domingo, 8 de octubre de 2023

Polifonía

        El pasado martes 3 de octubre se presentó en la Biblioteca de la Diputación Provincial de Huelva "Polifonía" de Ángel Poli (Editorial Onuba). El texto que sigue fue escrito para tal ocasión:



    "Creo que es mi obligación empezar dando las gracias a Ángel por pedirme que lo acompañe esta tarde. No todos los días uno tiene la oportunidad de poder decir unas palabras en la presentación del libro de un poeta al que admira. Si a eso se le suma mi sincero aprecio por la persona, se entenderá que me sienta como un privilegiado al leer estas líneas. Pero centrémonos en lo importante: esta tarde venimos a celebrar que hay editoriales que entienden la necesidad de reconocer y poner en valor una obra que comenzó a gestarse hace más de treinta años y que, por suerte, todavía no parece haber llegado a su destino final. Mi intención es, simplemente, ofreceros unas impresiones, un bosquejo que sirva, como mano tendida, para acceder por cualquiera de sus puertas (por cualquiera de sus versos) al edificio de esta “Polifonía”.


        La poesía de Ángel Poli es una reivindicación de la forma. Se destaca con razón de algunos poetas su dominio de los aspectos formales. No me malinterpreten, no estoy diciendo que no pueda defenderse el verso libre, que no exista, por sí mismo, un lenguaje poético con el que armar poemas libres del influjo de la rima o la métrica. No soy tan radical, ni tan ingenuo. Sin embargo, a veces parece defenderse de forma implícita que solamente pudiera escribirse una poesía acorde a nuestros tiempos recurriendo a esta vía rupturista y no es así. La poesía de Ángel Poli nos demuestra que no es así. Aunque algunos no adquieran admitirlo, la métrica y la rima en la poesía, bien usadas, tienen el mismo efecto que la sal en las comidas: potencian el sabor y hacen subir la tensión. Con una ventaja adicional: la tensión en un texto poético es garantía de vivacidad. Son muchos los textos que dan cuenta de esta realidad, pero quisiera citar el segundo cuarteto del soneto “Un ocaso”, cuatro versos que evocan la seducción de un paisaje: “Cansado, inerte el sol, sobre las flores / rendía con su sábana de estero / -la luna se asomaba era un certero / vigía tras un ángel de estertores-.


        Este rasgo formal no debe inducirnos a creer que estamos ante una lectura difícil. Es urgente desterrar esa idea enquistada. Evidentemente, hay lecturas difíciles, pero esta dificultad se da en poesía, en novela y en cualquier otro género en el que queramos pensar. Lo que el lector medio llama dificultad en este caso es, en realidad, una necesidad o condición. Me explico: no puede haber lectura de poesía con un lector pasivo. El poema te obliga a intuir, a sentir, a hacerte preguntas, a posicionarte. Y eso para el lector, más que un problema, debería ser un halago. Además, en una muestra amplia, como la que se presenta esta tarde, podemos asistir con asombro al trajín intelectual del poeta, a sus iluminaciones, a sus hallazgos, a sus bandazos, pero, sobre todo, a medida que avanzamos por sus páginas, tenemos acceso a sus convicciones, a la constancia de sus verdades y desvelos. Un buen ejemplo de esta constancia puede identificarse en las dudas sobre la naturaleza de la belleza: ¿está ligada al movimiento o a la quietud?. Ya en “El agua del estanque” (publicado en el año 2000), Ángel Poli escribe: “Algo entonces nos lleva a pararla / y contemplarla quieta. // Pero ya es triste su belleza en el Estanque.” Diecisiete años más tarde, se publica “La miel de las edades” y, en el poema “Como una foto viva”, puede leerse: “Quieta. / Así. / No hagas, / no digas, / no estalles / la eternidad que logras.


