lunes, 6 de enero de 2020

La avaricia del tiempo


Conocí la poesía de Ángel Poli a través de Vecinas en verano, una plaquette publicada con motivo de la edición de 2005 de la Velada de Poesía Erótica de Galaroza. Con el tiempo y gracias a mi afán por la rebusca en las casetas institucionales de la Feria del Libro, pude hacerme con un ejemplar del número 6 de Ora Poética, Con amor a destiempo, y posteriormente con el poemario El agua del estanque, publicado en la colección “Cuando llega Octubre”. Son muchos los títulos y no puedo ni pretendo hacer ahora una lista exhaustiva. Sí quiero, en cambio, dejar claro que siempre me gustó la poesía de Ángel, que siempre me pareció, al abordar sus libros, que me hallaba delante de algo perdurable, algo que merecía tener un eco aún mayor del que siempre ha gozado. Con La avaricia del tiempo, su más reciente poemario (publicado en la Editorial Versátiles), Ángel Poli nos concede a sus lectores un privilegio: un salvoconducto para asistir como testigos demorados a determinadas escenas y paisajes de su biografía.

Se abre el libro con “La luz”, poema introductorio que se remata con una declaración de intenciones sobre el fin de la propia existencia; “el texto que serás con tus cenizas” reza el último verso, dejando claro que la única posibilidad de permanencia del que escribe, si acaso esta es posible, se halla en sus textos. Inmediatamente después, se inaugura “Primavera”, la primera sección del libro, y el jardín irrecuperable de la infancia se hace omnipresente. Y no puede la infancia desplegarse sin hablar de la familia que es, para el niño, el límite y tamaño del universo. “Desde entonces me veo persuadido en las cosas” se afirma en el poema “Hermana”, pues parece entender el poeta que la percepción del entorno sólo puede ser completa cuando se realiza a través de los demás. Es la infancia un tiempo donde cualquier suceso es susceptible de erigirse como un hito, como ese “Terremoto” que: “Fue leve... / Pero dejó una grieta su piedad.” Los recuerdos de los años escolares dan pie a la manifestación de algún misterio: “Colegio de la fuente -infancia en medio- / divago en la nostalgia / de un patio, una cancela (y una fuente / que nunca puede hallar pero sonaba).” No falta entre estos textos la enorme capacidad de asombro, quizá el más valioso de los tesoros que perdemos a medida que nos vence el gigante de la edad, un asombro que, con frecuencia, se nutre de la observación de la vida de los animales y de la extraña capacidad de entendimiento con ellos que sólo unos pocos tienen: “la boca donde un pájaro bebía sin otros horizontes que su sed.” Y, así, entre alguna rabona, pesadillas, los primeros contactos con la muerte y esa imprevista lucidez del niño que no es consciente de hasta qué punto juzga con certeza (“cómo ignoré que vi ya por entonces / la vuelta hacia la vida en sus desechos), llega el fin tras un duelo común a todo hijo de vecino: “Mi infancia se enterró como una más”.

En el cajón de la adolescencia, guarda Ángel Poli una memoria marcada por las visicitudes de la edad. Con un gusto exquisito por el octosílabo, ya en “Allende el tacto” se advierte de una personalísima función otorgada a los sentidos “los ojos para esas cosas / que nunca tendrán un nombre.” Empieza a despertarse el apetito carnal y encuentra motivos para su aparición en cualquier observación trivial: “y es que veo a tus senos que se mecen / en alegre señal de que respiras.” Los conceptos parecen categóricos, excluyentes, todo valor moral se diría inmutable “y no hay flechas si hieren la utopía.” Hay, sin embargo, espacios para la contemplación reflexiva, como el que describe el soneto “Un ocaso” (por el que siento debilidad), y experiencias amargas, cuya inmensa quemadura les hizo atravesar la frontera entre recuerdo y poema.

Se evocan en la sección “Verano” los lugares del éxtasis. No sé si me excedo al afirmar que se impone en estos poemas la sensualidad y, por momentos, el más puro erotismo parece confundirse con vida. “Tus piernas más que abiertas son los trazos / que nombran la extensión del infinito” se dice al comienzo de “Cae el árbol de la fruta”, haciendo del impulso sexual casi una cosmogonía. Algo tan cotidiano, tan normal, como “Las ganas de verte” son el motivo de uno de los textos: “Manadas de horizontes / condensaron allí / el olor que mejor abriese un eco”. Los versos de Ángel toman en ciertos pasajes un tono de celebración: “hoy todo en ti divulga / que vienes sin murallas ni arietes”. El cuerpo femenino es un agente, deja de ser un sujeto de observación para pasar a ser un protagonista activo. En esa línea, están “Trono genésico” (“Tus muslos entonando la canción / que sólo un trueno oye”) o “Beso que arranca o dona vida” (“Y el tacto de tu boca los consagra”).

La última parte del libro, “Otoño”, subraya otras preocupaciones que van desde un amor vivido en la madurez hasta una interpretación de la experiencia proyectada en la vida de los otros o en lugares del mundo que el poeta, lejos de reducir a mera postal, usa como herramienta para diseccionar la realidad. Muestra de lo primero, son poemas como “Cortaremos la cinta de Moebius” (“Hemos vivido juntos -ya por fin- / el tiempo que el destiempo me expropiara.”) o “Comienzo a verte” (“quiero hacerte partícipe del río / que hicimos al servirle al tiempo como orillas.)” Pasean por estas páginas el mono de los yonquis, Niño Miguel, las víctimas del derrumbe del cabezo de aquel fatídico 12 de septiembre de 1956, Marilyn Monroe o la horrenda y cruda realidad del asesinato: “Hoy han matado a un hombre. / Parémonos aquí, no acumulemos / -detrás de la noticia- otras verdades.” El mundo es, finalmente, un refugio, una oportunidad para explicarnos si tenemos educada la mirada y pienso que es en los últimos poemas de este libro donde Ángel Poli parece mostrarnos más claramente esa vocación por entenderse y darse a entender. Confiesa en “La carta extranjera”: “(Me pongo a hablarle al papel / como el que escucha respuesta). // Escribo -para entenderme- / la carta más extranjera.” Y revela al final de “Vencido de inminencia” lo que, de pronto, descubrió en mitad de un desierto o de una deserción: “cada indicio de luz no era más que la vida.”

Con esto acabo. Espero que estas palabras sean un estímulo para la lectura y no un laberinto interpuesto ante la comprensión de La avaricia del tiempo, un libro que sigue alimentando una obra poética necesaria, una poesía que debe pervivir porque, en ella, se intuye: “el claro devenir de lo inmutable, / ese difícil / equilibrio entre muerte y alegría”.

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