jueves, 16 de febrero de 2012

No estaba lejos, no era difícil


Joan Margarit y Luis García Montero estuvieron en la Casa de la Cultura de Huelva a mediados de marzo de 2011 presentando sendos libros de poesía publicados en la colección Palabra de honor de la Editorial Visor. Fui a aquella lectura con mi madre con la motivación de escuchar a García Montero, un poeta que siempre tiene propuestas interesantes, que maneja muy bien la distancia corta y cuya forma de recitar hace sus poemas más convincentes. Además, tenía la curiosidad de iniciarme en el conocimiento de Joan Margarit, un escritor del que apenas sabía el nombre, su vocación de catedrático en Cálculo de estructuras y su condición de poeta en lengua catalana. Aquella doble lectura de poesía tuvo un efecto paradójico en mi conducta de consumo, ya que acabé por comprar, unas semanas más tarde, el libro de Joan Margarit y sigo sin tener demasiado interés por leer el poemario de Luis García Montero. Joan Margarit, a sus 73 años, nos ofrece una cuidada y honesta colección bilingüe de poemas donde dibuja la parcela de la realidad que es capaz de abarcar con su palabra. Las claves del poemario están explicadas por él mismo al final del libro, en un epílogo de desbordante inteligencia. No estaba lejos, no era difícil es, además del título de la obra, la constatación de que se ha llegado a esa etapa de la vida sobre la que nadie quiere pensar, la vejez, la última y, en consecuencia (y por mucho que quiera dulcificarse), la antesala de la muerte. El poeta vence el miedo a lo desconocido, sustituyéndolo por lucidez, una lucidez que le conduce hacia el respeto por sí mismo que, en definitiva, no es otra cosa que dignidad. El miedo se manifiesta por la ausencia de amor y, en la concepción de Margarit, no hay mejor manera de ejercer el amor que en la lectura y escritura de poesía (a las que considera sinóminas). La buena poesía tiene la intensidad de la verdad, involucra a quien la escribe, el poeta es lo que pueden llegar a ser sus poemas. Por ello, nunca puede ser un atajo ni un subterfugio, ya que se busca un espacio para el reencuentro consigo mismo en el territorio de la dignidad. ¿Qué nos puede ofrecer un poeta a los 73 años? La respuesta es igual de sencilla o compleja si cambiamos la edad en la pregunta. Después de todo, los temas de los poemas del libro son los mismos que aborda la poesía desde hace ya tantos y tantos años: el amor, la memoria, la muerte, la identidad... Es la lente que proporciona la experiencia vital y las circunstancias biográficas del que escribe la que da un tono emocional distintivo al discurso. Así, el amor se aleja ya de las tensiones del cuerpo y forma parte del terreno de la inteligencia, es el juez que dispone de la última palabra. Los recuerdos son ahora una necesidad más que una carga involuntaria del viaje y esta necesidad está íntimamente ligada a proceso de construcción continua que es la escritura. El poeta es plenamente consciente de su edad. Sabe que se halla en un tiempo que no le pertenece, un tiempo en el que vive “con una mezcla agridulce de proximidad y distancia”. Por ello, no es extraño que sienta la visión de la belleza juvenil como una luz demasiado intensa para sus ojos y que abunden las referencias a los recuerdos que más han pesado sobre su conciencia. Así ocurre con la presencia de Joana, la hija fallecida. Así ocurre con las calles y arrabales en los que pasó una infancia que ahora pertenecen a una región a la que mira sin sentimentalismos, constatando el irreprimible cambio al que está sometido el paisaje humano. Frente a la imagen de París, Joan Margarit afirma: “La ciudad que yo amaba la he perdido”. No es posible envejecer y morir en el mismo mundo en el que se creció, en el que se vivió, porque aquel mundo ya solo existe en los ojos de quien mira el presente mientras recuerda. Aparece también en varias ocasiones la presencia de la madre y, ligados a ella, los juegos de una edad despreocupada, la llamada al anochecer que materializaba la necesidad de volver a la rutina de la casa, el miedo infantil y juvenil que se sustenta en el desconocimiento “de lo poco que pesa vida alguna”. Consciente o inconscientemente, la imagen de la muerte que revela el libro es muy borgeana. El poema “Aniversario con estatua” tiene un verso final en el que proclama “la tierra prometida era la muerte.” Un verso que recuerda al descorazonador final del soneto que el genio argentino dedicó a la La isla del tesoro. Espero que la tierra prometida no tenga prisa por reclamar a Joan Margarit durante muchos años y que su lucidez de viejo digno y sabio nos siga dejando testimonios cercanos y asequibles.

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