        No pretendo desentrañaros todas líneas de reflexión que he hallado en los poemas recogidos en esta antología. Pero sí me gustaría resaltar algunas, como esa lucidez con la que nos sugiere que cada muerte individual fecunda y multiplica la nada: “Y seré con mi muerte / una ausencia, es decir, // vacío que insemine, al fin, su nada.” Y, frente a certeza de la muerte, tenemos la pulsión de la poesía, que el poeta define como “el único Sinónimo del Tiempo”. No conviene olvidar, por otro lado, que la vida es también una celebración y que amor y erotismo son la música que anima la fiesta. Así, en “Moldes que vas labrando”, se afirma que en el espacio abarcado al andar por las caderas: “arde un ámbito que encierra las arcadias.” Incluso, en el poema “Amor”, se atreve a tutear al propio Arquímedes ofreciéndole su ansiado punto de apoyo. Todo ello nace de un papel inicialmente en blanco, un papel en el que ya está latente la obra, la idea, el discurso. Basta con encontrar la puerta camuflada que los libere: “Ese papel en blanco es una puerta. / Del otro lado, / suenan los golpes con que piden / llegar al mundo.


    No quisiera despedirme sin ofreceros una última cosa. Cuando leí “Polifonía”, eché de menos un poema. Por razones de afinidad, de puro puro gusto personal, me sorprendió no encontrar el poema “Motor”, perteneciente al libro “Humor prescribe sin hache”. Con el permiso de Ángel, me tomo la licencia de leerlo:


Alzo mi tedio y brindo

por todos esos libros que aún quedan por leer;


la música

que aún resta por oír;


salientes, engranajes o peldaños


con los que el mundo en contra legitima

(sujetarse, acoplarse, trascenderse,

desglosar el sabor del precipicio)


dar sin freno otra vuelta a ver qué tal.


        Espero que sean muchas las vueltas contra el mundo y que todas nos deparen nuevos libros de Ángel Poli."

martes, 15 de agosto de 2023

Pasatiempo

 Pasatiempo


Cuando éramos niños

los viejos tenían como treinta

un charco era un océano

la muerte lisa y llana

no existía


luego cuando muchachos

los viejos eran gente de cuarenta

un estanque era un océano

la muerte solamente

una palabra


ya cuando nos casamos

los ancianos estaban en los cincuenta

un lago era un océano

la muerte era la muerte de los otros


ahora veteranos

ya le dimos alcance a la verdad

el océano es por fin el océano

pero la muerte empieza a ser

la nuestra.


Mario Benedetti


Siempre me ha parecido este poema especialmente brillante por su lucidez. Hay muchos textos de innegable valor que se centran en la misma idea, en la creciente amenaza de la muerte a medida que crecemos y que tenemos una mayor conciencia de ella. Sin embargo, por alguna razón, cuando alguna muerte me hace pensar demasiado, sea por su cercanía o por hallarme tratando de eludir una ola de melancolía, vuelvo de forma indefectible a este “Pasatiempo” como si su relectura pudiera ofrecerme algún tipo de refugio.


Durante aquellos años en los que era mucho más joven y un poco más ingenuo, me cansé de repetir que un mundo sin Lola Flores, Jesús Gil o Freddie Mercury, independientemente de mi simpatía o animadversión por ellos, era un lugar más aburrido y mucho menos interesante para vivir. Aquella ironía impostada, que no me libraba de la tristeza cuando me tocaba enfrentarme a la muerte de mis abuelos u otros seres queridos, era normal. En el fondo, era una forma de afrontarla sabiendo que a quien le tocaba morir, atendiendo a esa tontería que llamamos “Ley de Vida”, estaba muy lejos en edad de mí. Que cualquiera puede morir en cualquier momento lo sabemos desde siempre, pero hay edades en las que es fácil ignorar ese pensamiento.


Madurar y envejecer consisten, entre otras muchas cosas, en comprobar que cada vez hay una menor diferencia de edad entre aquellos van muriendo en nuestro entorno y nosotros mismos. Cada vez es más difícil creer en el cuento feliz de la “Ley de Vida” y cada muerte que nos golpea lo hace con una intensidad que crece en progresión geométrica. Las muertes de familiares, amigos e, incluso, de aquellos que no conocemos ni tratamos pero a los que profesamos cierto afecto vienen a confirmar, para nosotros, que el mundo, nuestro mundo, se va desvaneciendo a pasos agigantados. Porque es así: si admitimos que cada de ser humano es único y, por tanto, su experiencia del mundo es única e irrepetible, entonces, forzosamente, tenemos que admitir que hay tantos mundos como hombres y mujeres y que cada muerte es, en cierto modo, una muerte del mundo.


