viernes, 21 de diciembre de 2012

Deshielo a mediodía

Siguiendo la autoimpuesta obligación de leer al premiado con el Nobel de literatura de cada año antes de que vuelva a fallarse el premio, aterricé en Deshielo a mediodía de Tomas Tranströmer, una antología que había puesto en circulación su editorial en España (Nórdica Libros), curiosamente, un mes antes del fallo de la Academia Sueca y que, por tanto, vivió un feliz periodo de reimpresiones durante los meses de octubre y noviembre de 2011. Lo primero que llama la atención del libro es la cuidada, elegante y manejable edición bilingüe que presenta Nórdica. Inútil edición bilingüe, pienso con la sonrisa algo tristona del que solo se maneja en su propia lengua y su conocimiento del inglés no le llega ni para leer algo sencillito. Pero, centrándonos en el tema, Deshielo a mediodía es, como cualquier otra antología, un repaso a la carrera poética de Tranströmer que da la oportunidad de curiosear y conocer el mundo intelectual de un poeta sueco que, inexplicablemente, era un gran desconocido a nivel mundial, incluso entre escritores y gente del ambiente académico y universitario, antes de la concesión del premio. Desde luego, no se trata, como dijeron muchos, de que la Academia Sueca “haya barrido para casa”. En mi caso concreto, además, me permitió comprobar que la idea que me había construido de su poesía con lo poco que había leído previamente por internet y, probablemente, con la ayuda inestimable de los medios de comunicación era, hasta cierto punto, inexacta. Hasta que leí Deshielo a mediodía, pensaba que Tranströmer era, básicamente, un poeta del paisaje y la naturaleza de difícil comprensión y con escasas concesiones al lector. Y, aunque no voy a ser yo quien niegue que estos son rasgos de gran peso en su poética, creo que quedarse en ese análisis es insuficiente y que la variedad de temas y contextos donde se libra la batalla de su verso va mucho más lejos. Atendiendo al orden del volumen, a partir del cuarto libro antologado, El cielo a medio hacer, se intuye con claridad que el poeta que nos ocupa no es tan fácilmente clasificable y se permite recurrir al gesto cotidiano, como en ese discreto homenaje al acto de tomar café que es “Espresso” y que termina con un revelador y reconfortante: “La inspiración de abrir los ojos.” Aparece también y, eso es algo que no me hubiera imaginado (a pesar del peso que suele tener en la concesión del premio de forma tradicional) el desvelo social y los remordimientos de quien se sabe lejos del sufrimiento, viviendo una vida más cómoda. “En el delta del Nilo” es una clara muestra de esa línea. Sí es indiscutible que, como se repitió tantas veces en aquellas notas de prensa apresuradas tras el premio, la música es un eje fundamental en su escritura. Desde mi punto de vista, la música aparece en, al menos, tres formas en sus poemas: como objeto de celebración y reflexión en sí misma, como una parte del ambiente de un poema o como la búsqueda de una especie de música en el paisaje ya sea natural o humano. Entre los poemas en los que la música es el foco, están los cinco que se reúnen bajo el título común de “Schubertiana”, en los que la música son un refugio, un impulso de confianza cuando “alegría y sufrimiento pesan exactamente igual.” Sin embargo, por encima de todos, el poema que más llegó a estremecerme fue “Soledad”, probablemente influido por el contexto de lectura, solo en la terraza de un bar que hacía esquina junto a la Estación Victoria de Londres, matando una espera con una taza de café tamaño piscina y mientas llovía sin descanso. El poema refleja la mayor de las soledades, la soledad de cada individuo ante la muerte. En esta ocasión, el poema parte de un acontecimiento vital impactante: cuenta un repentino accidente de tráfico y las sensaciones y pensamientos rápidos de quien lo sufre, así como los sentimientos que surgen después al reflexionar sobre lo sucedido. El tiempo muestra aquí su cara más flexible y mentirosa: “Los segundos crecieron -en ellos se podía encontrar lugar”. La vida aparece como lo que es, un azar, en la que todo puede ser destruido en un solo instante o salvarse repentinamente en el último momento. No es difícil sacar de aquí un corolario: la soledad no debería vivirse como un drama. En nuestra condición humana, la soledad es la norma por mucho que queramos engañarnos con las ficciones de la vida social. Estamos solos ante nuestro propio destino trágico e insertos entre una multitud de iguales que nos miran y a los que miramos, por temor a mirarse y mirarnos a nosotros mismos. Tranströmer, como siempre, lo expresa mucho mejor que yo:
Ser siempre visible -vivir
en un enjambre de ojos-
debe de dar una expresión particular al rostro.
El rostro cubierto de arcilla.

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