martes, 15 de agosto de 2023

Pasatiempo

 Pasatiempo


Cuando éramos niños

los viejos tenían como treinta

un charco era un océano

la muerte lisa y llana

no existía


luego cuando muchachos

los viejos eran gente de cuarenta

un estanque era un océano

la muerte solamente

una palabra


ya cuando nos casamos

los ancianos estaban en los cincuenta

un lago era un océano

la muerte era la muerte de los otros


ahora veteranos

ya le dimos alcance a la verdad

el océano es por fin el océano

pero la muerte empieza a ser

la nuestra.


Mario Benedetti


Siempre me ha parecido este poema especialmente brillante por su lucidez. Hay muchos textos de innegable valor que se centran en la misma idea, en la creciente amenaza de la muerte a medida que crecemos y que tenemos una mayor conciencia de ella. Sin embargo, por alguna razón, cuando alguna muerte me hace pensar demasiado, sea por su cercanía o por hallarme tratando de eludir una ola de melancolía, vuelvo de forma indefectible a este “Pasatiempo” como si su relectura pudiera ofrecerme algún tipo de refugio.


Durante aquellos años en los que era mucho más joven y un poco más ingenuo, me cansé de repetir que un mundo sin Lola Flores, Jesús Gil o Freddie Mercury, independientemente de mi simpatía o animadversión por ellos, era un lugar más aburrido y mucho menos interesante para vivir. Aquella ironía impostada, que no me libraba de la tristeza cuando me tocaba enfrentarme a la muerte de mis abuelos u otros seres queridos, era normal. En el fondo, era una forma de afrontarla sabiendo que a quien le tocaba morir, atendiendo a esa tontería que llamamos “Ley de Vida”, estaba muy lejos en edad de mí. Que cualquiera puede morir en cualquier momento lo sabemos desde siempre, pero hay edades en las que es fácil ignorar ese pensamiento.


Madurar y envejecer consisten, entre otras muchas cosas, en comprobar que cada vez hay una menor diferencia de edad entre aquellos van muriendo en nuestro entorno y nosotros mismos. Cada vez es más difícil creer en el cuento feliz de la “Ley de Vida” y cada muerte que nos golpea lo hace con una intensidad que crece en progresión geométrica. Las muertes de familiares, amigos e, incluso, de aquellos que no conocemos ni tratamos pero a los que profesamos cierto afecto vienen a confirmar, para nosotros, que el mundo, nuestro mundo, se va desvaneciendo a pasos agigantados. Porque es así: si admitimos que cada de ser humano es único y, por tanto, su experiencia del mundo es única e irrepetible, entonces, forzosamente, tenemos que admitir que hay tantos mundos como hombres y mujeres y que cada muerte es, en cierto modo, una muerte del mundo.


Todos estos pensamientos abarrotan mi cabeza desde que supe esta mañana que había muerto Tente, el rostro de sonrisa imperturbable tras la barra del Bar Ibiza. No voy a engañaros afirmando aquí que éramos medio colegas y que pasé algunas noches inolvidables charlando con él. Nada más lejos de la realidad. El Ibiza siempre me pareció un sitio con encanto, un bar insustituible de la noche de Huelva, pero lo cierto es que yo allí no encontraba mi sitio. Yo era más parroquiano de otros bares que ahora no vienen al caso, pero alguna vez he estado en el Ibiza (probablemente más noches de las que puedo recordar). Tente que, como acertadamente escribe Mario Asensio en Huelva24, nunca olvidaba una cara, sabía perfectamente quién era yo y que no era uno de sus clientes más fieles. A pesar de ello, jamás me negó un gesto de simpatía, jamás me atendió con desidia o desgana por no ser un fijo en su local. Y todo eso teniendo en cuenta que siempre he sido de los pesaditos que preguntan la marca de cerveza del barril o que piden bebidas excéntricas que están fuera del catálogo habitual del bar de copas. Nada de eso parecía tener importancia, sus respuestas siempre estaban marcadas por la amabilidad.


Por eso, cuando esta mañana supe de su fallecimiento me invadió una repentina tristeza y pensé que sus familiares (a los que no conozco personalmente) estarían destrozados y, egoístamente, sentí que este es otro de los golpes que están destruyendo mi mundo de forma precipitada. Está muy de moda decir de alguien que destaca pronto en alguna actividad profesional que es “insultantemente joven”. Mientras escribo esto se me ocurre que Tente, con el cariño que tantos le profesaban, con sus 62 años, era insultantemente joven para morir y espero que aquéllos que están sufriendo su pérdida con intensidad y dolor puedan encontrar pronto un consuelo en su recuerdo. Si existe algo después de esta vida, espero que sea como el mundo y que cada uno tenga una experiencia distinta en función de su carácter y sus afectos. Espero, Tente, que, si después de la última frontera hay algo, hayas encontrado un paraíso a tu justa medida.