Todos estos pensamientos abarrotan mi cabeza desde que supe esta mañana que había muerto Tente, el rostro de sonrisa imperturbable tras la barra del Bar Ibiza. No voy a engañaros afirmando aquí que éramos medio colegas y que pasé algunas noches inolvidables charlando con él. Nada más lejos de la realidad. El Ibiza siempre me pareció un sitio con encanto, un bar insustituible de la noche de Huelva, pero lo cierto es que yo allí no encontraba mi sitio. Yo era más parroquiano de otros bares que ahora no vienen al caso, pero alguna vez he estado en el Ibiza (probablemente más noches de las que puedo recordar). Tente que, como acertadamente escribe Mario Asensio en Huelva24, nunca olvidaba una cara, sabía perfectamente quién era yo y que no era uno de sus clientes más fieles. A pesar de ello, jamás me negó un gesto de simpatía, jamás me atendió con desidia o desgana por no ser un fijo en su local. Y todo eso teniendo en cuenta que siempre he sido de los pesaditos que preguntan la marca de cerveza del barril o que piden bebidas excéntricas que están fuera del catálogo habitual del bar de copas. Nada de eso parecía tener importancia, sus respuestas siempre estaban marcadas por la amabilidad.


Por eso, cuando esta mañana supe de su fallecimiento me invadió una repentina tristeza y pensé que sus familiares (a los que no conozco personalmente) estarían destrozados y, egoístamente, sentí que este es otro de los golpes que están destruyendo mi mundo de forma precipitada. Está muy de moda decir de alguien que destaca pronto en alguna actividad profesional que es “insultantemente joven”. Mientras escribo esto se me ocurre que Tente, con el cariño que tantos le profesaban, con sus 62 años, era insultantemente joven para morir y espero que aquéllos que están sufriendo su pérdida con intensidad y dolor puedan encontrar pronto un consuelo en su recuerdo. Si existe algo después de esta vida, espero que sea como el mundo y que cada uno tenga una experiencia distinta en función de su carácter y sus afectos. Espero, Tente, que, si después de la última frontera hay algo, hayas encontrado un paraíso a tu justa medida.

sábado, 1 de julio de 2023

La ciudad

En una sociedad como la que sufrimos, “La ciudad” de Lara Moreno (Editorial Lumen) es un libro necesario. En una sociedad en la que hay grupos de poder que pretenden negar la evidencia, en la que hay mucho dinero al servicio de la construcción de un discurso cultural que no tiene ningún fundamento fáctico, “La ciudad” es mucho más que una novela, una magnífica novela que obliga a quienes la leen a volver la mirada hacia la realidad y que desglosa algunas de las violencias que atentan en nuestro día a día contra las mujeres. En la página 82, la autora nos espeta: “Siempre es ridícula la violencia un segundo antes de que empiece a ser insoportable.” Quien no sepa ver en la cita un reflejo del tiempo que nos ha tocado vivir, no merece que se le den más explicaciones. Sin embargo, en ningún momento deja de ser el texto un preciso artefacto narrativo. La lectura de sus ágiles capítulos supone la inmersión en las vidas de tres mujeres tan distintas como unidas por la invisibilidad social de sus tragedias. “La esclavitud luce cadenas invisibles” puede leerse en la página 282, pero es una idea que viene tomando forma desde que arranca la novela en un apartamento de la madrileña Plaza de la Cebada. Con un lenguaje que perfila lo abominable, con un vocabulario que nombra el infierno interior, el abismo doméstico, las tres historias se van cruzando y desarrollando sin mezclarse, dando así fe del aislamiento en que se asfixian sus protagonistas. Por todo ello, pienso que deberíamos congratularnos de la publicación de libros como “La ciudad”. Después de todo, esa es la más clara muestra de que aún no lo han conseguido, aún no han logrado encalar la sociedad, ni ocultar los relieves y las diferencias. Pienso, además, que es nuestra obligación como lectores y lectoras no dejar que libros como este queden circunscritos a determinados círculos de afinidad cultural o ideológica. “La ciudad” es una novela con valor de respuesta, con fuerza de argumentario desde su capacidad para generar empatía. Es cierto que, para entenderla hasta sus más profundas implicaciones, para asumir la existencia de lo que nos plantea, se requiere probablemente una predisposición, un marco previo de apertura y sentido común que, por desgracia, es cada vez menos habitual. Pero, al mismo tiempo, es innegable el poder de convicción de una buena historia, es decir, de una historia bien contada y eso con Lara Moreno está garantizado.




