viernes, 20 de abril de 2012

La tregua


“La tregua”, segunda parte de las memorias de Primo Levi recogidas en la Trilogía de Auschwitz, empieza en el punto exacto en el que acaba la magistral primera parte, en el día en que se libera el campo de concentración. Como muchos otros de los escasos supervivientes al infierno del holocausto, su salvación se produce por un curioso azar, por su deficitario estado de salud. Al llegar el final de la de la guerra, y ante las claras expectativas de derrota, se recibe en los Lager la orden de abandonar los campos con los enfermos e iniciar la tristemente famosa Marcha de la Muerte con el resto de los prisioneros, como una manera eficaz de asegurarse la muerte del mayor número de ellos. La liberación sorprende al autor en la rutina diaria de sus últimos días de infierno y abandono, dejando entre la nieve el cadáver de uno de los compañeros de cuarto en la enfermería del campo. La fosa común estaba ya demasiado llena. Para quien no lo sepa, Auschwitz es solo el nombre genérico que reciben un conjunto de cuarenta campos de concentración cercanos al más famoso y más grande de todos ellos, el que verdaderamente tenía este nombre. El traslado de Primo Levi desde la Buna (su campo) hasta el campo principal para comenzar con su largo proceso de recuperación física supone el principio de su toma de conciencia sobre la situación real que había vivido. Sin embargo, no estamos ante un libro cuyo hilo conductor sea un discurso reflexivo sobre los límites del mal en el pensamiento y la obra del ser humano. “La tregua” imparte sus lecciones desde el relato de una experiencia vital con el necesario punto de vista subjetivo que ha de tener toda buena narración. “La tregua”, además, nos muestra esa parte del drama que nunca nos cuentan las películas sobre el holocausto. Con frecuencia, el cine se queda en la imagen famélica de los supervivientes, en los oficiales alemanes detenidos por los rusos. Pero, en una Europa dividida, destrozada por las secuelas de la guerra, ¿cómo es el largo regreso a casa de aquellos que están desposeídos de todo, a veces incluso de su propia identidad? Se trata, por tanto, de un libro más novelado que cuenta la dramática aventura del regreso a la patria del pasado, a la casa familiar, a la ciudad que se había abandonado en un tren atestado por seiscientas cincuenta personas de las solo tres regresarían. Esto no le resta valor como una de las obras más importantes para la construcción de una conciencia histórica y política. Se trata de una historia de vagabundeo, de comercio clandestino, de enfermedades, de gestos que revelan la condición animal del hombre, de ciudades destruidas, de trueque, de reencuentros inesperados en paisajes que hoy son ya irreconocibles. Es la historia de un desánimo constante que, sin embargo, no conduce a una falta de interés por la vida; el desánimo de un cuerpo que no termina de volver a su antigua vitalidad, de un hambre que no parece saciarse nunca, de un destino que no termina de aclararse, de una espera que parece eternizarse, de un viaje de regreso en tren que se alarga excesivamente y, ya en territorio italiano, el desánimo de la culpabilidad por sobrevivir ante la cruda y silenciada realidad de aquellos que nunca iban a tener la suerte de poder sorprender a sus familias con su regreso. A través de Polonia, Rusia, Rumanía, Hungría, Checoslovaquia, Austria, Alemania, otra vez Austria y, por fin, Italia, el relato va desde la tranquila felicidad de una comida o la satisfacción de entenderse con aquellos con los que no se comparte el idioma hasta la aterradora descripción de la muerte de individuos que no podrán ser recordados más que por el párrafo que Levi les dedica en su obra. Y, desde cada una de sus páginas, nos da el mandato a los lectores de todos los tiempos venideros de no olvidar ni mirar hacia otro lado en cada una de las brechas donde nace la tragedia humana, un mandato plenamente justificado por el sufrimiento de aquellos a los que le tocó vivir una experiencia que les marcaría para siempre, más allá del tatuaje con el número de identificación. Algo que solo puede entenderse al leer ciertos pasajes como este con el que ya acabo y que da cuenta de la irreparable herida que dejan el odio entre los pueblos y los crímenes contra la humanidad en sus víctimas: “Pero solo después de muchos meses fue desapareciendo mi costumbre de andar con la mirada fija en el suelo, como buscando algo que comer o meterme en el bolsillo apresuradamente para cambiarlo por pan; y no ha dejado de visitarme a intervalos unas veces espaciados y otras continuos un sueño lleno de espanto.”

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