, casi una
sentencia por sí mismo: Esta ciudad me mira con tus ojos.
La proyección de sentimientos sobre el paisaje, especialmente, sobre
el paisaje urbano, la identificación de las condiciones ambientales
con la fuente de una tensión emocional de especial intensidad es un
recurso muy habitual en la poesía. Un recurso que responde a una
necesidad humana, la necesidad de atribuir una red de significados al
mundo en el que vivimos. Esa ilusión de control
que nos hace mirar el paisaje como un libro que puede ser leído y
cuyas claves podemos desvelar con cierto esfuerzo intelectual es una
fuente de estabilidad psicológica, una guarida en la que protegerse
durante las frías y sordas horas de soledad. Está claro que no voy
a descubrir nada nuevo si afirmo que Poeta en Nueva York
es un libro que responde, en gran medida, a esta necesidad, a este
esquema y que el foco de atención en la interpretación del libro
hay que ponerlo en la primera parte de su título, el poeta, más que
en el segundo, la ciudad de Nueva York, aunque es evidente que estos
poemas nunca hubieran sido los mismos sin no hubiese mediado este
viaje iniciático como catalizador de un río de versos que puede
considerarse, así al menos lo hacía su autor, como un único y gran
poema. Lorca llega a la Gran Manzana en 1929, en plena catarsis de
superación de un desengaño (y su consecuente fracaso) sentimental.
A un escritor inquieto y conmovido, más acostumbrado al entorno
rural y de ciudades de mediano tamaño que conformaban la realidad
española del momento, la desmesurada muestra de deshumanización y
tecnificación de Nueva York no podía dejarle indiferente. El
impacto es brutal sobre el poeta y el establecimiento de un contraste
con un modo de vida más cercano a un orden natural es inevitable.
Esta línea de creación es la que lleva al tipo de poemas más
reconocibles. La aurora es,
además del prototipo, el poema más celebrado, probablemente, el
poema más famoso del libro. En él, el enfrentamiento entre el orden
natural y la pérfida creación civilizada de un ser humano que actúa
como un dios no es solo la la línea argumental del mismo. Además,
en la narración de esta derrota de las fuerzas de la naturaleza, el
lenguaje que se utiliza refuerza la transformación del mundo en
lugar mucho más triste, donde los enjambres están formados de
monedas, los niños son víctimas taladradas, los nardos sufren de
angustia, las palomas son negras, el esfuerzo humano no produce
frutos, la luz está muerta y sepultada y, en definitiva, la ciudad
del futuro es un territorio en el que solo es posible el sufrimiento.
Una vez establecida la unidad entre la obra del hombre y la maldad,
limitarse a esta visión como único prisma desde el que puede
analizarse el libro es “reduccionista”. Lorca está sufriendo
turbulencias emocionales y sus motivos, como la ciudad de Nueva York,
son profundamente humanos. No hay que jugar demasiado a la
hermeneútica para descubrir la proyección del sentimiento amoroso
sobre los contextos en los que se conciben estos poemas, ya que, en
alguno de ellos, si bien no tienen el amor como tema principal, se
encuentran claras referencias a estos motivos. Así, en “Tu
infancia en Menton”, hay un fragmento especialmente clarificador:
Es
tu yerta ignorancia donde estuvo
mi torso limitado por el fuego.
Norma de amor te di, hombre de Apolo,
llanto con ruiseñor enajenado,
pero, pasto de ruina, te afilabas
para los breves sueños indecisos.
Pensamiento de enfrente, luz de ayer,
índices y señales del acaso.
Tu cintura de arena sin sosiego
atiende sólo rastros que no escalan.
Pero yo he de buscar por los rincones
tu alma tibia sin ti que no te entiende,
con el dolor de Apolo detenido
con que he roto la máscara que llevas.
mi torso limitado por el fuego.
Norma de amor te di, hombre de Apolo,
llanto con ruiseñor enajenado,
pero, pasto de ruina, te afilabas
para los breves sueños indecisos.
Pensamiento de enfrente, luz de ayer,
índices y señales del acaso.
Tu cintura de arena sin sosiego
atiende sólo rastros que no escalan.
Pero yo he de buscar por los rincones
tu alma tibia sin ti que no te entiende,
con el dolor de Apolo detenido
con que he roto la máscara que llevas.
En
“Poema doble del lago Eden”:
Pero no quiero mundo ni
sueño, voz divina,
quiero mi libertad, mi amor humano
en el rincón más oscuro de la brisa que nadie quiera.
quiero mi libertad, mi amor humano
en el rincón más oscuro de la brisa que nadie quiera.
En el
siniestro “Nocturno del hueco”:
Es la piedra en el agua y
es la voz en la brisa
bordes de amor que escapan de su tronco sangrante.
Basta tocar el pulso de nuestro amor presente
para que broten flores sobre los otros niños.
bordes de amor que escapan de su tronco sangrante.
Basta tocar el pulso de nuestro amor presente
para que broten flores sobre los otros niños.
En
“Ruina”:
Mi mano, amor. ¡Las
hierbas!
Por los cristales rotos de la casa
la sangre desató sus cabelleras.
Tú solo y yo quedamos;
prepara tu esqueleto para el aire.
Yo solo y tú quedamos.
Por los cristales rotos de la casa
la sangre desató sus cabelleras.
Tú solo y yo quedamos;
prepara tu esqueleto para el aire.
Yo solo y tú quedamos.
En la
celebérrima “Oda a Walt Whitman”:
El cielo tiene playas
donde evitar la vida
y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.
y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.
Y,
por supuesto, en el “Pequeño Vals Vienés”:
Dejaré mi boca entre tus
piernas,
mi alma en fotografías y azucenas,
y en las ondas oscuras de tu andar
quiero, amor mío, amor mío, dejar,
violín y sepulcro, las cintas del vals.
mi alma en fotografías y azucenas,
y en las ondas oscuras de tu andar
quiero, amor mío, amor mío, dejar,
violín y sepulcro, las cintas del vals.
Supongo
que siempre es un buen momento para volver a Poeta en Nueva York.
En agosto del año 2011, se cumplieron 75 años del asesinato de
Federico García Lorca y el curso escolar 2011 / 2012 ha sido el
elegido por la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía
para celebrar un efeméride y llevar su obra hasta las aulas de la
educación obligatoria. Sigo ignorando si una educación literaria
será un recurso eficaz para hacer de mis alumnos y alumnas unas
mejores personas. Mientras la realidad no me demuestre lo contrario,
quiero pensar que sí mientras escucho a un grupo de niños y niñas
de doce años recitando “La aurora” con voz trémula e indecisa
ante un auditorio que, probablemente, no entienda demasiado. Esta
convicción se hace más fuerte, cuando pienso en la cruda realidad
que dibujan para Europa un enjambre de ministros tecnócratas,
demasiado alejados de los valores del humanismo.
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