Nunca pensé que un
Pamuk fuera a suponerme tanto esfuerzo. Había pasado por Nieve,
Otros colores y La casa del silencio con un placer
extremo, deleitándome incluso en los fragmentos más oscuros e
inmisericordes que todo buen escritor suele insertar en sus obras
para quebrarnos un tanto la cabeza a sus fieles lectores. Y así era
mi experiencia con el buen Orhan hasta que este verano, mes de julio,
cuando apareció por Huelva mi amigo Miguel Mejía para pasar las
vacaciones, pactamos un intercambio temporal de libros que incluía
en mi lista de deberes El libro negro, una novela de la que
había escuchado hablar mucho y muy bien. Todo empezó de forma
adecuada y se desarrollaba dentro de mis previsiones. Otra vez
Estambul, otra vez la tristeza y la vitalidad de un mundo que se
debate entre su historia y tradiciones y el impulso contagioso la
occidentalización. Otra vez las tensiones políticas y sociales, el
microcosmos de la historia turca, el trasfondo de asesinatos
políticos y golpes militares, la miseria de las calles como metáfora
que insinúa la posibilidad de un destino. El libro negro es
la historia de un abandono. Galip, un joven abogado, descubre una
noche, tras volver del trabajo, que su mujer y prima Rüya le ha
abandonado dejándole una breve carta de despedida. A partir de
entonces, Galip destinará todo su tiempo a la búsqueda de Rüya y
Celal, un familiar de ambos, columnista venerado y odiado a partes
iguales, con quien sospecha que podría estar escondida su mujer. En
la primera parte de la novela, la búsqueda de Galip es, a ratos,
detectivesca y, en otros momentos, recuerda al Horacio Oliveira que,
en Rayuela, busca con ansia a la Maga mientras atraviesa el Pont des
Arts. En un viaje iniciático por Estambul, Galip busca indicios
sobre el paradero de su mujer en burdeles, redacciones de periódicos,
casas de amigos y desconocidos, cafés, tiendas, talleres de
artesanía que dan acceso a túneles y estancias subterráneas.
Salpicado de recuerdos de la infancia y entremezclado con las
columnas del enigmático Celal, el relato va encerrándose
progresivamente en la exposición de una serie de ideas sobre el
enfrentamiento entre las culturas occidental y oriental y sobre la
existencia de un posible misterio más allá de la realidad que se
percibe. De hecho, en la segunda parte del libro, la narración se ve
interrumpida tan secamente durante tal número de páginas, que uno
empieza a sentir cierto hastío de recibir tanta información sobre
el hurufismo, Mevlana, el misterio de los rostros, el origen de las
letras, la posibilidad de identificar letras en las caras de todo ser
humano y, por tanto, de leerlas... Se plantean varios dilemas
interesantes, quizá el mismo debate analizado desde el polo de lo
cultural y desde el polo de la identidad psicológica individual.
Desde el primero, el debate es el que suele presentar Pamuk en sus
libros, la eterna cuestión turca, el peso de Europa frente a la
larga historia de la tradición otomana. Sucumbir o resistir, ¿es la
occidentalización la solución a los problemas sociales y económicos
del país o no es más que una manera de agravarlos? ¿Es posible un
desarrollo social desde la defensa de unos valores propios y
específicamente orientales? Más interesante, quizá, es el polo
subjetivo de esta cuestión que se resume en el interrogante: ¿Cómo
se puede ser uno mismo? Es más, ¿es posible ser uno mismo? ¿Es
posible tener una voz propia y libre de todo tipo de influencias, un
pensamiento original libre de la contaminación que pueda ejercer el
pensamiento de cualquier otro? No quisiera aburrir con mis opiniones
al respecto, pero ya se adivinará que no soy un entusiasta defensor
de las grandes personalidades y que siento cierta debilidad por esas
teorías que defienden la confederación de almas, el espíritu de
los tiempos, la identidad personal y la sociocultural como
narraciones construidas. Evidentemente, se ofrecen ideas
extremadamente interesantes en el libro, anécdotas y referentes
culturales que ilustran la maestría de Pamuk, historias que salen
del hilo principal y enriquecen un relato que podría convertirse en
ordinario de otra forma. El problema es que la acción, en
determinado momento, se detiene hasta tal punto que uno empieza a
sentir desinterés por lo que haya hecho o dejado de hacer la
desconsiderada de Rüya. Paralelamente, uno también se plantea por
qué dedica un tiempo tan excesivo Galip a cavilaciones que no le van
a ayudar en su búsqueda, si lo que verdaderamente le preocupa es la
desaparición de su mujer. Afortunadamente, resistí el impulso de
abandonar la lectura de esta novela. No sabía que me esperaba un
final dispuesto a satisfacer todas mis expectativas.
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