jueves, 21 de abril de 2011

En el cuerpo del mundo: poemas.

Demasiada luz. Quizá sea ésta la sensación que a uno le asalta a medida que avanza por los poemas que componen la primera mitad (puede que algo más) del volumen de poesía reunida En el cuerpo del mundo de Andrés Sánchez Robayna. No se trata en esta primera mitad de un cuerpo unitario de poemas con un estilo unívoco: desde el radicalismo de algunos de sus primeros tiempos (es especialmente revelador “El sentido del poema ha de ser abolido”) hasta un lirismo reposado, contemplativo, capaz de construir una serie de poemas estremecedores sobre un vaso de agua, sin olvidar un grupo de textos con estructura de prosa y un carácter circular. Sin embargo, la mayoría de los poemas tienen unos claros denominadores comunes que son la luz, las rocas, el mar, las dunas; circunstancia que, por momentos, hace aflorar en el lector una sensación de rutina y (al menos en mi caso) dificulta el mantenimiento de un grado óptimo de atención. Por suerte, tengo la rara habilidad de sentir una amistad ficticia por los escritores a los que leo durante los periodos que les dedico a sus libros y esto me lleva a sentir una empatía exagerada por los modos de expresión y los puntos de vista desde los que se construye el discurso literario del autor. Y la califico de exagerada porque esta predisposición me lleva a una aceptación incondicional de los planteamientos que leo; para maximizar la comprensión, soy capaz incluso de considerar, provisionalmente, mis creencias personales como algo revisable si las propuestas del libro así me lo sugieren. Siendo así, la visión retrospectiva que se obtiene al reflexionar sobre las páginas que se van quedando atrás es satisfactoria y, aunque uno no pueda expresar con claridad qué es lo que ha aprendido (ya que no se trata de una lectura ligera), algo queda, no hay duda. En este volumen de poesía reunida, los cambios van gestándose con una lentitud que los hace difícilmente perceptibles hasta que se produce un salto cualitativo que todo lo cambia. Desde mi punto de vista, este salto podría situarse en el poemario Fuego blanco, en el que parece producirse un giro en los modos de expresión hacia posiciones menos cerradas con el lector. Empieza a vislumbrarse así un tipo de poesía que concede al lector una mayor ilusión de entendimiento de la verdadera estructura semántica de los textos. Posiblemente, el poema que mejor marca esta nueva situación es “Las primeras lluvias”, que se abre con estos magníficos versos:


La tierra de que hablo, hacia noviembre,
conoce el viento. Llega, desde el este,
hasta los arenales como un ave sedienta,
soplas las aguas negras. Esta noche
removió los postigos mal calzados
y agitó la palmera. En los cristales
chillaba como un pájaro perdido.


A partir de este punto (para qué negarlo), la experiencia de la lectura es más reconfortante y enriquecedora. Y el paso por los poemarios Sobre una piedra extrema, Inscripciones y El libro, tras la duna es un viaje de placer, un recorrido psíquico que depara un buen número de imágenes y sensaciones asociadas. Creo que mis palabras se están vaciando de contenidos y no quisiera empezar a repetirme, de modo que prefiero dejar que sea el poeta quien ponga el punto final con estos versos que describen el descubrimiento de su pasión por la poesía:


Y, así, la noche,

el autobús que me llevaba a casa,

las palabras que vi como tomadas

por manos que sangraban, empezaron

a incendiarse en mi boca.



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