Carlos Bousoño, Luis
María Anson, Francisco Brines, José Manuel Caballero Bonald, Víctor
García de la Concha, Clara Janés, Jaime Siles y Luis Antonio de
Villena concedieron el Premio Visor Loewe a un libro de poemas
llamado El jersey rojo firmado por el cordobés Joaquín Pérez
Azaústre. En la contraportada del libro, puede leerse una opinión
de Pere Gimferrer sobre el mismo: “la verdadera poesía -y El
jersey rojo lo es- se forma en el crisol de muchas poesías
precedentes, y, en la medida en que accede así a la belleza autónoma
y exenta, podemos reconocer algo a la vez inconfundible e
infrecuente: la escritura de un auténtico poeta.” Ahora es
definitivo: no tengo ni idea sobre poesía, soy un auténtico
“paquete” en esto y jamás se os ocurra seguir mi criterio (si es
que puedo permitirme usar esa palabra) o mis recomendaciones. Por
favor, que nadie las siga, porque yo, tan poco aficionado a la
polémica y al ejercicio de llevar la contraria por sistema, si tengo
que expresar mi opinión sobre El jersey rojo solo puedo decir
que nunca he leído tantísimos poemas seguidos que me hayan
comunicado tan poco, que apenas me hayan dicho nada, que hayan
despertado en mí tan poca curiosidad, tanta indiferencia. Dice mi
amigo Manuel Moya que, muchas veces, ser finalista en un premio es
más un insulto que un reconocimiento. De alguna manera hay que
justificar que el libro que ha ganado es el mejor. No quiero pensar
en los finalistas del Visor Loewe de aquella edición, sobre todo,
con la cantidad de historias que uno ya ha escuchado sobre los
rigurosísimos criterios que
se siguen algunas veces en la entrega de premios. No sé si mi cabreo
me viene más de la incomprensible veneración que se rinde ante
determinadas formas de poesía que parecen regocijarse en su vacuidad
o de la certeza de conocer la seriedad de algunos de libros que se
presentan a este premio y no tienen tanta suerte. Fue mi curiosidad
la que me llevó a acercarme a este libro. Recuerdo haber leído en
el Babelia una reseña sobre el poemario, una de las muchas que leo
como un automatismo sin que eso me lleve, por lo general, a la
compra. Supongo que fue una estupidez, pero cuando leí que el libro
incluía un poema llamado “Breve historia del gin-tonic” me dije
a mí mismo que tenía que leer ese poema, me parecía una propuesta
muy original y, durante mucho tiempo, estuve tratando de localizar
ese poema de forma infructuosa. Pasaron los años y, por mera
casualidad, encontré en algún rincón de internet un archivo pdf de
descarga gratuita que hace las veces de breve antología del Premio
Visor Loewe. Allí pude al fin leer el codiciado poema y me llevé la
lógica y habitual decepción de aquel que ha puesto demasiadas
esperanzas en algo y lleva un largo tiempo idealizando. En ese
instante, decidí comprar el libro y darle una oportunidad pese a
esta primera impresión. Se ve que me equivoqué, al igual que me
había equivocado pensando que aquel poema sobre el gin-tonic y la
Generación del 50 iba a interesarme. Evidentemente, no estoy
diciendo que El jersey rojo
sea un libro insoportable, indefendible y en el que todo haya de ser
desechado, pero, desde luego, yo no soy capaz de justificar por los
versos leídos la reverencial admiración que se parece rendir a su
autor. Y es extraño porque, precisamente, se trata de uno de esos
libros que se apoya en símbolos, iconos y temas que a mí, como
lector, me interesan especialmente. Sin embargo, siempre parece haber
algo que los desvirtúe como, en el ya citado poema, con un contenido
más cercano a lo que sería una bonita columna de dominical que a un
texto lírico. O, por decirlo más claramente, yo nunca pensé que
sería capaz de aburrirme leyendo un poema sobre Ciudadano
Kane y la experiencia me ha
demostrado lo contrario. Creo que lo que me dejó más perplejo, sin
embargo, es el recurso al caligrama. Lo siento, pero, a estas
alturas, no estoy dispuesto a admitir ciertas concesiones
efectitstas. No eludiré los aciertos que he ido encontrado al
avanzar en la lectura, los buenos poemas como “Confesión”,
“Canto nocturno”, “Última voluntad”, “Junio”, “Canto
nocturno”, “La vida en los balcones” o “El jersey rojo”.
Aun así, se trata de poemas de los que no he podido disfrutar
plenamente y me queda la sensación de estar intentando salvar
algunas cosas del poemario para no incurrir en una columna demasiado
incendiaria. Sí puedo afirmar con rotundidad, en cambio, que se nota
que detrás de estos poemas hay un escritor bien formado y con mucho
oficio y no alguien que se ríe de la poesía mientras se beneficia
de ella (algo tan desgraciadamente habitual en nuestros días). Lleva
razón mi amigo Daniel Salguero cuando dice que vivimos la larga
resaca de la poesía de la experiencia y que eso nos hace
encontrarnos con elementos extraños por su excesiva normalidad en el
discurso lírico. Y, dicho esto, tengo que admitir que nunca pensé
que iba a atreverme a hacer una afirmación semejante y que, como
suele decirse, siempre salta un cojo.
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