Le sentaron muy bien a
mis dieciséis años una de las lecturas obligatorias con las que nos
sentíamos agobiados en el instituto. Corría el curso escolar 1992 /
1993 y el profesorado responsable de la asignatura Literatura
Española del plan de estudios de BUP (qué raro suena eso de decir
Bachillerato Unificado Polivalente), tuvo la feliz idea de imponer
como lectura obligatoria de uno de los trimestres una novela de
Miguel Delibes, El camino.
Recuerdo haber comprado un ejemplar de la Editorial Destino y me
gustaría dar los datos habituales que suelo aportar cuando escribo
sobre los libros que voy acabando. Pero lo cierto es que tengo que
admitir con tristeza que he tenido que preguntarle al “amigo”
Google para poder aportar la fecha de la primera publicación del
libro: 1950. No es difícil entender el sentimiento que me produce
haber perdido, tras un préstamo, un libro tan especial para mí. El
camino es la historia de Daniel,
el Mochuelo, un niño de 11 años que afronta su última noche en su
pueblo natal, un pueblo que podría ser cualquier pueblo de la España
interior de aquellos años. Cuando llegue la mañana, Daniel partirá
hacia la ciudad a estudiar Bachillerato en un internado y los nervios
y la inmensa tristeza de descubrir que el paraíso de la infancia
también se acaba, no le dejan dormir. Pasará la noche recordando
sus correrías con los amigos, repitiéndose una y otra vez que
prefiere la vida sencilla y predecible del pueblo a la enigmática y
llena de nuevas posibilidades vida de los estudios. A través del
recuerdo de Daniel, asistimos a una imagen precisa y verosímil de
las vidas rurales de aquella España. El camino
fue, para aquel lector inconstante un aprendizaje por debajo del
umbral de la conciencia de los mecanismos y las satisfacciones
asociados al género novela. Fue uno de aquellos libros que me fueron
empujando muy lentamente a hacia el hábito de lectura, los
rudimentos de un hallazgo, la intuición de que había mucho que
hallar en la comunión del silencio y la página. Fue también,
además, una de mis primeras incursiones en la escritura narrativa.
Amor, aquella profesora de literatura a la que no presté siempre la
debida atención, tuvo la idea de hacernos escribir un capítulo
adicional, una especie de epílogo. Y, ante todo, fue el
descubrimento de uno de mis novelistas preferidos, el gran Miguel
Delibes que, con los años, fui degustando en muchas otras novelas.
Algunas de las páginas que más he disfrutado pertenencen a esos
largos monólogos que Delibes traza en algunas de ellas como Cinco
horas con Mario y Mujer
de rojo sobre fondo gris. Y qué
puede decirse de Los santos inocentes,
otro de esos textos que, como Cinco horas con Mario,
es fiel retrato de aquella realidad disociada que se escondía tras
la expresión “las dos Españas”. Aún me sigue durando la larga
y alegre complicidad que desencadena Diario de un
emigrante. Mucho menos me
gustaron El tesoro y
El hereje, ésta
última abandonada entre fuertes sentimientos de culpabilidad por la
traición al maestro. Quedan en el debe y es posible que algunas
queden ahí para siempre por mi empeño en vivir y mi falta de
disciplina, Las ratas,
El príncipe destronado,
Diario de un cazador,
Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso,
Diario de un jubilado,
La hoja roja...
Siempre tuve la sensación de deberle algo a Miguel Delibes, la
íntima necesidad de mostrarle un agradecimiento, de reconocerle, de
alguna manera humilde y anónima, las horas de felicidad absorta que
pasé ante su caudal inagotable de narrador de un país muy distinto
al que yo he vivido y que, sin embargo, nunca deja de ser el mismo.
Desde el final del pasado curso escolar, en el que tuve la suerte de
empezar a ejercer la docencia en un centro de Educación de Adultos,
puedo decir con satisfacción que, en cierta medida, estoy
procediendo a ese homenaje. En mis clases de Formación Básica, en
las que un sorprendente grupo de mujeres en edad de jubilación y
descanso, asiste cada tarde al colegio por el mero placer de un
ratito de lectura, dictado y cálculo, estamos leyendo cada día una
página de El camino.
Sé que puede parecer una tontería, pero el mero de hecho compartir
con mis alumnas un tesoro tan preciado me parece el justo homenaje
que un maestro como yo puede hacer de un generador de sed,
inquietudes y desvelos como fue Miguel Delibes.
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