jueves, 11 de octubre de 2007

El tiempo, ese blanco desierto ilimitado. Aunque sé que Cernuda no se refería al tiempo atmosférico con este verso de su gran poema La visita de Dios, me gusta recordarlo como una especie de estribillo cada vez que se acerca sigiloso un cambio en el tiempo, cada vez que las temperaturas bailan, que el calor se resiste a aceptar su cese y que el sol se declara indeciso en el derroche de su fuerza. Cuando llega la lluvia, se oyen voces que anuncian el invierno, un invierno tan falso como prematuro. Llueve. Y no es solo agua lo que empapa la ropa, los parques, las paredes. También se precipitan las preguntas, quizá por la excesiva e inmensa luz que puede intuirse detrás de las nubes en los días de lluvia. Esa luz de blancura infinita, ilimitada (por volver al verso de Cernuda), plantea interrogantes que escapan a las palabras, dibuja imágenes que se traducen en dudas, rescata los temores infantiles. Pero es tan solo luz, tan solo luz blanquísima, un desierto de luz que no termina.

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