lunes, 1 de abril de 2013

El jersey rojo

Carlos Bousoño, Luis María Anson, Francisco Brines, José Manuel Caballero Bonald, Víctor García de la Concha, Clara Janés, Jaime Siles y Luis Antonio de Villena concedieron el Premio Visor Loewe a un libro de poemas llamado El jersey rojo firmado por el cordobés Joaquín Pérez Azaústre. En la contraportada del libro, puede leerse una opinión de Pere Gimferrer sobre el mismo: “la verdadera poesía -y El jersey rojo lo es- se forma en el crisol de muchas poesías precedentes, y, en la medida en que accede así a la belleza autónoma y exenta, podemos reconocer algo a la vez inconfundible e infrecuente: la escritura de un auténtico poeta.” Ahora es definitivo: no tengo ni idea sobre poesía, soy un auténtico “paquete” en esto y jamás se os ocurra seguir mi criterio (si es que puedo permitirme usar esa palabra) o mis recomendaciones. Por favor, que nadie las siga, porque yo, tan poco aficionado a la polémica y al ejercicio de llevar la contraria por sistema, si tengo que expresar mi opinión sobre El jersey rojo solo puedo decir que nunca he leído tantísimos poemas seguidos que me hayan comunicado tan poco, que apenas me hayan dicho nada, que hayan despertado en mí tan poca curiosidad, tanta indiferencia. Dice mi amigo Manuel Moya que, muchas veces, ser finalista en un premio es más un insulto que un reconocimiento. De alguna manera hay que justificar que el libro que ha ganado es el mejor. No quiero pensar en los finalistas del Visor Loewe de aquella edición, sobre todo, con la cantidad de historias que uno ya ha escuchado sobre los rigurosísimos criterios que se siguen algunas veces en la entrega de premios. No sé si mi cabreo me viene más de la incomprensible veneración que se rinde ante determinadas formas de poesía que parecen regocijarse en su vacuidad o de la certeza de conocer la seriedad de algunos de libros que se presentan a este premio y no tienen tanta suerte. Fue mi curiosidad la que me llevó a acercarme a este libro. Recuerdo haber leído en el Babelia una reseña sobre el poemario, una de las muchas que leo como un automatismo sin que eso me lleve, por lo general, a la compra. Supongo que fue una estupidez, pero cuando leí que el libro incluía un poema llamado “Breve historia del gin-tonic” me dije a mí mismo que tenía que leer ese poema, me parecía una propuesta muy original y, durante mucho tiempo, estuve tratando de localizar ese poema de forma infructuosa. Pasaron los años y, por mera casualidad, encontré en algún rincón de internet un archivo pdf de descarga gratuita que hace las veces de breve antología del Premio Visor Loewe. Allí pude al fin leer el codiciado poema y me llevé la lógica y habitual decepción de aquel que ha puesto demasiadas esperanzas en algo y lleva un largo tiempo idealizando. En ese instante, decidí comprar el libro y darle una oportunidad pese a esta primera impresión. Se ve que me equivoqué, al igual que me había equivocado pensando que aquel poema sobre el gin-tonic y la Generación del 50 iba a interesarme. Evidentemente, no estoy diciendo que El jersey rojo sea un libro insoportable, indefendible y en el que todo haya de ser desechado, pero, desde luego, yo no soy capaz de justificar por los versos leídos la reverencial admiración que se parece rendir a su autor. Y es extraño porque, precisamente, se trata de uno de esos libros que se apoya en símbolos, iconos y temas que a mí, como lector, me interesan especialmente. Sin embargo, siempre parece haber algo que los desvirtúe como, en el ya citado poema, con un contenido más cercano a lo que sería una bonita columna de dominical que a un texto lírico. O, por decirlo más claramente, yo nunca pensé que sería capaz de aburrirme leyendo un poema sobre Ciudadano Kane y la experiencia me ha demostrado lo contrario. Creo que lo que me dejó más perplejo, sin embargo, es el recurso al caligrama. Lo siento, pero, a estas alturas, no estoy dispuesto a admitir ciertas concesiones efectitstas. No eludiré los aciertos que he ido encontrado al avanzar en la lectura, los buenos poemas como “Confesión”, “Canto nocturno”, “Última voluntad”, “Junio”, “Canto nocturno”, “La vida en los balcones” o “El jersey rojo”. Aun así, se trata de poemas de los que no he podido disfrutar plenamente y me queda la sensación de estar intentando salvar algunas cosas del poemario para no incurrir en una columna demasiado incendiaria. Sí puedo afirmar con rotundidad, en cambio, que se nota que detrás de estos poemas hay un escritor bien formado y con mucho oficio y no alguien que se ríe de la poesía mientras se beneficia de ella (algo tan desgraciadamente habitual en nuestros días). Lleva razón mi amigo Daniel Salguero cuando dice que vivimos la larga resaca de la poesía de la experiencia y que eso nos hace encontrarnos con elementos extraños por su excesiva normalidad en el discurso lírico. Y, dicho esto, tengo que admitir que nunca pensé que iba a atreverme a hacer una afirmación semejante y que, como suele decirse, siempre salta un cojo.

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