lunes, 22 de agosto de 2022

Juventud, honradez, punkrock y préstamos

Tengo un concepto demasiado alto de la lealtad y de la honradez en general. Cualquiera que me conozca lo sabe, como también sabrá que, detrás de la imagen de aburrido maestro de primaria que suele acompañarme, hay un caprichoso amante de la música. Uno de mis vicios es el punk (sí, lo sé, no me pega nada). Aclarado esto, no sé si lo recordaréis, pero hubo una época en la que espérabamos con ansia la feria del vinilo, el disco usado y de ocasión. Se celebraba una vez al año en la Casa Colón y había que pagar una entrada. El precio incluía el acceso al recinto y un vinilo de regalo que, en el mejor de los casos, se quedaba a vivir en el primer contenedor de basura que encontrabas de camino a casa. A la ínfima calidad musical del obsequio, hay que sumar que no tuve reproductor de vinilo hasta muchos años después y, por tanto, sólo me interesaban los CD. En uno de aquellos domingos, me compré un directo de Mother Love Bone que todavía conservo. También me compré una de esas joyitas para amantes de géneros minoritarios: Crucificados pelo sistema, el primer álbum de Ratos de Porão (un legendario grupo de hardcore brasileño). 16 canciones en 18 minutos y 46 segundos, puro punk. Por desgracia, poco después lo perdí y, dígamoslo claramente, lo perdí por tonto. Fue un sábado o un viernes cualquiera en el que hacíamos lo de siempre, en palabras de Robe Iniesta: “salir, beber”. Por alguna razón, yo llevaba el CD encima. Probablemente se lo había dejado a un AMIGO (nótese que se realza el vocablo de manera intencional) que me lo había devuelto esa misma noche. Supongo que, más tarde, alguien me lo pidió prestado. Este “alguien”, desde luego, NO era un amigo. Pero la cogorza que me acompañaba tuvo un doble efecto: extensión de la amistad y de la confianza hacia el sujeto en cuestión e incapacidad para recordar quién era a partir de aquel preciso instante. Como puede adivinarse, no volví a saber nada del disco. Pregunté e indagué sin resultado. Sin embargo, sabía que el ladrón era uno de aquellos conocidos que me saludaba cordialmente cada fin de semana. Espero, sinceramente, que el CD estallara y estropeara el lector de su équipo de música, cumpliéndose así una especie de venganza poética muy al estilo “punkarra”. Pero soy realista. Seguro que no fue así y lo más triste es que, muy probablemente, quien se quedara con mi Crucificados pelo sistema no lo habrá valorado tanto como yo lo hacía.

