“La tregua”, segunda
parte de las memorias de Primo Levi recogidas en la Trilogía de
Auschwitz, empieza en el punto exacto en el que acaba la
magistral primera parte, en el día en que se libera el campo de
concentración. Como muchos otros de los escasos supervivientes al
infierno del holocausto, su salvación se produce por un curioso
azar, por su deficitario estado de salud. Al llegar el final de la de
la guerra, y ante las claras expectativas de derrota, se recibe en
los Lager la orden de abandonar los campos con los enfermos e
iniciar la tristemente famosa Marcha de la Muerte con el resto de los
prisioneros, como una manera eficaz de asegurarse la muerte del mayor
número de ellos. La liberación sorprende al autor en la rutina
diaria de sus últimos días de infierno y abandono, dejando entre la
nieve el cadáver de uno de los compañeros de cuarto en la
enfermería del campo. La fosa común estaba ya demasiado llena. Para
quien no lo sepa, Auschwitz es solo el nombre genérico que reciben
un conjunto de cuarenta campos de concentración cercanos al más
famoso y más grande de todos ellos, el que verdaderamente tenía
este nombre. El traslado de Primo Levi desde la Buna (su campo) hasta
el campo principal para comenzar con su largo proceso de recuperación
física supone el principio de su toma de conciencia sobre la
situación real que había vivido. Sin embargo, no estamos ante un
libro cuyo hilo conductor sea un discurso reflexivo sobre los límites
del mal en el pensamiento y la obra del ser humano. “La tregua”
imparte sus lecciones desde el relato de una experiencia vital con el
necesario punto de vista subjetivo que ha de tener toda buena
narración. “La tregua”, además, nos muestra esa parte del drama
que nunca nos cuentan las películas sobre el holocausto. Con
frecuencia, el cine se queda en la imagen famélica de los
supervivientes, en los oficiales alemanes detenidos por los rusos.
Pero, en una Europa dividida, destrozada por las secuelas de la
guerra, ¿cómo es el largo regreso a casa de aquellos que están
desposeídos de todo, a veces incluso de su propia identidad? Se
trata, por tanto, de un libro más novelado que cuenta la dramática
aventura del regreso a la patria del pasado, a la casa familiar, a la
ciudad que se había abandonado en un tren atestado por seiscientas
cincuenta personas de las solo tres regresarían. Esto no le resta
valor como una de las obras más importantes para la construcción de
una conciencia histórica y política. Se trata de una historia de
vagabundeo, de comercio clandestino, de enfermedades, de gestos que
revelan la condición animal del hombre, de ciudades destruidas, de
trueque, de reencuentros inesperados en paisajes que hoy son ya
irreconocibles. Es la historia de un desánimo constante que, sin
embargo, no conduce a una falta de interés por la vida; el desánimo
de un cuerpo que no termina de volver a su antigua vitalidad, de un
hambre que no parece saciarse nunca, de un destino que no termina de
aclararse, de una espera que parece eternizarse, de un viaje de
regreso en tren que se alarga excesivamente y, ya en territorio
italiano, el desánimo de la culpabilidad por sobrevivir ante la
cruda y silenciada realidad de aquellos que nunca iban a tener la
suerte de poder sorprender a sus familias con su regreso. A través
de Polonia, Rusia, Rumanía, Hungría, Checoslovaquia, Austria,
Alemania, otra vez Austria y, por fin, Italia, el relato va desde la
tranquila felicidad de una comida o la satisfacción de entenderse
con aquellos con los que no se comparte el idioma hasta la aterradora
descripción de la muerte de individuos que no podrán ser recordados
más que por el párrafo que Levi les dedica en su obra. Y, desde
cada una de sus páginas, nos da el mandato a los lectores de todos
los tiempos venideros de no olvidar ni mirar hacia otro lado en cada
una de las brechas donde nace la tragedia humana, un mandato
plenamente justificado por el sufrimiento de aquellos a los que le
tocó vivir una experiencia que les marcaría para siempre, más allá
del tatuaje con el número de identificación. Algo que solo puede
entenderse al leer ciertos pasajes como este con el que ya acabo y
que da cuenta de la irreparable herida que dejan el odio entre los
pueblos y los crímenes contra la humanidad en sus víctimas: “Pero
solo después de muchos meses fue desapareciendo mi costumbre de
andar con la mirada fija en el suelo, como buscando algo que comer o
meterme en el bolsillo apresuradamente para cambiarlo por pan; y no
ha dejado de visitarme a intervalos unas veces espaciados y otras
continuos un sueño lleno de espanto.”
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