jueves, 8 de marzo de 2012

Poeta en Nueva York


Luis García Montero, un buen aprendiz de Lorca, da comienzo a su poema “Sonata triste para la luna de Granada” con verso que me parece magistral, casi una sentencia por sí mismo: Esta ciudad me mira con tus ojos. La proyección de sentimientos sobre el paisaje, especialmente, sobre el paisaje urbano, la identificación de las condiciones ambientales con la fuente de una tensión emocional de especial intensidad es un recurso muy habitual en la poesía. Un recurso que responde a una necesidad humana, la necesidad de atribuir una red de significados al mundo en el que vivimos. Esa ilusión de control que nos hace mirar el paisaje como un libro que puede ser leído y cuyas claves podemos desvelar con cierto esfuerzo intelectual es una fuente de estabilidad psicológica, una guarida en la que protegerse durante las frías y sordas horas de soledad. Está claro que no voy a descubrir nada nuevo si afirmo que Poeta en Nueva York es un libro que responde, en gran medida, a esta necesidad, a este esquema y que el foco de atención en la interpretación del libro hay que ponerlo en la primera parte de su título, el poeta, más que en el segundo, la ciudad de Nueva York, aunque es evidente que estos poemas nunca hubieran sido los mismos sin no hubiese mediado este viaje iniciático como catalizador de un río de versos que puede considerarse, así al menos lo hacía su autor, como un único y gran poema. Lorca llega a la Gran Manzana en 1929, en plena catarsis de superación de un desengaño (y su consecuente fracaso) sentimental. A un escritor inquieto y conmovido, más acostumbrado al entorno rural y de ciudades de mediano tamaño que conformaban la realidad española del momento, la desmesurada muestra de deshumanización y tecnificación de Nueva York no podía dejarle indiferente. El impacto es brutal sobre el poeta y el establecimiento de un contraste con un modo de vida más cercano a un orden natural es inevitable. Esta línea de creación es la que lleva al tipo de poemas más reconocibles. La aurora es, además del prototipo, el poema más celebrado, probablemente, el poema más famoso del libro. En él, el enfrentamiento entre el orden natural y la pérfida creación civilizada de un ser humano que actúa como un dios no es solo la la línea argumental del mismo. Además, en la narración de esta derrota de las fuerzas de la naturaleza, el lenguaje que se utiliza refuerza la transformación del mundo en lugar mucho más triste, donde los enjambres están formados de monedas, los niños son víctimas taladradas, los nardos sufren de angustia, las palomas son negras, el esfuerzo humano no produce frutos, la luz está muerta y sepultada y, en definitiva, la ciudad del futuro es un territorio en el que solo es posible el sufrimiento. Una vez establecida la unidad entre la obra del hombre y la maldad, limitarse a esta visión como único prisma desde el que puede analizarse el libro es “reduccionista”. Lorca está sufriendo turbulencias emocionales y sus motivos, como la ciudad de Nueva York, son profundamente humanos. No hay que jugar demasiado a la hermeneútica para descubrir la proyección del sentimiento amoroso sobre los contextos en los que se conciben estos poemas, ya que, en alguno de ellos, si bien no tienen el amor como tema principal, se encuentran claras referencias a estos motivos. Así, en “Tu infancia en Menton”, hay un fragmento especialmente clarificador:

Es tu yerta ignorancia donde estuvo
mi torso limitado por el fuego.
Norma de amor te di, hombre de Apolo,
llanto con ruiseñor enajenado,
pero, pasto de ruina, te afilabas
para los breves sueños indecisos.
Pensamiento de enfrente, luz de ayer,
índices y señales del acaso.
Tu cintura de arena sin sosiego
atiende sólo rastros que no escalan.
Pero yo he de buscar por los rincones
tu alma tibia sin ti que no te entiende,
con el dolor de Apolo detenido
con que he roto la máscara que llevas.

En “Poema doble del lago Eden”:
Pero no quiero mundo ni sueño, voz divina,
quiero mi libertad, mi amor humano
en el rincón más oscuro de la brisa que nadie quiera.

En el siniestro “Nocturno del hueco”:
Es la piedra en el agua y es la voz en la brisa
bordes de amor que escapan de su tronco sangrante.
Basta tocar el pulso de nuestro amor presente
para que broten flores sobre los otros niños.

En “Ruina”:
Mi mano, amor. ¡Las hierbas!
Por los cristales rotos de la casa
la sangre desató sus cabelleras.

Tú solo y yo quedamos;
prepara tu esqueleto para el aire.
Yo solo y tú quedamos.

En la celebérrima “Oda a Walt Whitman”:
El cielo tiene playas donde evitar la vida
y hay cuerpos que no deben repetirse en la aurora.

Y, por supuesto, en el “Pequeño Vals Vienés”:
Dejaré mi boca entre tus piernas,
mi alma en fotografías y azucenas,
y en las ondas oscuras de tu andar
quiero, amor mío, amor mío, dejar,
violín y sepulcro, las cintas del vals.

Supongo que siempre es un buen momento para volver a Poeta en Nueva York. En agosto del año 2011, se cumplieron 75 años del asesinato de Federico García Lorca y el curso escolar 2011 / 2012 ha sido el elegido por la Consejería de Educación de la Junta de Andalucía para celebrar un efeméride y llevar su obra hasta las aulas de la educación obligatoria. Sigo ignorando si una educación literaria será un recurso eficaz para hacer de mis alumnos y alumnas unas mejores personas. Mientras la realidad no me demuestre lo contrario, quiero pensar que sí mientras escucho a un grupo de niños y niñas de doce años recitando “La aurora” con voz trémula e indecisa ante un auditorio que, probablemente, no entienda demasiado. Esta convicción se hace más fuerte, cuando pienso en la cruda realidad que dibujan para Europa un enjambre de ministros tecnócratas, demasiado alejados de los valores del humanismo.

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