jueves, 28 de febrero de 2013

Diles que Julien Sorel está de vuelta en la ciudad

Recuerdo con exactitud el día en que decidí que tenía que leer a Stendhal. Fue en la primera mañana de mi único viaje a París. Corría mayo de 2005. Habíamos subido hasta el Sacre Coeur para admirar las impresionantes vistas de la ciudad. Después, justo antes de abandonar las cercanías del barrrio de Montmartre, fuimos a visitar su cementerio y allí me encontré con la tumba de Stendhal, uno de esos muchos escritores a los que se supone que hay que tenerles un gran respeto y que yo, siempre tardío en todas las lides de la literatura, no había leído. Recuerdo haber sentido cierta rabia por mi falta de disciplina en la lectura. No recuerdo haberme impresionado por el epitafio“Scrisse, amò, visse”, pero es casi seguro que aquella experiencia fue el impulso que me llevó a visitar la librería en cuanto llegué a Huelva y comprar Rojo y Negro en la edición de Cátedra Letras Universales (una editorial en la que siempre confío para estos títulos y, en la que sin embargo, estoy descubriendo últimamente más erratas y descuidos de traducción de los que se le supone por nombre). El libro sufrió un largo olvido hasta que, en septiembre, lo puse en orden de prioridad. Y esos son los antecedentes que me hacen venir hoy a defender, una vez más la lectura de los clásicos. Rojo y Negro es uno de esos libros que pertenece al estilo que algún crítico ha denominado realismo romántico. No se puede negar el trasfondo histórico realista que impregna toda la novela. Está llena de referencias a acontecimientos sucedidos a partir de 1830 en Francia. Es tan grande el componente de crónica que, a veces, toman los acontecimientos históricos del decorado donde se desarrolla la acción que el propio autor adopta precauciones ocultado deliberadamente ciertos nombres detrás de misteriosos puntos suspensivos e, incluso, advirtiendo antes del comienzo del primer capítulo, en una nota previa, que la novela fue escrita en 1827, lo que hace que se genere una larga secuencia de contradicciones. Pero no puede condenarse por ello esta obra, porque olvidaríamos que lo decisivo su carácter romático, el comportamiento visceral y altivo de su protagonista, el destino trágico que se adivina en esta clase de héroes. Rojo y Negro cuenta la historia de Julien Sorel, el hijo de un modesto carpintero, que gracias a su inteligencia y poderosa memoria consigue medrar y comenzar una carrera de ascensión social y política que le llevará desde su pequeño pueblo hasta el París de las grandes intrigas políticas y palaciegas. Sorel es el típico héroe romántico que reafirma su libertad frente al mundo y se enfrenta a la estructura social que admira su talento, pero desdeña su bajo origen familiar. Su fervor en el odio a la clase alta, que le utiliza o le humilla a conveniencia, se canaliza a través de una desmedida ambición y de un carácter frío que intenta ocultar cualquier atisbo de debilidad emocional ante quienes percibe como enemigos. No cuenta Sorel con que, en mitad de esta lucha por alcanzar la cumbre social, conocerá el amor por dos veces y esto será lo que acabe por configurar su destino y guiar su toma de decisiones. Resulta especialmente interesante la distinción entre dos tipos de amor, encarnados en cada una de las dos amantes del héroe: el amor verdadero, sencillo y espontáneo, frente al amor borracho de orgullo y sediento de posesión. En común tienen ambos la poca conveniencia social de tales relaciones y no quiero desvelar nada más al lector. No sé si ha notado mucho, pero no es Rojo y Negro, precisamente, una de las lecturas que más haya disfrutado, ni en su vertiente de clásico, ni como novela en sí misma. Sin embargo, como dije al comienzo de la columna, vengo una vez más a defender los clásicos. Soy consciemte de que la calidad de un libro puede percibirse por encima del gusto literario personal y, sinceramente, no tengo la sensación de haber perdido el tiempo, a pesar de que se trata de una lectura de las que se arrastra durante algunos meses. Al contrario, me alegro de haberme obligado. Aquellos libros que más se acercan al gusto personal, antes o después, se acaba por leerlos. Haberme obligado a leer Rojo y Negro me da la perspectiva de situarme ante una ficción que ha sido leída por innumerables lectores desde su publicación en 1831 y, como me planteaba mi amigo Antonio Martín, hace unos días ¿a qué inmensa cantidad de libros habrá servido como influencia el relato de la ascención y caída del joven Julien Sorel? Merece la pena pensarlo.

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