jueves, 13 de junio de 2013

Dejemos hablar al viento

Continúo con mi interminable saga de los descubrimientos tardíos. Diecinueve años después de haber adoptado el hábito de lectura como una misión de vida, precisamente, tras devorar uno de los títulos de referencia del “Boom Latinoamericano”; algo menos, pero también muchos, después de que algún amigo al que ya veo poco me hablara con una admiración casi reverencial de Juan Carlos Onetti, acudí a la lectura de Dejemos hablar al viento, una novela que sufría un largo periodo de olvido en mitad de la estantería azul que da soporte a mi artificiosa estructura vital. Empecé a leer sin conocer un detalle importante: forma parte de una especie de saga ambientada alrededor de la ciudad ficticia, podríamos decir léxico – semántica, de Santa María. Más grave aún para aquellos que puedan verse afectados por la enfermedad de la cronología, se trata del cierre del ciclo y, por tanto, del último acto. Afortunadamente, este detalle no adopta tanta trascendencia cuando coinciden en un momento espaciotemporal concreto un genio literario inconmensurable, una novela magnífica y cierta actitud al leer. Dejemos hablar al viento es el relato de un triángulo dramático, sexual y autodestructivo, en cuyos vértices están el comisario y pintor Medina (protagonista por así decirlo de la obra), el yonqui enamorado del desencanto Julián Seoane y Frieda, mujer fatal, rubia, cantante, empresaria, bisexual. En un ambiente decorado por el humo del tabaco y la constante presencia del alcohol, en medio de un calor húmedo y opresivo, en mitad de un mundo en ruinas lingüísticamente construido y en el que abunda el sustantivo mugre, la belleza florece indiferente en los diálogos, en la omnipotente visión del narrador que desgrana un modelo de vida particular para ofrecernos lecciones de sombras que tienen alcance sobre un concepto de vida más general y más amplio. Muy mal parada sale la institución familiar cuando se analiza el contexto en el que se desenvuelven los hechos que van jalonando la novela. La historia de Julián Seoane no es, precisamente, un bálsamo para calmar la ansiedad en tiempos turbios. La madre, manipuladora de biografías. El padre, Medina, un personaje de mil caras, que acepta una paternidad por necesidad íntima, aunque todos sepan (Julián, la madre y el propio Medina), que se trata de una ficción. Visto así, y teniendo en cuenta el absoluto desprecio por la convención social y la buena imagen que Seoane escenifica de forma continua, no resulta ya tan extraño que ambos (padre e hijo) acaben por compartir amante. Y, sin embargo, el reconocimiento de estos hechos está muy lejos de la insidiosa bronca familiar en la que podría pensarse si el lector se deja llevar por la empatía. La interacción es muy distinta y, a la vez, resbala con tanta naturalidad, desprende un halo tan firme de razón. Seoane sentencia a Medina cuando le dice: “Querías tener un hijo desde siempre, probablemente desde la primera vez que te acostaste con una mujer. Lo dijiste, recuerdo. Lo que sentías arriba de una mujer era tan importante, tan sin relación con cualquier otro tipo de experiencia posible, que necesitabas hacerlo eterno, o duradero, o palpable, con un hijo (…) Tal vez no solo por todo lo que dije: eternidad, duración, el acto de amor hecho concreto y ocupando un lugar en el espacio. Creciendo, además. Tal vez necesitaras un hijo también para justificar tu permanencia encima de una mujer, para disculparte y hacerte perdonar. ¿De quién? Ese es otro problema (…) Entonces, desde que me conociste, o desde mucho antes, quisiste jugar a que yo era tu hijo. Nada de amor en realidad: el placer del dominio, la pobre satisfacción orgullosa de imponer destinos y contactos.” La respuesta de Medina mantiene la línea del diálogo: “Puede ser que sea cierto”. Medina encarna la culpa que no puede ser expiada de forma directa, que necesita una transferencia, un cambio de foco en su apostolado, aunque esté muy lejos de ser precisamente un santo. Sería lógico apuntar que todo podría ser mucho más sencillo si Medina se abandona a Olgurisa, que la tragedia resulta irrevocable cuando se mira con perspectiva desde el último párrafo. Después de todo, ni el yonqui que lo ningunea es su hijo, ni merece mucha consideración la propia Frieda que parece tomar cada pequeña decisión de su vida para ridiculizar a Medina. Pero a quién le importa la sencillez cuando se quiere representar el mundo entero en los matices del blanco de la espuma de una ola, quién puede apostar seriamente por la sencillez cuando se está debatiendo sobre la lectura o la escritura de una novela. A pesar de ello, el propio Medina nos lo advierte: la inflación es un elemento deformador de la tragedia.

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