sábado, 1 de febrero de 2014

Llegar demasiado tarde

A medida que se acercaba el momento en que se anunciaría el nombre del galardonado en 2013 con el Premio Cervantes, como pasa siempre, iba intensificándose el fenómeno quinielas, ese discurso especulativo que hace las veces de cotilleo y prensa rosa entre los aficionados al mundo de las letras y que, casi invariablemente, amplifica nuestra sensación de sorpresa cuando, por fin, se hace público el ganador. Este año sonaba Ernesto Cardenal y le tocaba a un autor latinoamericano. No se cumplió el pronóstico y, aunque no hagan falta motivos que expliquen el hecho, lo cierto es que los hay. El jueves de esa misma semana, escuché la sección de Jorge Barriuso en Hoy empieza todo, que dedicó a la entrega del Cervantes, y me di cuenta de lo ingenuos que podemos llegar a ser. Como bien resumía el lúcido comentarista radiofónico cuando se refería a la posibilidad de que el premio hubiera recaído en Ernesto Cardenal, es muy complicado que le otorguen un premio oficial a una voz extremadamente incómoda, incapaz de sumirse en un silencio reconfortante para el orden establecido, siempre dispuesta a enfrentar la realidad social y política ante el discurso dominante. Porque, en el fondo, eso es lo que provoca Ernesto Cardenal entre los guardianes de la estructura y la jerarquía, una gran sensación de incomodidad e inquietud. Por eso, se hicieron tan famosas aquellas imágenes en las que Karol Wojtyla regañaba públicamente al poeta inmediatamente después de bajar de un avión. Desde una óptica europea y laica, es difícil comprender por qué este hombre siente la necesidad de ser sacerdote, de pertenecer a una institución que perpetúa las relaciones de desigualdad contra las que él viene luchando desde hace tanto, que se ha mostrado tan firme en la represión del pensamiento y la ideología de la que el propio Cardenal es partícipe. Supongo que, desde su óptica suramericana empapada de una realidad social y cultural muy diferente a la nuestra, es fácil encontrar en los Evangelios el mensaje liberado y de revolución social que le mantiene erguido en su camino. Tuve la ocasión de ver de cerca al poeta, de comprobar su aspecto de anciano eminente, de entender el halo de sabiduría que se desprende naturalmente de su imagen. Estreché su mano, me firmó una antología que, sería más de un año después, mi primer contacto con su obra. Su poesía es una demostración de lo artificiales que resultan los cercos entre géneros y disciplinas. Lo que hizo Galeano en “Las venas abiertas de América Latina”, lo hace Cardenal con sus poemas. Si el uruguayo es capaz de analizar políticamente las relaciones de desigualdad en el continente americano con un lenguaje literario, Cardenal es capaz de construir un discurso poético desgarrado que denuncia estas mismas relaciones de desigualdad con un rigor de analista político. Su poesía es, además, desde un punto de vista exclusivamente personal, una invitación al autorreproche, a cuestionarme qué demonios hacía yo perdiendo tantísimo tiempo con la televisión y la Megadrive, por aquellos finales de los años 90. Como me ha ocurrido con tantos otros libros, he sentido al leer a Cardenal la convicción de que habría disfrutado muchísimo más de sus poemas si hubiera llegado a ellos antes, un poco más joven y este tipo de pensamientos, como ya sabéis, inducen demasiado a la melancolía. No quisiera terminar sin hacer una referencia a los poemas de temática amorosa que aparecen al comienzo de la antología de Valparaíso (libro que toma como excusa esta columna). En mi experiencia como lector, siempre me ha llamado la atención la estrecha relación que existe entre la habilidad para escribir poemas de corte reivindicativo y político y la sensibilidad para crear una buena poesía amorosa, relación que puede constatarse especialmente en el caso de los poetas latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX. Me imagino que no es nada original lo que estoy planteando, pero creo que es una tesis sobre la que se puede argumentar mucho y con la que se puede emborronar mucho papel. Prometo no hacerlo. Simplemente, la dejo esbozada como línea final de reflexión.