jueves, 4 de noviembre de 2010

Ahora lo entiendo todo

Hace algunos meses, un libro me hizo reflexionar bastante sobre un tema que me interesa y desde una óptica muy básica. Sin ánimo de querer dar una lección de nada a nadie y, por supuesto, tratando de no aburrir a quien ande leyéndome, me gustaría compartir aquí las conclusiones a las que el autor del libro nos quiere hacer llegar, unas conclusiones que puede extraer cualquiera que se acerque al texto. La primera conclusión y quizá la más sorprendente es que puede existir una disciplina artística sin nombre. Puede darse el caso de que tal arte se practique durante años, siglos, sin que sea necesario ponerle un nombre. A tal extremo llega este fenómeno, que, incluso, puede escribirse un ensayo sobre dicha disciplina artística sin que el autor, consciente de la falta de nombre, caiga en la vanidad de proponer uno. Es este hecho, en sí mismo, aleccionador en tiempos como el nuestro en el que, ávidos de cualquier novedad, asfixiamos en el océano de las etiquetas a toda tendencia o idea aparentemente fresca, sea realmente innovadora o simplemente algo superficial y sin importancia. Por cierto, aquella disciplina sin nombre era la Literatura. Pero vayamos al tema principal del libro, el autor centra su atención durante algunas páginas en la construcción de tramas. Con respecto a este tema, parece que un punto decisivo en la calidad de las tramas es su carácter unitario, es decir, la ausencia de digresiones. Además, dado que la trama es una construcción artística, el material más importante para levantar este edificio es la propia organización de los hechos. De esta forma, el desarrollo de la acción y su resolución tienen que surgir de la propia lógica de los acontecimientos y no puede recurrirse a lo fácil, al deus ex machina. Es la organización de los hechos (y en un discreto segundo lugar la música) la que hace que la trama sea atractiva para el público y no el lenguaje que se utiliza, ni los caracteres de los personajes. Tranquilos, no estoy haciendo un curso de guionista de cine, ni pretendo empezar una carrera como dramaturgo. Simplemente, he leído la Poética de Aristóteles y he comprendido de golpe por qué ocupan más espacio en la parrilla televisiva las películas de Steven Seagal que las de David Lynch, por qué todos conocemos a más de veinte personas que hayan leído El niño del pijama de rayas y menos de diez que se hayan atrevido con Ulises de James Joyce. Y es que, desde el punto de vista de Aristóteles, aquellos que le admiramos y que buscamos el talento y la originalidad en el arte, parece ser que estamos completamente equivocados. Sorprendentemente, aquellos que dicen pasar de la filosofía, que huyen de todo lo que huele a intelectualidad y de estos razonamientos aburridos, son profundamente aristotélicos en sus gustos literarios y cinematográficos.

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