Bajo el título genérico
de Amor, está recogida en la Colección Visor la poesía
reunida de Manuel Vilas entre los años 1988 y 2010. El volumen
incluye una selección de sus primeros poemas, escritos en la década
que va desde 1988 y 1998, sus tres primeros libros de poemas y una
serie de poemas inéditos hasta la fecha de publicación. Si se
aborda el recorrido por el libro siguiendo la ruta establecida por el
orden de las páginas, el lector que ha tomado contacto de forma
previa con la palabra de Vilas encontrará a un poeta irreconocible,
un poeta en el que extrañan e, incluso, pueden desagradar las
preocupaciones estéticas. Solo en algunos poemas puede intuirse lo
que vendrá después, entre ellos, “Holderlin”, “La tumba de
Jim Morrison en París”, “La clase de lengua”, “El teatro”
y “Catulo”. Solo en ellos puede entreverse el rumbo que tomará
su concepción poética cuando consiga librarse de los ecos de esa
ética adolescente que confunde el sentimiento de confrontación, la
incomodidad existencial, con la moral del buen chico que tiene unas
claras repercusiones estéticas. Muchas cosas debieron cambiar en el
Vilas íntimo (el de la intrahistoria) y en la figura pública
(social quizá sea más correcto) durante el proceso que le condujo a
la escritura y publicación de El cielo (2000), primero de sus
libros de poemas. Dejo claro que, en mi opinión, es este primer
título el mejor y más conseguido de los que se recogen en el
volumen. En concreto, el poema con el que se abre, “Cien años
después”, es un buen retrato de todos los que nos hemos
preocupados por cosas trascendentalmente vanales el día antes de
jugarnos el futuro frente a un tribunal de oposiciones. Es aquí
donde aparece el Manuel Vilas que todos conocemos, ese despreocupado
e incorrecto observador, en plena huida hacia lo mundanal; un poeta
que canta los hoteles, las playas, el sexo, el alcoholismo y en el
que no parece haber nada parecido a una estructura conceptual. Quizás
el filón se agotó demasiado rápido, quizá el poeta no quiso ser
otra vez el mismo y luchó para eludir la repetición de un esquema
preconcebido. Lo cierto es que su segundo libro Resurrección,
aunque mantiene cierta conexión con el anterior, empieza a dar
cabida a otros paisajes: la ciudad con toda su estructura consumista,
las afueras, los polígonos industriales, la España desconocida y
los pueblos anónimos que la salpican. Las referencias se multiplican
y el foco de atención se reparte entre una infinidad de núcleos que
incluyen la propia literatura, la música, las cajeras de los
supermercados, la familia, los restaurantes de comida basura. Aparece
también en este libro una especie de despersonalización, un estilo
de escritura en tercera persona que sigue teniendo como sujeto al
autor y que, probablemente, sea el germén o la herencia (yo diría
mística) de ese tono grandilocuente característico de Calor,
el último de los libros recogidos en el volumen. Es cierto que el
sentimiento predominante de su poesía y, especialmente, del tercer
libro es el amor, como el propio Vilas argumenta para justificar el
título elegido para la recopilación. Pero estamos lejos de lo que
suele entenderse por amor humano, amor carnal, amor fraternal y demás
acepciones que se suelen evocar para el vocablo. El amor que se
refleja en sus poemas solo puede entenderse, en mi opinión, como una
especie de amor de dios, ese abstracto concepto que implica amar a
todo, a la globalidad de la creación. Y, así, el lector se
encuentra con afirmaciones como: “Amo la basura porque la poesía
vive ya con la basura. Amé el aire de Chernobyl como amaré las
vísceras blancas de la última ballena en Canadá.” El poeta
parece constituirse en una suerte de personalidad única, se eleva
por encima de quienes coexisten con él, parece haber encontrado un
nivel superior de conciencia desde el que imparte sus lecciones
infalibles sobre la luz, la muerte, la felicidad. Una vez se
comprende, se empatiza, con el Vilas erguido frente a todo, no
resulta extraño encontrar un alarde de fusión con el mundo, con
todos sus semejantes, como el que aparece en el poema “Amor”. No
es extraño que, en el último de los poemas del volumen, el autor
acabe autoproclamándose:
Dueño de las almas, de
la roja luz, del mar, de las mujeres dueño.
Dueño de toda la carne
en ejercicio terrenal.
Caudillo de Estocolmo,
finalmente.
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