Disinta y a la vez similar es la historia del “Concierto homenaje a Freddie Mercury”. Es bien conocida mi pasión por Queen. Me avegüenza confesar que, en mis años de instituto, prácticamente, no escuchaba otra cosa. El caso que nos ocupa ahora ocurrió, más o menos, en la misma época que el anterior. Yo había empezado a salir por las noches con una pandilla reducida formada a partir de mis primos, algunos compañeros de clase y amigos de los veranos en La Antilla. Poco a poco, el grupo se hizo más grande y, además, por temporadas, nos uníamos a otras pandillas similares, a veces, por pura proximidad y otras con motivo de jolgorios especiales (Fin de Año) o conciertos. Unas navidades me regalaron el concierto en VHS (me siento tan viejo al escribir esto) y se ve que debí mencionarlo tomando una copa en alguna conversación de gran grupo. Un heavy con el que no tenía ni la mejor ni la peor de las relaciones se mostró muy interesado y estuvimos hablando, según recuerdo, de las actuaciones de Metallica, Guns N' Roses y Extreme. Si no me falla la memoria, poco después, estando un fin de semana en casa me llama este chaval por teléfono (aclarando que le había pedido mi número a un amigo común) y me pide, por favor, que le preste las cintas para verlas. Como os podéis imaginar, accedí y eso supuso que les perdí la pista para siempre. Estoy seguro de que, al menos un par de veces, le recordé que tenía algo que devolverme, pero aquel asunto se fue diluyendo y la vida vino, por su parte, a poner distancia. Estuve un tiempo considerable sin verlo. Lo más gracioso de esta historia es que no se acaba aquí. Un día, de repente, el amigo común me llama al teléfono móvil. Por aquel entonces, yo vivía en Sevilla, era 2003, habían pasado más de cinco años. Mi amigo me explica que este chaval tiene que hacer un examen en Sevilla, que la hora del examen le hace imposible recurrir al transporte público, que tampoco tiene a nadie que pueda llevarle la misma mañana y que necesita pasar la noche, solamente la noche, aunque sea en un sofá, para poder presentarse a la convocatoria. ¿Qué pensáis que dije? Dije que sí, que le prestaba el sofá de mi salón (no podía ofrecerle otra cosa ya que las camas estaban todas ocupadas) después de consultar a mis compañeros de mi piso. Podría haberle dicho a mi amigo algo así como: “Dile que me traiga las cintas de vídeo que aún no me ha devuelto”. ¿Lo hice? No. ¿Por qué? Ya he dicho que soy tonto y, por si fuera poco, sufro de una enfermedad mental que podríamos definir como prudencia excesiva, aunque mis amigos psicólogos preferirían hablar de un déficit de habilidades asertivas. Estas mismas razones explican que, durante el escaso tiempo que compartimos aquel día, en ningún momento saliera a relucir que alguien se había adueñado de forma ilegítima de algo que no le pertenecía. En cualquier caso, lo que no puede negarse es que soy buena gente.

En la actualidad, sigo sin saber quién me robó el disco de Ratos de Porão, aunque puedo escucharlo en Spotify cuando quiera. Después de todo, cada vez uso menos los CD de mi colección para poner música. En cuanto al “Concierto Homenaje a Freddie Mercury”, me lo regaló Lola en DVD hace ya algunos años. Tuvo que pedirlo por Internet y, curiosamente, llegaron en el mismo paquete de forma gratuita un par de DVD del programa Documentos TV que trataban, como podéis imaginar, sobre asuntos turbios y desgradables. ¿Casualidad? Evidentemente, sí. En cuanto al hurtador y huésped de mi casa en Ciudad Jardín, últimamente lo veo mucho. No hace falta decir que ni nos saludamos. Él sabe perfectamente quién soy yo, por supuesto. Pero ni siquiera parece agradecido por el detalle del alojamiento aquella noche de junio de 2003. Lo de las cintas de vídeo seguramente ni lo recuerde.


jueves, 3 de febrero de 2022

La maestría de Alice Munro

Nunca dejará de sorprenderme la capacidad de Alice Munro para insertar en sus cuentos fragmentos de existencia en estado puro. Con toda naturalidad, sin necesidad de realzar lo dulce o lo tenebroso. En su libro ¿Quién te crees que eres? (Editorial Lumen), al comienzo de la narración de una paliza, puede leerse: "Las ollas pueden demostrar malicia, los dibujos del linóleo te pueden mirar con lascivia, la traición es la otra cara de la rutina." Poco importa después el grado de detalle con que se describan los golpes o los daños. Ya se nos ha dado la clave. La violencia, la tensión, los estallidos emocionales, al nacer, son capaces de salpicar todo el entorno. Pueden convertirse en un barniz tan sutil que acaba por normalizarse.




