Recuerdo con exactitud el
día en que decidí que tenía que leer a Stendhal. Fue en la primera
mañana de mi único viaje a París. Corría mayo de 2005. Habíamos
subido hasta el Sacre Coeur para admirar las impresionantes vistas de
la ciudad. Después, justo antes de abandonar las cercanías del
barrrio de Montmartre, fuimos a visitar su cementerio y allí me
encontré con la tumba de Stendhal, uno de esos muchos escritores a
los que se supone que hay que tenerles un gran respeto y que yo,
siempre tardío en todas las lides de la literatura, no había leído.
Recuerdo haber sentido cierta rabia por mi falta de disciplina en la
lectura. No recuerdo haberme impresionado por el epitafio“Scrisse,
amò, visse”, pero es
casi seguro que aquella experiencia fue el impulso que me llevó a
visitar la librería en cuanto llegué a Huelva y comprar Rojo
y Negro en la
edición de Cátedra Letras Universales (una editorial en la que
siempre confío para estos títulos y, en la que sin embargo, estoy
descubriendo últimamente más erratas y descuidos de traducción de
los que se le supone por nombre). El libro sufrió un largo olvido
hasta que, en septiembre, lo puse en orden de prioridad. Y esos son
los antecedentes que me hacen venir hoy a defender, una vez más la
lectura de los clásicos. Rojo y Negro
es uno de esos libros que pertenece al estilo que algún crítico ha
denominado realismo romántico. No se puede negar el trasfondo
histórico realista que impregna toda la novela. Está llena de
referencias a acontecimientos sucedidos a partir de 1830 en Francia.
Es tan grande el componente de crónica que, a veces, toman los
acontecimientos históricos del decorado donde se desarrolla la
acción que el propio autor adopta precauciones ocultado
deliberadamente ciertos nombres detrás de misteriosos puntos
suspensivos e, incluso, advirtiendo antes del comienzo del primer
capítulo, en una nota previa, que la novela fue escrita en 1827, lo
que hace que se genere una larga secuencia de contradicciones. Pero
no puede condenarse por ello esta obra, porque olvidaríamos que lo
decisivo su carácter romático, el comportamiento visceral y altivo
de su protagonista, el destino trágico que se adivina en esta clase
de héroes. Rojo y Negro
cuenta la historia de Julien Sorel, el hijo de un modesto carpintero,
que gracias a su inteligencia y poderosa memoria consigue medrar y
comenzar una carrera de ascensión social y política que le llevará
desde su pequeño pueblo hasta el París de las grandes intrigas
políticas y palaciegas. Sorel es el típico héroe romántico que
reafirma su libertad frente al mundo y se enfrenta a la estructura
social que admira su talento, pero desdeña su bajo origen familiar.
Su fervor en el odio a la clase alta, que le utiliza o le humilla a
conveniencia, se canaliza a través de una desmedida ambición y de
un carácter frío que intenta ocultar cualquier atisbo de debilidad
emocional ante quienes percibe como enemigos. No cuenta Sorel con
que, en mitad de esta lucha por alcanzar la cumbre social, conocerá
el amor por dos veces y esto será lo que acabe por configurar su
destino y guiar su toma de decisiones. Resulta especialmente
interesante la distinción entre dos tipos de amor, encarnados en
cada una de las dos amantes del héroe: el amor verdadero, sencillo y
espontáneo, frente al amor borracho de orgullo y sediento de
posesión. En común tienen ambos la poca conveniencia social de
tales relaciones y no quiero desvelar nada más al lector. No sé si
ha notado mucho, pero no es Rojo y Negro,
precisamente, una de las lecturas que más haya disfrutado, ni en su
vertiente de clásico, ni como novela en sí misma. Sin embargo, como
dije al comienzo de la columna, vengo una vez más a defender los
clásicos. Soy consciemte de que la calidad de un libro puede
percibirse por encima del gusto literario personal y, sinceramente,
no tengo la sensación de haber perdido el tiempo, a pesar de que se
trata de una lectura de las que se arrastra durante algunos meses. Al
contrario, me alegro de haberme obligado. Aquellos libros que más se
acercan al gusto personal, antes o después, se acaba por leerlos.
Haberme obligado a leer Rojo y Negro
me da la perspectiva de situarme ante una ficción que ha sido leída
por innumerables lectores desde su publicación en 1831 y, como me
planteaba mi amigo Antonio Martín, hace unos días ¿a qué inmensa
cantidad de libros habrá servido como influencia el relato de la
ascención y caída del joven Julien Sorel? Merece la pena pensarlo.
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