Continúo con mi
interminable saga de los descubrimientos tardíos. Diecinueve años
después de haber adoptado el hábito de lectura como una misión de
vida, precisamente, tras devorar uno de los títulos de referencia
del “Boom Latinoamericano”; algo menos, pero también muchos,
después de que algún amigo al que ya veo poco me hablara con una
admiración casi reverencial de Juan Carlos Onetti, acudí a la
lectura de Dejemos hablar al viento,
una novela que sufría un largo periodo de olvido en mitad de la
estantería azul que da soporte a mi artificiosa estructura vital.
Empecé a leer sin conocer un detalle importante: forma parte de una
especie de saga ambientada alrededor de la ciudad ficticia, podríamos
decir léxico – semántica, de Santa María. Más grave aún para
aquellos que puedan verse afectados por la enfermedad de la
cronología, se trata del cierre del ciclo y, por tanto, del último
acto. Afortunadamente, este detalle no adopta tanta trascendencia
cuando coinciden en un momento espaciotemporal concreto un genio
literario inconmensurable, una novela magnífica y cierta actitud al
leer. Dejemos hablar al viento
es el relato de un triángulo dramático, sexual y autodestructivo,
en cuyos vértices están el comisario y pintor Medina (protagonista
por así decirlo de la obra), el yonqui enamorado del desencanto
Julián Seoane y Frieda, mujer fatal, rubia, cantante, empresaria,
bisexual. En un ambiente decorado por el humo del tabaco y la
constante presencia del alcohol, en medio de un calor húmedo y
opresivo, en mitad de un mundo en ruinas lingüísticamente
construido y en el que abunda el sustantivo mugre, la belleza florece
indiferente en los diálogos, en la omnipotente visión del narrador
que desgrana un modelo de vida particular para ofrecernos lecciones
de sombras que tienen alcance sobre un concepto de vida más general
y más amplio. Muy mal parada sale la institución familiar cuando se
analiza el contexto en el que se desenvuelven los hechos que van
jalonando la novela. La historia de Julián Seoane no es,
precisamente, un bálsamo para calmar la ansiedad en tiempos turbios.
La madre, manipuladora de biografías. El padre, Medina, un personaje
de mil caras, que acepta una paternidad por necesidad íntima, aunque
todos sepan (Julián, la madre y el propio Medina), que se trata de
una ficción. Visto así, y teniendo en cuenta el absoluto desprecio
por la convención social y la buena imagen que Seoane escenifica de
forma continua, no resulta ya tan extraño que ambos (padre e hijo)
acaben por compartir amante. Y, sin embargo, el reconocimiento de
estos hechos está muy lejos de la insidiosa bronca familiar en la
que podría pensarse si el lector se deja llevar por la empatía. La
interacción es muy distinta y, a la vez, resbala con tanta
naturalidad, desprende un halo tan firme de razón. Seoane sentencia
a Medina cuando le dice: “Querías tener un hijo desde
siempre, probablemente desde la primera vez que te acostaste con una
mujer. Lo dijiste, recuerdo. Lo que sentías arriba de una mujer era
tan importante, tan sin relación con cualquier otro tipo de
experiencia posible, que necesitabas hacerlo eterno, o duradero, o
palpable, con un hijo (…) Tal vez no solo por todo lo que dije:
eternidad, duración, el acto de amor hecho concreto y ocupando un
lugar en el espacio. Creciendo, además. Tal vez necesitaras un hijo
también para justificar tu permanencia encima de una mujer, para
disculparte y hacerte perdonar. ¿De quién? Ese es otro problema (…)
Entonces, desde que me conociste, o desde mucho antes, quisiste jugar
a que yo era tu hijo. Nada de amor en realidad: el placer del
dominio, la pobre satisfacción orgullosa de imponer destinos y
contactos.” La respuesta de
Medina mantiene la línea del diálogo: “Puede ser que
sea cierto”. Medina encarna la
culpa que no puede ser expiada de forma directa, que necesita una
transferencia, un cambio de foco en su apostolado, aunque esté muy
lejos de ser precisamente un santo. Sería lógico apuntar que todo
podría ser mucho más sencillo si Medina se abandona a Olgurisa, que
la tragedia resulta irrevocable cuando se mira con perspectiva desde
el último párrafo. Después de todo, ni el yonqui que lo ningunea
es su hijo, ni merece mucha consideración la propia Frieda que
parece tomar cada pequeña decisión de su vida para ridiculizar a
Medina. Pero a quién le importa la sencillez cuando se quiere
representar el mundo entero en los matices del blanco de la espuma de
una ola, quién puede apostar seriamente por la sencillez cuando se
está debatiendo sobre la lectura o la escritura de una novela. A
pesar de ello, el propio Medina nos lo advierte: la inflación es un
elemento deformador de la tragedia.
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