miércoles, 3 de febrero de 2021

Las moras agraces


No siempre me alegro de superar los prejuicios que, como todos, tengo hacia ciertos libros y poetas. A veces, la sensación de estar perdiendo el tiempo ante una página que no me interesa lo más mínimo y mi infantil resistencia a abandonar las lecturas una vez empezadas me desesperan. Y acabo por maldecirme y por lamentar la inconsistencia de mis convicciones. Por suerte, con “Las moras agraces” (La Bella Varsovia, 2020) la historia es otra, la del final feliz. Me decidí a comprar el libro de Carmen Jodra con la necesidad de encontrar un respuesta o, más exactamente, una explicación. Es fácil adivinar que, después de haberlo leído y disfrutado, sigo sin encontrar lo que andaba buscando. El poemario, desde mi punto de vista, sólo puede calificarse como impecable. Más allá de la edad que Carmen Jodra tenía cuando lo escribió (lo que supone un mérito que no voy a negar), el libro tiene un valor por sí mismo. “Las moras agraces” no merece ser un libro de culto por ser el debut de una jovencísima poeta a la que aguardaba un trágico destino, sino por su calidad y por su aportación a un panorama literario que no está precisamente sobrado de este tipo de ejemplares. Es normal que en sus poemas nos sorprenda una madurez intelectual que, por comparación, es prematura y que nos rindamos ante la evidencia de encontrarnos ante una voz propia, ante un bagaje intelectual incuestionable. El recurso a las formas y moldes clásicos en lo formal es sólido y no un dubitativo intento que se descose en una primera lectura. Por otro lado, está el tratamiento de los temas. No voy a escribir ahora que se trata de un libro innovador en cuanto a los temas. De hecho, a estas alturas de la Historia, me parece casi una falta de ética hacer una afirmación semejante. En cambio, sí me atrevo a defender que los temas, siendo los habituales, parecen revitalizados y, al leer sus poemas, se percibe esa frescura que ayuda a mantener el optimismo, la confianza en el carácter inagotable de la palabra escrita. A pesar de todo ello y como ya adelanté al principio, me sigue quedando cierta inquietud. En concreto, me sorprende que, con demasiada frecuencia, los defensores a ultranza de la obra de Carmen Jodra son los mismos que, desde siempre, han desdeñado o, en el mejor de los casos, han ignorado deliberadamente a otros poetas generacionalmente cercanos y cuyas propuestas tienen muchos puntos en común con la poesía de la madrileña. Para que quede claro, mi duda es: ¿por qué lo que se alaba en Carmen Jodra se critica o menosprecia en otros? No sé si aún no he hallado la respuesta o, tal vez, la tengo delante de mis ojos y no quiero verla.

sábado, 9 de enero de 2021

La vuelta al día en ochenta mundos

 


Recién concluida la lectura de "La vuelta al día en ochenta mundos", un genial y heterodoxo collage perpetrado por Julio Cortázar con la ayuda de Julio Silva y donde la sombra un tercer Julio (evidente) se percibe de forma constante, quisiera compartir un fragmento de su úlitmo capítulo. El texto se defiende por sí mismo y mis comentarios sólo podrían servir para embarrarlo. Por tanto, me abstengo. Únicamente una advertencia o, más bien, una pincelada de contexto: el hilo discursivo es John Keats y, en general, la interrelación entre el carácter de un poeta (el modo en que afronta la realidad) y su obra. Se trata de un capítulo que, como sucede con muchos otros de los que componen esta vuelta, puede encontrarse también en otros libros del gran cronopio de Banfield.

"La conducta lógica del hombre tiende siempre a defender la persona del sujeto, a parapetarse frente a la irrupción osmótica de la realidad, ser por excelencia el antagonista del mundo, porque si al hombre lo obsesiona conocer es siempre un poco por hostilidad, por temor a confundirse. En cambio, ve usted, el poeta renuncia a defenderse. Renuncia a conservar una identidad en el acto de conocer porque precisamente el signo inconfundible, la marca en forma de trébol bajo la tetilla de los cuentos de hadas, se la da tempranamente el sentirse a cada paso otro, el salirse tan fácilmente de sí mismo para ingresar en las entidades que lo absorben, enajenarse en el objeto que será cantado, la materia física o moral cuya combustión lírica provocará el poema. Sediento de ser, el poeta no cesa de tenderse hacia la realidad buscando con el arpón infatigable del poema una realidad cada vez mejor ahondada, más real. Su poder es instrumento de posesión pero a la vez e inefablemente es deseo de posesión; como una red que pescara para sí misma, un anzuelo que fuera a la vez ansia de pesca. Ser poeta es ansiar, pero sobre todo obtener, en la exacta medida en que se ansía."