miércoles, 23 de enero de 2013

Ahí y ahora

Ahí y ahora es el cuarto volumen en el que se recogen los relatos completos de Julio Cortázar en Alianza Editorial. Se trata o, al menos así nos lo lleva años vendiendo la editorial, de una reorganización de las narraciones breves por parte del autor que atiende a la afinidad temática, antes que al orden cronológico de escritura o, por decirlo más claramente, al libro o colección en el que aparecieron públicamente en su momento. Hay algo que está claro: si tenemos que creer que esto es cierto (y no solamente una obligación editorial impuesta al autor para poder revender en un formato nuevo una obra que ya estaba íntegra y coherentemente publicada), este cuarto volumen es el argumento más claro en favor de esta reordenación. Los anteriores (Ritos, Pasajes y Juegos) reunían un volumen abultado de cuentos que, sin duda, estaban entrelazados entre sí por criterios innegables, difícilmente expresables, pero innegables. ¿Acaso no es la producción de cuentos de Cortázar una obra perfectamente enlazada, un cuerpo de historias con una estilo único y claramente reconocible donde la calidad y la intensidad se mantienen a niveles muy altos? Sin embargo, sí es cierto que Ahí y ahora, el cuarto y último volumen, mantiene una unidad entre los cuentos incluidos que está clara: el centro de la acción narrativa está relacionado con la violencia, especialmente, con la violencia que nace a partir de la ideología y los intereses políticos y, también, con la espeluznante violencia ejercida por los Estados dominados por dictaduras militares, una violencia que tan bien conocieron todos los sudamericanos que vivieron en las décadas de los sesenta, los setenta y los ochenta. Sin renunciar al lado fantástico, al más crudo realismo, a la representación de la vida como un conjunto de casualidades que parecen nimias y aisladas entre sí pero acaban por conformar una fuerza irreprimible que marca los azarosos destinos individuales, estos relatos se detienen en la falta de libertad de expresión, en la tortura, las persecuciones políticas a manos de grupos paramilitares, la interminable caterva de burócratas que hacen de tapadera a las dictaduras, el sabotaje de gobiernos no afines a las líneas establecidas por la Agencia Central de Inteligencia, la clandestinidad, el terrorismo e, incluso, las posibles patologías psicológicas que podrían estar de base en las personalidades contaminadas por un modelo autoritario, ya ejerzan el rol de líderes o el de sometidos, el de esa amplia base social que mantiene con su ceguera política el poder de un gobierno que les oprime. Y todo esto, como siempre, salpicado por esas verdades pequeñitas, cotidianas, que nos lanza Cortázar como si no se diera cuenta de ello, como si no tuvieran importancia, como si uno no sintiese la necesidad de buscar un lápiz y subrayar ciertos pasajes como un febril estudiante que teme olvidar un concepto importatísimo en la víspera de ese examen que todo lo justifica. Por ejemplo, “siempre se fuma demasiado cuando se tiene que esperar” o, más abajo en la misma página, esa sentencia de un señor calvo que pisa un cigarrillo para apagarlo contra el suelo: “La vida es una sala de espera”. Terminé de leer Ahí y ahora como un neófito, como ese que también era hace catorce años y empezaba a leer Rayuela frotándose los ojos, sin tener demasiado claro cómo era posible escribir así, preguntándome de dónde nace ese talento, esa capacidad para mantener al lector atado a la página y y deslumbrarle con una última chispa que le obliga a sonreír, que le hace admitir que se está ante las enseñanzas de un maestro. Los relatos de Cortázar tienen siempre la capacidad de aparecer ante nuestros ojos como un producto fresco y novedoso. Por mucho que se conozca la historia o el desenlace, no existe el aburrimiento o la rutina cuando uno, como lector, se deja llevar por un tal Jiménez a un hotel de La Habana o se decide a hacer de acompañante de Estévez al combate entre Monzón y Nápoles. Quizá, éste sea el secreto de la gran literatura, su capacidad inagotable para sorprendernos y abstraernos en cualquier momento, como si, por la acción de una especie de brujería, las palabras en ese orden hubieran adquirido un poder ilimitado de embeleso. “Mejor pensarlo así como un conjuro”.

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