miércoles, 10 de julio de 2013

Mi librero de referencia y la necesidad de una poética

No necesito buscar una excusa demasiado artificiosa para arrancar el coche, conducir hasta Moguer, aparcar en la calle Juan Ramón Jiménez e invadir durante un tiempo indefinido la librería de mi buen amigo José Manuel Alfaro. En ocasiones, le encargo libros, no porque necesite nutrirme de lectura en esos momentos (lo cierto es que no sé si alguna vez terminaré de leer todo lo tengo pendiente en casa), sino por fijar una pequeña obligación, un instante en el que tenga que romper la rutina siempre acuciada por la escasez de tiempo para hacerle una visita y dejar que la mañana o la tarde pase sin los habituales tirones de las prisas que manchan los días laborables. Creo que todos los que lo conocemos, estamos de acuerdo (y esta afirmación se la tomo prestada a don Manuel González Mairena) en que José Manuel es un auténtico librero y no simplemente el dependiente de una tienda en la que se venden libros. Si a esto unimos la común afición al vino y su gran conocimiento sobre el sector, se entenderá que mis viajes a su taberna de Babel estén más motivadas por las conversaciones que me brinda, por las recomendaciones de algún caldo que siempre le pido y, sobre todo, por el buen trato que uno recibe siempre. José Manuel juega también un papel importante como dinamizador y promotor cultural y, en la medida en que se lo permiten su vida personal y las difíciles circunstancias sociales y económicas en las que nos vemos inmersos, desarrolla labores de editor y de organizador de encuentros de escritores. Por si esto fuera poco, también está su tapada condición de poeta de la que no alardea y que mantiene siempre lejos del foco. Con estos ingredientes, la receta de nuestro diálogo desemboca inevitablemente en la cultura, pasa por el mundo editorial y acaba siempre en la poesía. Con frecuencia, en medio de una de esos buenos ratos (café o vino mediante) le hablo a José Manuel de algún poeta, de alguno de los libros que he leído recientemente, de algún poema. Es conocido mi interés por las poéticas, por los poemas en los que el autor traza su concepción sobre la poesía u ofrece una reflexión, encontrado un paralelismo entre algún aspecto de la vida o el orden natural y el momento intelectual en que se concibe el discurso poético. Y es aquí dónde encontramos siempre un punto de desacuerdo. Según lo que él mismo me dice, hoy en día, hacer una referencia a la poesía como entidad en el seno de un poema es “cargárselo” y provoca ya cierto cansancio, por su excesiva recurrencia. Por ello, se me ocurre hoy plantear esta cuestión: ¿sigue siendo necesario el planteamiento y la escritura de este tipo de poemas? Supongo que ya se adivinará que mi respuesta es positiva. Si bien es legítimo pensar que sería suficiente con las conceptualizaciones y estudios que nos ofrece, desde el ámbito teórico, la filología, desde mi punto de vista, estaríamos ignorando un aspecto crucial, definitivo: la poesía es un fenómeno fundamentalmente lingüístico. Más allá, la poesía supone la creación un código propio, de una forma específica de discurso y, como ya he apuntado otras veces, se convierte en un ámbito de creación de un conocimiento propio. En este sentido, no creo que pueda pensarse en una poesía que no se defina a sí misma, como tampoco se entendería que la psicología no ofreciera un concepto sobre la propia ciencia psicológica y se limitara a las definiciones del diccionario o las que se hicieran desde otros campos de conocimiento, por muy fronterizos que estos fueran. Por otro lado, tratándose de un fenómeno lingüístico, la poesía está muy cercana al pensamiento, a la esfera emocional, a la delimitación de una individualidad de carácter identitario. Es decir, su carácter lingüístico la convierte en un fenómeno exclusivamente humano y es, precisamente, el lenguaje, el ha hecho de la especie humana un ser con funciones psicológicas ampliadas, el que nos ha llevado a un grado de diferenciación interindividual tan amplio que, incluso, ha trascendido al terreno de lo que podría llamarse la psicología popular en la famosa sentencia, tan manida como indiscutible, que afirma que no hay dos personas iguales. Y este argumento, tan aparentemente simple, tonto si queréis, es el que me lleva a seguir defendiendo la necesidad de escribir poéticas, ya que no puede haber dos poetas iguales, ni dos concepciones sobre la poesía idénticas que nazcan de experiencias genuinamente distintas o, que siendo similares (y esto es lo fundamental), estén definitivamente marcadas por la distinta interpretación simbólica que cada personalidad individual pueda hacer de ellas. Y dicho esto aprovecho para mostrar mi más profundo respeto a mi amigo José Manuel Alfaro. Probablemente, sin interlocutores como él y como tantos otros de mis amigos, no dispondría quien escribe estas líneas de estímulos intelectuales suficientes para sostener tanto aparato retórico.

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