Supongo que decidí que
necesitaba escribir en la primavera de 1997. Había pasado media vida
preguntándome cuáles eran mis aficiones y otra media
desinteresándome por casi todo lo que empezaba sin llegar a terminar
nada. Había que canalizar cierta energía, volcar hacia un objetivo
un exceso de pensamiento y acabé encontrando un filón. Fue algo
intencional. Bajé a la papelería, compré un cuaderno tamaño
cuartilla al que coloqué una pegatina de evidente contenido político
y busqué un bolígrafo que soltara tinta sin reticencias. Supongo
que empecé a tomarme en serio la literatura y, por ende, lo que
escribía en marzo de 1999. Allanado el camino unos años antes por
Cien años de soledad, la lectura de Rayuela fue una
iluminación, una especie de plano de la isla que se me otorgaba
antes de haber decidido el carácter insular de mis preocupaciones
intelectuales. Como una aparición divina que ya no deja lugar a las
dudas sobre la posibilidad de un apostolado, un umbral que, una vez
traspasado, te obligaba a seguir a ciegas por una casa desconocida,
en la que la satisfacción de ver rincones iluminados suponía un
gozo tan inmenso como poco habitual. La necesidad de habitar el
espacio público me vino por casualidad. A través de una amiga
común, conocí a Miguel Mejía y, a partir de ahí, la peregrinación
de los sábados por la noche a un bar que iba cambiando cada cierto
tiempo se convirtió en condición en indispensable (salvo en los
años de oscuridad de los que no quiero escribir aquí), en el mayor
de los acicates para seguir adelante en este esfuerzo autoimpuesto de
esculpir mal o bien formas en la desestructurada forma de la fonética
y la semántica. Poco a poco, fui conociendo a mucha gente. Jamás
podría haber imaginado que una ciudad tan pequeña como Huelva
acumulaba una cantidad tan inmensa de interesados e interesadas por
la literatura, especialmente, por la poesía. Y, así, fui haciéndome
con una serie de referentes cercarnos que me ayudaron a construir mis
principios literarios (por llamarlos de alguna manera). Supongo que
este sería el momento de empezar a detallarlos, de recordar
anécdotas vividas o escuchadas que ilustran las actitudes que fui
construyéndome y aún conservo. El problema es que, en estos
momentos, siento que he perdido mis referentes. Las enormes
distancias impuestas por la vida laboral, el cansancio de muchos y
algunos errores me han dejado en una sensación de soledad, de no
poder aportar nada en el panorama cultural de mi ciudad y tener que
asumirlo con honradez. Soy plenamente consciente de que los errores
cometidos no son malintencionados, es más, puedo llegar a
comprenderlos plenamente y de buena fe. Pero se trata, en algunos
casos, de errores no reparables (y no estoy exagerando) y, por otro
lado, nunca quise ser ese columnista al que se le recuerda que la
hemeroteca es un lastre. Por muy estúpido que parezca, no estoy
tranquilo en los territorios fronterizos cuando afectan a mis
convicciones personales. Valoro muchísimo la amistad y la confianza
de la gente que me ofrece proyectos y no voy a dar nombres propios
porque no quiero que penséis que esto es un enfado o que trato de
perjudicar a alguien. Nada más alejado de mis intenciones. De hecho, uno de mis principios fundamentales en este mundillo literario es que
hay que apoyar todas las iniciativas, todos los proyectos y luchar
con la asistencia y la difusión para que no se pierda nada de lo que
se está haciendo en Huelva. Por ello, pienso seguir asistiendo a
cada evento, difundiendo a través de las redes sociales dentro de
mis posibilidades. No puedo negar, en cambio, que empiezo a sentir un
profundo agotamiento que se ve agudizado por el desencanto que me
provoca comprobar todas las rencillas, las discusiones, las peleas,
las malas caras, el rencor y otras enfermedades que afectan a la
Huelva literaria. Y son todas estas razones las que me hacen tomar la
decisión de restringirme a mis poemas, mis lecturas, mis blogs y a
la tertulia de los sábados, que siempre se ha caracterizado por la
paz y por un formato horizontal de reunión de amigos. Os valoro a
todos y a todas mucho, muchísimo, y eso me lleva a no entrar en la
dinámica de seguir con proyectos sin estar al cien por cien y con
desgana. Tomo una decisión que no es fácil, que me perjudica y que
me va a exigir la tarea de eludir explicaciones que no me apetece dar
porque no pretendo molestar a nadie. De momento, el mal tiempo me
invita a desaparecer de las plazas. Os prometo que, cuando escampe,
saldremos a celebrarlo.
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