domingo, 17 de junio de 2012

El amor según Manuel Vilas


Bajo el título genérico de Amor, está recogida en la Colección Visor la poesía reunida de Manuel Vilas entre los años 1988 y 2010. El volumen incluye una selección de sus primeros poemas, escritos en la década que va desde 1988 y 1998, sus tres primeros libros de poemas y una serie de poemas inéditos hasta la fecha de publicación. Si se aborda el recorrido por el libro siguiendo la ruta establecida por el orden de las páginas, el lector que ha tomado contacto de forma previa con la palabra de Vilas encontrará a un poeta irreconocible, un poeta en el que extrañan e, incluso, pueden desagradar las preocupaciones estéticas. Solo en algunos poemas puede intuirse lo que vendrá después, entre ellos, “Holderlin”, “La tumba de Jim Morrison en París”, “La clase de lengua”, “El teatro” y “Catulo”. Solo en ellos puede entreverse el rumbo que tomará su concepción poética cuando consiga librarse de los ecos de esa ética adolescente que confunde el sentimiento de confrontación, la incomodidad existencial, con la moral del buen chico que tiene unas claras repercusiones estéticas. Muchas cosas debieron cambiar en el Vilas íntimo (el de la intrahistoria) y en la figura pública (social quizá sea más correcto) durante el proceso que le condujo a la escritura y publicación de El cielo (2000), primero de sus libros de poemas. Dejo claro que, en mi opinión, es este primer título el mejor y más conseguido de los que se recogen en el volumen. En concreto, el poema con el que se abre, “Cien años después”, es un buen retrato de todos los que nos hemos preocupados por cosas trascendentalmente vanales el día antes de jugarnos el futuro frente a un tribunal de oposiciones. Es aquí donde aparece el Manuel Vilas que todos conocemos, ese despreocupado e incorrecto observador, en plena huida hacia lo mundanal; un poeta que canta los hoteles, las playas, el sexo, el alcoholismo y en el que no parece haber nada parecido a una estructura conceptual. Quizás el filón se agotó demasiado rápido, quizá el poeta no quiso ser otra vez el mismo y luchó para eludir la repetición de un esquema preconcebido. Lo cierto es que su segundo libro Resurrección, aunque mantiene cierta conexión con el anterior, empieza a dar cabida a otros paisajes: la ciudad con toda su estructura consumista, las afueras, los polígonos industriales, la España desconocida y los pueblos anónimos que la salpican. Las referencias se multiplican y el foco de atención se reparte entre una infinidad de núcleos que incluyen la propia literatura, la música, las cajeras de los supermercados, la familia, los restaurantes de comida basura. Aparece también en este libro una especie de despersonalización, un estilo de escritura en tercera persona que sigue teniendo como sujeto al autor y que, probablemente, sea el germén o la herencia (yo diría mística) de ese tono grandilocuente característico de Calor, el último de los libros recogidos en el volumen. Es cierto que el sentimiento predominante de su poesía y, especialmente, del tercer libro es el amor, como el propio Vilas argumenta para justificar el título elegido para la recopilación. Pero estamos lejos de lo que suele entenderse por amor humano, amor carnal, amor fraternal y demás acepciones que se suelen evocar para el vocablo. El amor que se refleja en sus poemas solo puede entenderse, en mi opinión, como una especie de amor de dios, ese abstracto concepto que implica amar a todo, a la globalidad de la creación. Y, así, el lector se encuentra con afirmaciones como: “Amo la basura porque la poesía vive ya con la basura. Amé el aire de Chernobyl como amaré las vísceras blancas de la última ballena en Canadá.” El poeta parece constituirse en una suerte de personalidad única, se eleva por encima de quienes coexisten con él, parece haber encontrado un nivel superior de conciencia desde el que imparte sus lecciones infalibles sobre la luz, la muerte, la felicidad. Una vez se comprende, se empatiza, con el Vilas erguido frente a todo, no resulta extraño encontrar un alarde de fusión con el mundo, con todos sus semejantes, como el que aparece en el poema “Amor”. No es extraño que, en el último de los poemas del volumen, el autor acabe autoproclamándose:

Dueño de las almas, de la roja luz, del mar, de las mujeres dueño.
Dueño de toda la carne
en ejercicio terrenal.
Caudillo de Estocolmo, finalmente.

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