jueves, 13 de octubre de 2011

Mujeres y días

Fue mi amigo Manuel Sánchez Hernández quien me recomendó, hace ya un buen puñado de años, la poesía de Gabriel Ferrater y, por consiguiente, el libro Mujeres y Días, una excelente muestra de la obra del reusense que decidió no vivir más allá de los cincuenta. El libro cayó en mis manos mucho tiempo después. Probablemente, algún comentario hice en presencia de mi madre, que se apuntó el título para agradarme en alguno de mis cumpleaños y así fue cómo empezó la larga siesta que el volumen pasó en alguna de mis estanterías, con breves y bruscos despertares en los que le recordaba que se trataba de una de mis prioridades en materia de poesía, pero que, todavía, no encontraba el momento ni la tranquilidad suficiente para abordarlo. Este verano, al fin, comprendí que no podía seguir haciendo esperar a una promesa de placer intelectual. Y, desde luego, la lectura de Mujeres y Días no defrauda en ningún momento, empezando por las cuarenta y seis páginas de prólogo de Arthur Terry que lo encabezan. Estaba sediento de lo que llamamos poesía de la experiencia, de esa forma de concebir la poesía que, desde un exquisito dominio del ritmo y la métrica, nos regala inmensas porciones de vida real, del rutinario paso de los días y de su capacidad para construir un universo reflexivo que proporcione cierta seguridad, una hogar identitario en el que pasar las frías noches del invierno emocional. Ya el prologuista nos advierte desde el comienzo lo poco apropiado que sería hablar de Ferrater como un escritor que ha sido capaz de inventar su propio mundo y añade de forma certera: “A esto podríamos contestar que el único mundo que queremos es éste en el que vivimos, y, por consiguiente, que lo que esperamos de un poeta es que escriba unos cuantos poemas buenos sobre este mundo”. Es evidente el tipo de poeta ante el que estamos, capaz de hablar sobre la Guerra Civil a través de la anécdota de una excursión en bicicleta al campo, que se detiene en las dudas del amor cuando describe el miedo a los soldados, que entiende la verdadera naturaleza del desengaño como una mutilación. Es difícil hacer un repaso exhaustivo sobre todos los poemas memorables que el libro encierra, pero no me resisto a glosar unos cuantos que me han atravesado la piel y se han quedado alojados entre mis órganos. Uno de ellos es el extenso In memoriam, cuyo comienzo es casi un manifiesto:


Al estallar la guerra, yo tenía

catorce años y dos meses. Poco

pensé en ella al principio. Andaba a vueltas

con algo que me sigue pareciendo

más importante. Había descubierto

Les fleurs du mal, lo que es como decir

la poesía, ciertamente, pero

hay algo más -no sé que nombre darle-

y es lo que importa. ¿Rebeldía? No.”


Por otro lado, son varios los textos que se detienen en el aspecto íntimo y temeroso del amor, en ese terreno resbaladizo que está detrás del estremecimiento de la carne o, más allá, en esa etapa en la que los verbos del discurso afectivo solo ofrecen su aspecto de pretérito imperfecto. El mutilado es un buen ejemplo de esa forma de construir una estética del desamor, un poema que recurre a la despersonalización como única defensa del abandonado y que emprende una desesperada huida hacia la complicidad con la mujer perdida a través de una premeditada tercera persona del singular. Pero, además, Ferrater nos ofrece una poética sobre esos instantes que suceden al amor carnal, ese territorio imprevisto en el que fluye el pensamiento y que tantos quieren resumir en un cigarro. A mi entender, el mejor de estos poemas es Ídolos, que a continuación os escribo y con el que termino. Ya sé que esto no se parece en nada a una buena reseña y yo no pretendo que lo sea, como tampoco pretendo seguir fabricando expectativas sobre un libro que no necesita quien lo defienda. Os dejo con Don Gabriel y cada cual que piense lo que quiera:


Entonces, cuando yacíamos

abrazados frente a la ventana

abierta al desmonte de olivos (dos

semillas desnudas dentro de un fruto que el verano

ha abierto violento, y que se llena

de aire) no teníamos recuerdos. Éramos

el recuerdo que tenemos ahora. Éramos

esta imagen. Ídolos de nosotros

para la fe sumisa de después.