Daniel Salguero es un crack. Lo afirmo así, sin rodeos. Y creo que, si fuera futbolista, no habría periodista deportivo capaz de negarle esta condición. Se dice esto de un futbolista cuando maneja las dos piernas, cuando es efectivo en el remate de cabeza, cuando es capaz de aportar tanto en defensa como en ataque, es decir, cuando su perfil no se limita a realizar una función microscópica y limitada, fruto de una especialización excesiva. El caso de Daniel es paradigmático, aunque la fortuna no le haya acompañado siempre en su relación con este caprichoso mundillo de lo literario, con las editoriales y con los premios. Su valía como narrador está fuera de toda dudas y así lo atestiguan libros como La barca está varada, Tersila o Sobre la imperfección de los cuerpos celestes. En cuanto a la poesía, Negación del paraíso, Las horas perdidas, Poemas a Aika Miura o Apuntes para un atardecer en Barzaj hablan por sí mismos, defienden a su creador sin necesidad de una labor crítica o hermenéutica. Incluso se ha atrevido con el teatro. De hecho, Los olvidados es uno de los libros de Dani de los que guardo un mejor recuerdo. A cualquiera que lea esta entrada le resultará evidente que la mayoría de estos títulos permanecen inéditos. No está mal recordar de vez en cuando que, hace muy poco tiempo, vivíamos un momento muy distinto al actual en lo que a actividad editorial y ritmo de publicación se refiere.
También
será evidente para cualquiera que lea esto que Dani es, para mí,
ante todo un amigo. Y que estos años de amistad dan para contar
algunas cosas. Fue por el año 2000 cuando nos conocimos en una
tertulia que se reunía en el bar Malacate. Aquella tertulia tuvo
constantes altibajos y cambios de sede. Solíamos afirmar en broma
(aunque en mi caso con cierto temor a que no fuera tan descabellada
la idea) que todo bar o cafetería que eligiéramos para reunirnos
acabaría quebrando a corto o medio plazo. Si nos dejamos guiar por
la conjetura, contribuimos al cierre de, al menos, el Malacate, el
Croxam (creo que se escribía así), el Ottawa, el Zorba y uno cuyo
nombre italiano no consigo recordar (seguramente se me quede en el
olvido algún que otro malogrado local). Por otro lado, tuve la
suerte de colaborar con Dani en la última etapa de la revista La
Cinta de Moebius y en el nacimiento y desarrollo del proyecto
Psiqueactiva. Después de estos antecedentes, a nadie le
extrañará que afirme que, cuando supe que Ediciones de la Isla de
Siltolá iba a publicar El libro de los regresos, sentí una
gran alegría.
El libro de los
regresos es un documento
fronterizo, un cuerpo que se mueve con una habilidad indescifrable
entre dos polos definidos con precisión: la derrota y la esperanza.
Porque nadie puede negar el carácter de derrota que caracteriza a la
existencia. Y, así, Dani Salguero nos muestra cómo la extrema
belleza de un libro, que nos hizo llorar, puede ser fulminada por el
tiempo. El poeta nos hace conscientes de las condiciones de nuestra
vida, una vida que se desarrolla en desiertos “que separan al
individuo de la persona”, una vida en la que la tristeza es
consecuencia de un proceso de aprendizaje y, por si fuera poco, está
“injertada en nuestros genes por los amos, los lobotomizadores
sonrientes de la ventana de los suicidas.” Todo parece estar
manchado por esa sensación de asfixia existencial: el reloj de la
tarde funciona con un mecanismo de cansancio, se puede sentir
nítidamente “la certeza de la pérdida de esas cosas que nunca
hemos tenido” y, por ello, “es necesario, más necesario que
nunca, huir hacia ninguna parte... Deshabitar la conciencia,
apaciguar el alma”.
Y,
sin embargo, hay un atisbo de esperanza: la esperanza de
alguien que conozca el rumbo y nos guíe, el vértigo de saber que la
vida entera cabe en un solo instante. Porque el tiempo puede aún
conceder una tregua, porque se puede encontrar la voz capaz de
renombrar las cosas, porque (aunque solo sea de forma momentánea)
podemos experimentar la sensación de “que huye el tiempo y las
horas nos temen... Ahora que somos más que dioses y la doble
negación de un verso nos reafirma.” Es en
la otredad complementaria y específica del amor, en la presencia del
cuerpo amado, en la promesa de su desnundez, donde se puede hallar la
manera de “caminar limpio de miedos, dudas y tristeza.”
Escribir
poemas no deja de ser una labor de construcción de un discurso, una
forma de conocimiento, un modo de interpretar la realidad. Por ello,
celebro los libros que me hacen consciente de ciertos hallazgos
semánticos o que reafirman aquellos que tengo como verdades
innegociables. El libro de los regresos es una buena muestra
de lo que quiero decir. En él, el rol del poeta que se propone de
forma implícita no es el de juez (un error frecuente en quienes
escriben desde la soberbia). El poeta no puede dejar de ser lo que,
en las Ciencias Sociales, se llama un observador participante: “jamás
volverán, porque han muerto... están muertos y no lo saben, y no lo
sabemos...” A medida que
leemos, descubrimos que regresar y volver son verbos mentirosos: “El
horizonte sólo tiene un rostro y nos miente con su imposible canto
de regresos.” Y, aunque fuera
remotamente posible, volver nunca es una garantía, no supone jamás
un verdadero regreso. Como apunta el poeta con lucidez, los lugares
del pasado, cuando no confundimos el camino de regreso, son la
constatación de lo que el tiempo nos arrebata: “Están
ante las ruinas de todo cuanto perdieron y creen haber recuperado lo
que les ha arrebatado el tiempo.” ¿Y
la memoria? ¿Qué podemos decir de la memoria? Espero que me
disculpen la osadía, pero me atrevo a dar una respuesta: como todos
sabemos o deberíamos saber, nuestra memoria es una reconstrucción
que se actualiza y se modifica cada vez que narramos un recuerdo.
No
se agota el dominio de esta obra en los simples comentarios que
suscribo. Compuesto por poemas en prosa, su lectura va descubriendo
imángenes, sugiriendo asociaciones, obligando al lector a desplegar
sus pensamientos y revisarlos. Cómo no sentirse impelido a repensar
el propio sistema axiológico cuando leemos que el olvido es la única
patria posible y verdadera, que la luz vacía es el verbo con el que
se expresan todas las cosas, que el amanecer nos hiere al
pronunciarnos, que el tiempo es siempre la enfermedad, nunca una
cura. Sí, no quiero que pase desapercibido: El libro de
los regresos está construido
con poemas en prosa y con un respeto absoluto a una tradición no
siempre valorada de la forma en que se merece. Daniel Salguero ha
sabido aprender las lecciones de maestros como Charles Baudelaire,
Julio Cortázar y Francisco Umbral. Supongo que habrá quién siga
atreviéndose a discutir la posibilidad de que puedan escribirse
poemas en prosa. Es muy libre de hacerlo. Pero antes le sugeriría
que hiciera una visita al Cementerio de Montparnasse y al Cementerio
de la Almudena, le recordaría que, de cuando en cuando, conviene
mostrar un mínimo de respeto.